Un vino “felino”





Pasaba hace unos días frente al escaparate de una tienda de alimentación cuando mi vista tropezó con unas botellas de vino que llamaron poderosamente mi atención. Se trataba de vino del Somontano, una denominación de origen últimamente muy de moda, pero lo que hizo que me fijara en ellas no fue el diseño de la etiqueta, uno de esos modernos -en el sentido “artístico” de la palabra- que a mí personalmente no me suelen resultar demasiado atractivos, sino su rotundo nombre: Cojón de gato.

Realmente me sorprendió, y mucho, tan bizarra marca, máxime teniendo en cuenta los tiempos pitiminí que corren en los que la majadería de la corrección política se ha convertido, casi, en una censura férrea y la gente tiene que consultar, o poco menos, un manual de buenos usos y costumbres antes de abrir la boca ante desconocidos o no suficientemente bien conocidos. Porque el nombrecito de marras me retrotraía a recuerdos ya casi olvidados de mi forzada estadía cuartelera en los que las continuas -por no decir zafias- referencias a las gónadas masculinas solían estar a la orden del día, sin olvidarme tampoco de aquellas bebidas espirituosas -y rasposas- que antaño se publicitaban como cosa de hombres.

Además, estaba claro, bastaba con ver la etiqueta de diseño para comprobar que el vino no iba dirigido a los consumidores -que no bebedores- de morapio peleón, y desde luego su precio, sin ser disparatado, distaba de ser barato. Así pues, había algo que no me acababa de cuadrar del todo.

Una búsqueda en internet aclaró mis dudas. El vino está producido por una bodega cuya marca comercial es Vinos divertidos, y cuya política comercial se centra -copio de su catálogo- “en la recuperación de variedades autóctonas de vid en peligro de extinción”, añadiendo a continuación que recurre a “unas presentaciones divertidas y desenfadadas dirigidas a un público joven que se inicia en el mundo del vino”.

Hasta aquí todo perfecto e incluso, pese a que ni soy joven ni a mis años me estoy iniciando en el mundo del vino, simpatizo con su filosofía aunque ya no tanto, he de reconocerlo, con su marketing; pero ¿de donde viene tan rotundo nombre? Cierto es que yo ya conocía desde hacía tiempo los famosos espárragos Cojonudos o las sabrosas tapas burgalesas del mismo nombre, pero en ambos casos tanto los unos como las otras se acogían a la acepción de este adjetivo, definido por el DRAE -con la etiqueta de vulgarismo, todo sea dicho- como estupendo, magnífico, excelente.

Sin embargo esto no encajaba en el caso que nos ocupa, dado que a los testículos gatunos, que yo sepa, no se les suelen atribuir propiedades positivas o beneficiosas de ningún tipo; si fueran de tigre todavía podrían tener cierta utilidad en la medicina -es un decir- tradicional china, pero los de los humildes mininos...

La explicación, una vez más, estaba en la página web de la bodega. Resulta que cojón de gato es la denominación -supongo que por su aspecto, aunque no estoy demasiado familiarizado con la urología felina- de una de las antiguas variedades autóctonas de vid recuperadas por ésta, con la cual se elabora, mezclada con uvas de otras variedades, el vino de marras.

Ciertamente el nombre de la uva no tenía por qué condicionar el del vino, pero como ya ha sido comentado, la bodega apostó por la originalidad en el etiquetado; de hecho, existen en su catálogo otras dos variedades de vino con este mismo nombre pese a que, según las propias fichas técnicas, la uva cojón de gato no interviene en su elaboración.

No acaba aquí esta práctica comercial, ya que algunas de las marcas de esta empresa son asimismo tan llamativas como Teta de vaca -D.O. Calatayud- u Ojo de Liebre -D.O. Somontano-, junto con otras decididamente más normales. En ambos casos la razón es la misma, la presencia de variedades autóctonas de uvas -y a fe mía que poco conocidas- en estos vinos.

En cualquier caso les deseo que tengan suerte con su iniciativa aunque, como no he tenido ocasión de probar ninguno de estos vinos divertidos, no puedo opinar acerca de sus virtudes enológicas; en cualquier caso a mí lo que me importa es el contenido y no el continente, por lo que personalmente no acostumbro a dejarme llevar por las etiquetas llamativas a la hora de comprar una botella.



Cuestión muy distinta es la del vino Follador, así como suena, ya que no me imagino a ningún bodeguero español atreviéndose a utilizar para bautizar sus caldos ni el correspondiente verbo ni cualquiera de sus términos derivados, por muy comunes que puedan resultar éstos en el habla coloquial. La explicación es sencilla: no se trata de un vino español sino de uno italiano, concretamente de la localidad de Treviso, cercana a Venecia. Según he podido averiguar la acción definida por el rotundo verbo castellano se denomina de una manera muy diferente en italiano, por lo que el término no tiene equivalencia ni, evidentemente, sus connotaciones en el idioma de Dante. De hecho se trata del apellido de la familia propietaria de la bodega, fundada hace más de dos siglos... cabiendo desear que ninguno de sus miembros haya tenido necesidad de establecerse en nuestro país, porque el pitorreo podría haber sido apoteósico.

Por cierto, no es demasiado barato.


Publicado el 16-10-2014
Actualizado el 16-4-2018