El que avisa no es traidor





Por avisar que no quede



Dice el refrán castellano que hay quien nace con estrella y hay quien nace estrellado. O, lo que es lo mismo, que hay quien se encuentra con la suerte de cara y hay, por el contrario, a quien le toca bailar con la más fea.

Estos caprichos del azar no son privativos de los humanos, ya que algo similar ocurre también a los animales. Bastó con que en el Génesis se relate que Noé soltó a una paloma tras el Diluvio Universal para comprobar si ya habían bajado las aguas, y que ésta volviera con una rama de olivo en el pico, para que este ave se convirtiera automáticamente en el símbolo de la paz -el cuervo que la precedió no tuvo esa suerte- y, más prosaicamente, en fuente de distracción de los jubilados que se empeñan en alimentarlas en los parques pese a las continuas advertencias municipales de que se han llegado a convertir no sólo en una molestia, sino también en una plaga de numerosas ciudades.

Mientras tanto las ratas, otro animal adaptado al entorno urbano y asimismo dañino -aunque no necesariamente más que sus congéneres emplumados-, son perseguidas con saña y exterminadas sin piedad, pese a ser mucho más discretas que las palomas ya que al contrario de éstas, convertidas en amas y señoras de nuestras calles y parques, las ratas no suelen abandonar las alcantarillas ni mostrarse a la luz del día. Eso sin contar, claro está, con la incontrolable repulsión que suelen inspirar estos roedores a la mayor parte de las féminas pese a que por lo general no se suelen meter con nadie, repulsión que se extiende también de forma difícilmente explicable a los inocentes e inofensivos ratones, mucho menos afortunados que sus parientes los hámsteres, los cuales han tenido la suerte de verse convertidos en animales domésticos.

Pero no son las palomas y los gorriones, a los que recientemente se han sumado también las cotorras, las únicas aves que han sido capaces de colonizar el hostil ecosistema urbano. Existe también otro plumífero urbanícola que, al igual que éstas, tuvo la suerte de contar con bula: las cigüeñas o, más concretamente, las cigüeñas blancas, ya que sus parientes negras -¿existirá algo similar al racismo entre estas volátiles?- suelen habitar en los parajes más recónditos al abrigo de las interferencias humanas.

Sea por lo que sea, lo cierto es que las cigüeñas se han convertido no sólo en un icono de nuestras ciudades y pueblos, sino también en la referencia simbólica de los nacimientos, tradicionalmente identificados con ellas al menos mientras resulta embarazoso explicar a tus hijos como han venido al mundo. Así pues, llevan siglos colonizando con sus grandes nidos las torres y campanarios, sus atalayas favoritas, sin que nadie las moleste, e incluso desde hace algún tiempo han renunciado, al menos en muchos lugares de España, a sus ancestrales hábitos migratorios al haber encontrado en los vertederos una fuente inagotable de alimentos, al tiempo que evitan también no sólo las fatigas de su doble viaje al corazón africano sino asimismo, que no es moco de pavo, la posibilidad de acabar en el estómago de algún predador o incluso en el de los propios paisanos, ya que por aquellas latitudes no suelen andarse con demasiados rodeos ecológicos, en especial cuando el hambre aprieta.

Sin embargo, y pese a su pintoresquismo, las cigüeñas no dejan de crear problemas. Dada su considerable envergadura sus nidos son de un respetable tamaño, y por si fuera poco acostumbran a agrandarlos año tras año hasta acabar convirtiéndolos en una especie de enorme hojaldre de ramas apiladas que tarde o temprano -no consta que estos pájaros hayan cursado estudios de ingeniería- acaban amenazando las leyes de la física corriendo el riesgo de desplomarse. A ello hay que sumar además el problema añadido de sus deyecciones -seamos finos- que, además de ser corrosivas como las de todas las aves y por si fuera poco de tamaño XXL, pueden acabar atascando los canalones y provocando goteras, como bien saben todos aquellos que tienen la “suerte” de contar con uno de sus nidos en el tejado.

La cuestión se agrava dada la acendrada querencia de las cigüeñas por los edificios históricos, principalmente iglesias, palacios y conventos; aunque éstos suelen gozrn de una protección especial y, se mire como se mire, tienen bastante más valor que cualquier nido de cigüeñas con ocupantes incluidos, está terminantemente prohibido molestar a estas aves durante el período de cría, por mucho que la torre en la que está colocado el nido amenace con venirse abajo. Hace años se solía esperar a que, llegado el mes de agosto, éstas liaran el petate y se marcharan a África, aprovechando que dejaban los nidos vacíos para asentarlos, desmocharlos o, en su caso, retirarlos. Pero ahora que se han vuelto sedentarias y cuesta más trabajo echarlas, siquiera temporalmente, que a un inquilino moroso, la verdad es que no sé muy bien cómo se las pueden apañar para prevenir o reparar los daños causados.

Mucho más chusco, pero no por ello menos real, es el problema con que te puedes encontrar si tienes la mala suerte de pasar por debajo de un nido justo en el momento en el que una de sus ocupantes ha decidido ir al servicio; porque si ya una cagada de paloma no deja de tener su intríngulis, imagínense que les cae encima su primo de Zumosol... y aunque a mí, por suerte, nunca me ha pasado, sé de quien tuvo menos fortuna que yo y les puedo asegurar que desde entonces no es precisamente simpatía lo que siente por las cigüeñas.

Sin embargo, y hablo con conocimiento de causa puesto que Alcalá de Henares, mi ciudad natal, cuenta con una de las mayores colonias cigüeñiles de todo el centro de la península, los ayuntamientos implicados no suelen advertir de esta circunstancia a los peatones incautos, pese a que el riesgo de que te caiga encima el regalito no es en modo alguno baladí.

Por esta razón, me sorprendió bastante el aviso con el que me encontré en la base de la torre de una de las iglesias de la población sevillana de Cazalla de la Sierra, concretamente la de San Benito, todavía más por tratarse de un azulejo con pretensiones de perpetuidad y no de un simple rótulo de esos que tanto gustan a los ayuntamientos y que acaban borrándose o cayéndose a trozos a los pocos años de haberlos puesto. En él, y de forma harto explícita sin necesidad de recurrir a esos eufemismos cursis a los que tan aficionados son los adoradores de la corrección política, se advierte de la conveniencia de tener cuidado con los excrementos de las cigüeñas que anidan en el chapitel, añadiendo además, por si acaso alguien estuviera despistando, una flecha que indica que el peligro potencial viene de arriba.

De esta manera, si alguien tiene un percance no podrá decir que no había sido avisado. Más claro, imposible.


Publicado el 31-3-2016