La ratonera



Yo, Pelayo Rocaforte, conde espartario del duque Witerico de Tingitania, procedo por orden de mi señor a relatar fielmente todo lo sucedido durante nuestra expedición militar por la frontera sur del ducado, poniendo a Dios por testigo de que todo cuanto aquí expreso es cierto, tal como pueden confirmar quienes me acompañaron.

Como es sabido, el ducado de Tingitania no cuenta con fortificaciones ni con guarniciones en su frontera sur. No son necesarias, puesto que ésta está protegida de forma natural por los montes Atlas y por el gran desierto que se extiende tras ellos, alzándose en una barrera infranqueable frente a las posibles incursiones de los bárbaros idólatras del sur. Pero en ocasiones estas abruptas montañas se han convertido también en refugio de fugitivos de la justicia o de malhechores, razón por la que mi señor acostumbra a enviar expediciones periódicas a tan remotas regiones. Y fue a mí a quien cupo el honor de comandarla al frente de un centenar de soldados reforzados con un pelotón de caballería.

Era una tarea lenta y fatigosa que nos ocuparía varios meses, pero la asumimos con entusiasmo. Durante las primeras semanas las tareas de reconocimiento del terreno se desarrollaron sin nada digno de reseñar, pero al atravesar uno de los abruptos valles que atraviesan el macizo central descubrimos algo que no debería estar allí: una fortificación encaramada en lo alto de un abrupto risco.

Dado que me constaba que esa fortaleza no era nuestra, supuse que habría sido levantada por algún ejército presumiblemente enemigo, ya que se encontraba en el interior de nuestro territorio. Descartados los toscos habitantes del sur, incapaces de cruzar el desierto por sus propios medios y todavía más de levantar una construcción de esa magnitud, la alternativa que quedaba era la de nuestros vecinos orientales, los bizantinos asentados en Cartago, aunque el hecho de que la paz se mantuviera entre ambas naciones desde hacía varias décadas restaba credibilidad a este supuesto.

En cualquier caso la fortaleza estaba allí, y mi obligación era averiguar todo cuanto pudiera acerca de ella para poder informar a mi señor. Puesto que desconocía la magnitud de su guarnición, acampé a mis tropas al abrigo de un recogido valle, fuera de la vista de sus centinelas, y envié varios exploradores a indagar sobre su naturaleza. Eran éstos naturales del país y conocían perfectamente su intrincada geografía, razón por la que confiaba plenamente en ellos.

Sin embargo, cuando retornaron al campamento varias horas después su informe me dejó completamente perplejo. Al parecer la fortaleza se hallaba abandonada y su puerta abierta sin que nadie la custodiara ni la vigilara, pero por precaución no se atrevieron a entrar en ella. Se trataba de un hecho totalmente insólito, razón por la que apresté un pequeño grupo de voluntarios para que, yendo más allá, inspeccionaran su interior con objeto de confirmar la impresión de los exploradores.

Y la confirmaron. La fortaleza estaba realmente abandonada, pero para sorpresa nuestra se encontraba como si hasta la víspera hubiera estado ocupada, tal era su estado de pulcritud. Incluso en la cilla abundaban los manjares, extraños pero apetitosos tal como pudimos comprobar posteriormente, y en cuanto a los aposentos tan sólo tuvimos que tomar posesión de ellos, puesto que hasta los lechos estaban preparados.

La alegría de mis soldados, tras varias semanas de padecer penalidades y reposar en incómodas tiendas de campaña, fue evidente. Yo seguía sin tenerlas todas conmigo, pero en un consejo que mantuve con mis oficiales éstos llegaron a convencerme de que, con toda probabilidad, la guarnición debía haber abandonado precipitadamente la fortaleza al percatarse de nuestra presencia, quizá temerosos de tener que enfrentarse con las tropas del duque, representante en la Tingitania del poderoso rey de las Hispanias. En cualquier caso, se trataba de una magnífica construcción militar que bien podría ser aprovechada para nuestros propios fines. Así pues, mis planes fueron los de retornar a Tingis conforme apuntara la aurora, dejando en el castillo una guarnición suficiente para defenderlo de posibles enemigos hasta que el duque pudiera enviar las tropas suficientes para convertirlo en un puesto de avanzada.

