El coloso en llamas





Estas imágenes son ya un icono del siglo XXI


Tenía entonces toda la tierra una sola lengua y unas mismas palabras. Aconteció que cuando salieron de oriente hallaron una llanura en la tierra de Sinar, y se establecieron allí. Un día se dijeron unos a otros: «Vamos, hagamos ladrillo y cozámoslo con fuego». Así el ladrillo les sirvió en lugar de piedra, y el asfalto en lugar de mezcla. Después dijeron: «Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre, por si fuéramos esparcidos sobre la faz de toda la tierra».

Jehová descendió para ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de los hombres. Y dijo Jehová: «El pueblo es uno, y todos estos tienen un solo lenguaje; han comenzado la obra y nada los hará desistir ahora de lo que han pensado hacer. Ahora, pues, descendamos y confundamos allí su lengua, para que ninguno entienda el habla de su compañero». Así los esparció Jehová desde allí sobre la faz de toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad.

Por eso se la llamó Babel, porque allí confundió Jehová el lenguaje de toda la tierra, y desde allí los esparció sobre la faz de toda la tierra.


Nada más idóneo para encabezar este artículo que el conocido pasaje del Génesis (capítulo 11, versículos 1 a 9) en el que se describe el episodio de la Torre de Babel, donde la soberbia humana fue aplastada sin contemplaciones por el implacable Dios del Antiguo Testamento. Evidentemente, no es en modo alguno mi intención comparar de forma literal -de eso ya se encargarán otros- este relato bíblico con episodios reales tales como los atentados de las Torres Gemelas de Nueva York, o el reciente incendio -por fortuna sin víctimas- que calcinó el pasado día 12 de febrero un rascacielos madrileño; si Dios existe, seguro que tendrá cosas más importantes que hacer que preocuparse por estas insignificantes estupideces humanas, eso lo tengo meridianamente claro.

Lo que sí resulta perfectamente válido de esta historia, es la moraleja de cómo la soberbia humana puede acabar creándonos problemas que hubieran podido ser evitados con un poco de humildad o, siquiera, de sentido común, algo que por desgracia no suele ser tan habitual como debiera a juzgar por los resultados. Y no es que nos falten advertencias, ya que a la dura admonición bíblica se suman multitud de relatos clásicos que nos avisan sobre las posibles consecuencias de un comportamiento irreflexivo e imprudente, tales como los mitos de Pandora, Prometeo, Ícaro o Faetón tan sólo dentro de la mitología grecorromana.

Pero nos da igual, ya que no escarmentamos. Para empezar, lo reconozco, los rascacielos me parecen algo espantoso en su doble vertiente, arquitectónica y urbanística. Qué se le va a hacer, mis gustos estéticos no van en modo alguno por ese camino. Como es sabido, el origen de los rascacielos no pudo ser más prosaico, se trataba de exprimir al máximo unos terrenos escasos y caros, primero en Chicago y posteriormente en la neoyorquina isla de Manhattan; pero pronto surgirían arquitectos que, como Le Courbusier, comenzaron a ensalzar las presuntas bondades de este sistema constructivo, convirtiendo en iconos ciudadanos a lo que hasta entonces había sido tan sólo una manera de aprovechar mejor el espacio. Tanto es así, que pronto todas las ciudades importantes comenzaron una desenfrenada carrera por conseguir edificios singulares de gran tamaño que, a ser posible, fueran incluso más altos que los de sus rivales.

Madrid, claro está, no quiso ser menos. Aunque los tiempos no eran buenos -corrían los años de la posguerra-, pronto el modesto edificio de la Telefónica se vio superado por dos flamantes rascacielos, la Torre de Madrid y el Edificio España... aunque debieron pasar varias décadas para que Madrid pudiera contar con su propio perfil -no sé a qué viene la estupidez anglófila del sky line- de edificios con más de cien metros de altura, todavía muy lejos -por fortuna- de los monstruos neoyorquinos y de colosos todavía mayores, como las Torres Petronas de Kuala Lumpur, la Torre Sears de Chicago, el Jin Mao de Shangai o el Edificio Taipei, de más de medio kilómetro de altura y, por ahora, el más alto del mundo... eso sin contar con un proyecto que anda rondando por ahí de un rascacielos de ¡más de un kilómetro! y que, no se dude, tarde o temprano intentarán construirlo.

