Pan con pan...





Fotografía tomada de la Wikipedia



Pese a que a estas alturas debería estar ya más que curado de espantos, sigo alucinando cada vez que tropiezo con una nueva muestra -y por desgracia cada vez son más- de hasta qué extremos de exageración puede llegar la susceptibilitis pasada de rosca que infecta a una sociedad tan mema e infantilizada como la que tenemos la desgracia de padecer.

Vaya un ejemplo, el ¿ultimo?, de lo que digo, y juzguen por ustedes mismos. Acabo de enterarme, con una mezcla a partes iguales de pasmo e hilaridad, que integrantes del gremio de los panaderos están al parecer muy indignados porque, a su entender, el viejo y conocido refrán castellano “ Pan con pan, comida de tontos” les denigra a ellos y a su producto. Y ni cortos ni perezosos, se han liado la manta a la cabeza recabando firmas para exigir (sic) a la Real Academia de la Lengua que lo “retire”, metiendo también en harina, nunca mejor dicho, al Instituto Cervantes, aunque por el momento no consta que tengan previsto acudir, de no ser atendidas sus reivindicaciones, al Tribunal de la Haya.

Sin comentarios, aunque quienes sí lo han hecho han sido los portavoces de la RAE advirtiendo que, tal como es habitual en estos casos, no entrarán a valorar tan pintoresca solicitud, lo que en román paladino viene a querer decir que no les piensan hacer ni puñetero caso. O, recurriendo también al refranero, “Contra el vicio de pedir...”.

Para empezar, hay una razón de peso que, sólo por ella, debería bastar para no porfiar en asuntos como el que nos ocupa: tal como se han hartado de decir una y otra vez los académicos ellos no tienen ninguna autoridad, salvo la moral, para controlar el buen uso de nuestro idioma, aparte de que, claro está, tampoco podrían hacerlo en caso de que lo pretendieran. Ellos se autocalifican de notarios de la lengua, velando por su buen uso y dando recomendaciones y consejos, pero absteniéndose de intervenir dado que los idiomas cuentan con vida propia y nadie es capaz -ni tan siquiera los dictadores, que sí acostumbran a intentarlo- de modificarlos a su antojo.

Como mucho, la RAE se limita a registrar los usos y giros que, una vez pasados por el filtro de las modas pasajeras, acaban asentándose contribuyendo a la evolución del español, al tiempo que depuran las palabras y expresiones caídas en desuso... no siempre, todo hay que decirlo, de forma acertada, ya que algunos de los propios académicos han criticado en ocasiones sus decisiones, que se adoptan de forma colegiada, y hasta yo estoy en total desacuerdo con algunas de las últimas modificaciones de las reglas ortográficas, que por supuesto no me considero obligado a seguir... ni nadie pretende obligarme a hacerlo.

Así pues, y ante lo obvio, ¿cómo podría la RAE si quisiera, que está claro que no quiere, prohibir un refrán, una palabra o cualquier otra cosa que pulule por los meandros del español? Aparte de que ya de entrada resulta un planteamiento absurdo, de pretender hacerlo correrían el riesgo de incurrir en el más espantoso de los ridículos, como ocurrió cuando hace años alguien tuvo la genial idea de castellanizar la palabra whisky, perfectamente integrada en nuestro idioma, como güisqui... eso sin contar, claro está, con el desagradable tufillo censor que subyace detrás de la propuesta panadera.

Porque con esto no sólo nos estamos internando en las procelosas aguas de la corrección política, esa mosca cojonera -término admitido por el Diccionario de la Real Academia, que conste- empeñada en dar continuamente la tabarra con las excusas más peregrinas cuando no decididamente delirantes, sino que además, y he aquí lo grave, supone un intento palpable de imponer, que es lo mismo que censurar, unas particulares y respetabilísimas opiniones personales no ya a todo un colectivo social, que no es poco, sino también, rizando el rizo, a algo tan intangible, pero asimismo tan real, como es el acervo secular de un idioma. Casi nada.

Y si bien, forzando las cosas, se podría conseguir la retirada -estoy haciendo abstracción de los continuos embates a la cada vez más amenazada libertad de expresión- de, pongamos, por caso, una frase publicitaria -hay anuncios antiguos, y no tan antiguos, que ponen los pelos literalmente de punta- e incluso, yendo más allá, imponer una neolengua convenientemente censurada en la burocracia administrativa, algo que creo recordar ya se ha intentado en alguna taifa -perdón, comunidad autónoma- con gobierno presuntamente progre, díganme ustedes cómo se podrían poner puertas al campo en un ámbito, el lenguaje coloquial, que es fundamentalmente oral... a no ser, claro está, que a imitación de la policía religiosa de Arabia Saudí, país que a mi modo de ver no resulta precisamente un ejemplo a seguir, se instaure una especie de policía lingüística capaz de controlar y sancionar lo que los ciudadanos hablamos en los bares, en los mercados, en el trabajo...

¿Utópico? Quizá no tanto, teniendo en cuenta los abusos que se están cometiendo desde hace tiempo en algunos rincones de la piel de toro presuntamente en defensa de las lenguas vernáculas, incluyendo multas y aperturas de expedientes por algo tan legítimo y tan personal como el rotulado de las tiendas. Creámoslo o no, el Gran Hermano -el de Orwell, no su homónimo telebasuresco- no anda tan lejos.

Evidentemente el caso que nos ocupa no deja de ser una patochada sin mayor relevancia, por más que haya conseguido reunir más de cuatro mil firmas de apoyo; pero como es sabido, desde que se estableció la recogida de firmas como el súmmum del ejercicio democrático, nos hemos visto inundados por infinidad de solicitudes a cada cual más peregrina, lo cual dice bien poco de la capacidad de discriminación de la sociedad moderna, habiéndose convertido la vida diaria en un tótum revolútum en el que cada vez resulta más dificultoso separar el grano de la omnipresente paja.

Y así, mientras seguimos discutiendo sobre si son galgos o podencos, perdemos de vista a los problemas reales, aquéllos que sí son capaces de complicarnos la vida de verdad; algo parecido a lo que les pasó a los bizantinos, enzarzados en sesudas discusiones teológicas sobre el sexo de los ángeles mientras los ejércitos turcos acampaba frente a las murallas de Constantinopla.

Por cierto a mí siempre me ha encantado el pan, incluso comiéndolo solo, y no por ello he albergado nunca la menor duda sobre mi capacidad intelectual.


Publicado el 25-5-2017