Hecho esto, y tras una copiosa comida en el refectorio común, durante la cual corrió en abundancia un desconocido pero poderoso licor mucho más embriagador que nuestro vino, tanto los oficiales como la tropa nos retiramos a nuestros respectivos dormitorios salvo aquellos que tuvieron la mala suerte de ser designados para la guardia nocturna. Me despedí de mis compañeros y tras entrar en mi aposento, posiblemente el reservado para el gobernador de la plaza fuerte, procedí a desnudarme fijando golosamente mis ojos en el mullido lecho. Aunque no había bebido demasiado ya que nunca he sido demasiado aficionado al vino, el embriagador licor me había sumido en una extraña euforia.

Fue gracias a mi perro, el fiel Valiente, como logré evitar la catástrofe. Mientras todos nosotros, desde yo mismo hasta el último soldado, estábamos completamente confiados y satisfechos por nuestra buena suerte, el perspicaz can no había dejado de mostrarse receloso desde el mismo momento en el que franqueamos el umbral de la fortaleza, olisqueando aquí y allá y gruñendo continuamente obedeciendo a regañadientes mis órdenes.

Pero cuando me vio, sin cota y en camisa, dirigirme hacia el lecho, se interpuso en mi camino fingiendo una ferocidad que yo sabía que no era real, pero que constituía la única manera que tenía el pobre animal de mostrarme su extrema preocupación por lo que él estimaba un peligro inminente... y ciertamente no le faltaba razón.

Irritado pero a la vez extrañado, eché mano a mi espada, que había dejado apoyada  contra un mueble y, desenvainándola, aparté a Valiente, que adivinando mi intención obedeció en esta ocasión a mi orden. Con cuidado levanté el cobertor con la punta del arma, sin notar nada extraño. Pero como el perro continuaba expectante, opté por pinchar suavemente el colchón, cuidando de no rasgar el lienzo... y fue en ese momento cuando comprobé que, efectivamente, algo no andaba como debiera ser. La cama, contra toda lógica, se estremeció tal como hacen las muchachas cuando se les cosquillea en ciertas partes de su cuerpo.

Profundamente intrigado opté por hundir la punta de la espada unas pulgadas en el colchón y, Dios me perdone, sentí el aliento del diablo a mi alrededor cuando el maldito lecho se estremeció igual que una persona herida por el acero, emitiendo además un inhumano quejido.

No me cabía duda de que se trataba de una perversión diabólica, pero como con nosotros no había venido ningún sacerdote, prescindí de rituales religiosos optando por acuchillar despiadadamente al maldito lecho, descubriendo con pavor que éste se comportaba igual que un animal intentando evitar la furia asesina de mi acero, cuyos tajos dejaban al descubierto una extraña e inhumana carne surcada de profundas heridas de las que manaba una espesa sangre de oscuro color morado.

Consciente de la trampa en la que tan ingenuamente nos habíamos introducido corrí a la estancia contigua en la que se había alojado mi lugarteniente, y tras echar abajo la puerta de una patada corrí hacia el lecho... descubriendo que había llegado demasiado tarde. Ni rastro había de mi infortunado compañero, pero las rítmicas pulsaciones de la cama eran buena muestra de lo que había ocurrido. La acuchillé sin piedad, descubriendo entre los trozos informes de carne maldita que arrancaba en mi frenesí un amasijo de huesos y ropas en los que no me costó demasiado identificar los tristes despojos del que hasta poco antes fuera un excelente oficial.

Imbuido por un desconocido pavor busqué al músico temiendo que hubiera sido también devorado, pero por fortuna lo encontré completamente borracho en el refectorio, donde había continuado la juerga con varios amigos suyos. Tuve que ponerle la espada en el cuello y amenazarle con cortárselo para que se despejara lo suficiente para poder atenderme, pero finalmente logré que tomara su instrumento y tocara la llamada a tropas como única medida posible -en esos momentos no se me ocurrió otra- de evitar la catástrofe.

Por fortuna mis soldados estaban bien entrenados y respondieron inmediatamente a la llamada... los que pudieron, ya que tras recontarlos comprobé con desaliento que había perdido a la mitad de mis tropas. Pero puesto que nada podía hacer por ellos, mi obligación era intentar salvar a los que todavía estaban vivos, y para ello resultaba imperioso huir de la ratonera en la que estábamos atrapados.