Bien, se podrá objetar que a lo largo de toda la historia siempre han existido edificios singulares, desde las pirámides egipcias hasta las catedrales góticas... sí, pero menos. Prescindiendo de consideraciones estéticas, que al fin y al cabo se trata de algo subjetivo y como afirma el dicho sobre gustos no hay nada escrito, nos encontramos no obstante con otra cuestión mucho más prosaica, el asunto de la habitabilidad y la seguridad de estos edificios. Porque, a diferencia de los edificios singulares clásicos, reservados a funciones muy determinadas como templos o mausoleos, en los rascacielos nos encontramos con una funcionalidad que no puede ser ignorada; no es lo mismo visitar una catedral, pongo por caso, que habitar o trabajar de forma cotidiana en un edificio de ese volumen.

A mí, lo reconozco, me causan angustia esos gigantes, y tengo serias dudas sobre si sería capaz de trabajar o residir en ellos; llámese claustrofobia si se quiere, pero yo prefiero considerarlos como algo inhumano y antinatural, sobre todo teniendo en cuenta la manía de los arquitectos contemporáneos de convertir a los edificios -no sólo a los rascacielos, pero también a éstos- en unos auténticos búnkeres blindados en los que ni siquiera se puede abrir una ventana. Me aplastan, en definitiva, y los considero colmenas artificiales y alienantes para todos los que tengan la desgracia de ser sus inquilinos.

Pero además está el tema de la verticalidad -o la oblicuidad en los casos más extravagantes, como el de las conocidas torres Kío-, todavía peor que el del gigantismo; y aquí no es ya la cuestión subjetiva de una posible claustrofobia, sino algo mucho más grave a la par que potencialmente peligroso, tal como demostraron los atentados de las Torres Gemelas y como se volvió a comprobar en el incendio de Madrid: una vez que fallaron, por las razones que fueran, los sistemas contraincendios del edificio, los bomberos madrileños se vieron impotentes para atajarlo ya que, según sus propias palabras, los medios técnicos de que disponen sólo resultan viables para edificios de hasta cincuenta metros de altura... la mitad de la del siniestrado y apenas una octava parte de la de las desaparecidas Torres Gemelas. Claro está que allá por 1974, hace más de treinta años, el jefe de bomberos (encarnado por Steve McQueen) de la película El coloso en llamas decía algo similar; puede que se tratara tan sólo de una ficción, pero por desgracia resultó profética.

La experiencia demuestra que estos enormes edificios resultan ser extremadamente vulnerables, ya sea un atentado terrorista como el que ocurrió en Nueva York -conviene no olvidar que ETA pretendió hacer estallar una furgoneta cargada con varios cientos de kilos de explosivos en los sótanos del complejo AZCA, al que pertenece el edificio incendiado-, o un accidente fortuito, como parece que ocurrió en Madrid. Las consecuencias, en la práctica, vienen a ser similares, y aún tenemos que dar gracias de que el incendio ocurriera cuando el edificio Windsor y los colindantes, entre ellos el complejo de El Corte Inglés, estaban vacíos. ¿Qué hubiera ocurrido de desatarse el incendio con la zona comercial y de oficinas a pleno rendimiento y abarrotada de personas? Mejor ni planteárselo siquiera, aunque conviene recordar que las víctimas de las Torres Gemelas pasaron de tres mil. Y veremos ahora cuánto tarda en normalizarse la actividad en esa zona clave de la capital española.

El problema es que el peligro sigue ahí, ya que son muchos los edificios similares, o todavía más altos, existentes en Madrid y en multitud de grandes ciudades españolas o extranjeras. ¿Tendremos que esperar a que ocurra una catástrofe de mayor magnitud -al menos en número de víctimas- para poder romper con esta demencial carrera?

Pero no escarmientan, y se siguen proyectando y construyendo rascacielos cada vez más altos a despecho de que puedan verse convertidos en auténticas ratoneras. El edificio que sustituirá a las desaparecidas Torres Gemelas neoyorquinas será todavía mayor que éstas, y en el mismo Madrid está prevista la construcción de cuatro mamotretos de entre 230 y 250 metros en la antigua Ciudad Deportiva del Real Madrid.

Independientemente de la necesaria mejora de las medidas de seguridad los rascacielos siempre tendrán su talón de Aquiles, por lo que la mejor prevención no sería otra que la renuncia a seguir construyendo estos colosos, por lo demás innecesarios; algo, por cierto, que no va a ocurrir. Ya nos acordaremos de santa Bárbara cuando truene.


Publicado el 14-2-2005