Al parecer el ser demoníaco que nos retenía en su interior sólo era peligroso en los lechos que constituían sus infernales bocas, pero como no podíamos estar seguros de ello, tras recoger nuestros equipos -y confieso que sentí un estremecimiento cuando tuve que volver a mi aposento a por la cota y el resto de los arreos- hicimos una piña en el refectorio, aparentemente la estancia más segura del recinto. Tras advertir a los soldados de lo ocurrido -tal como sospechaba pude comprobar que los que habíamos sobrevivido éramos aquellos que no habíamos llegado a acostarnos-, les di instrucciones de ir a buscar a los caballos, que habían sido recogidos en las caballerizas, y abandonar inmediatamente esa casa de Satanás.

Pero no iba a resultar tan fácil. Pronto supe que tanto las monturas como los caballerizos habían pasado a engrosar el número de las víctimas; en este caso no se trataba de lechos devoradores, sino de que en el propio edificio de las caballerizas la puerta y las ventanas habían desaparecido, fundiéndose con los muros y encerrando en su interior a nuestros desventurados compañeros junto con los animales que custodiaban. Así pues, tras encajar este segundo revés conduje a lo que quedaba de mi tropa camino de la puerta de acceso a la fortaleza... que también había desaparecido, sustituida por un férreo muro que se soldaba con el resto del lienzo de muralla.

Estábamos atrapados, y esta vez sin vías de escape puesto que no había otra salida al exterior que la que se había esfumado frente a nosotros. Y aunque ignorábamos el potencial agresivo de nuestro enemigo, cabía esperar que éste encontrara la manera de atraparnos aun cuando evitáramos los lugares peligrosos. En último extremo, no tardaríamos demasiado en perecer de hambre.

Urgido por la necesidad, llamé a los dos zapadores que formaban parte de mi pequeño regimiento y les ordené que atacaran con sus picos el lugar en el que tan sólo unas horas antes existiera una puerta. Éstos eran dos mocetones fornidos y se aplicaron a la tarea con ímpetu, aunque para ello tuvieron que vencer la repulsión que les causaba ver agitarse y gemir a aquel muro de falsa piedra cada vez que era herido por sus aguzadas herramientas.

Pronto vimos que eso no sería suficiente. Sí, mis muchachos habían logrado abrir un hueco en aquella extraña carne que palpitaba y sangraba la nauseabunda sangre morada, pero por más que se esforzaban no conseguían perforarla lo suficiente como para llegar a atravesarla por completo. Y el tiempo se agotaba, al igual que las fuerzas de los dos zapadores...

 Acababan de ser relevados por otros dos soldados cuando alguien -nunca llegué a saber quien fue- musitó la idea salvadora que a mí, he de reconocerlo, no se me había ocurrido:

-Quizá con fuego...

Percibiendo lo acertado de la propuesta, ordené que se encendieran varias antorchas -disponíamos de un buen puñado de ellas, en previsión de las noches oscuras en las que nos veríamos obligados a caminar- y que éstas fueran aplicadas al hueco, o herida, que habíamos logrado abrir en la carne del enemigo.

El resultado fue inmediato. Por muy demoníaco que fuera, el inhumano ser que nos tenía atrapados no era invulnerable a la mordedura del fuego, como no lo era tampoco a las armas. Al aplicar las antorchas los labios de la herida se convulsionaron, supuraron un  repugnante líquido y se contrajeron con brusquedad ensanchando notablemente el orificio.

Este triunfo, aunque parcial, nos sirvió de acicate permitiéndonos redoblar los esfuerzos. Así, mientras varios soldados arrimaban las antorchas y otros continuaban con su tenaz labor de zapa, una nueva idea inspiradora surgió, esta vez, sí, de mi mente.

-¡Todos los que no estéis atacando al muro! ¡Rápido! -ordené- ¡Coged antorchas encendidas y prended fuego a todo cuanto podáis! ¡Vamos a darle a este engendro del averno más medicina!

Mis muchachos, percatándose al instante de mi idea, se apresuraron a obedecerme, de forma que poco después la práctica totalidad de los edificios -o lo que fueran- que constituían la ciudadela comenzaban a ser pasto de las llamas.

No puedo evitar sentir estremecimientos cada vez que recuerdo la espantosa escena del monstruo retorciéndose agónicamente mientras ardía, al tiempo que unos inhumanos aullidos golpeaban nuestros oídos y un nauseabundo hedor a quemado invadía nuestro olfato. Mientras tanto, y seguramente debilitadas sus defensas por nuestro masivo ataque, el agujero avanzaba a buen ritmo, consiguiéndose poco después alcanzar la superficie exterior -¿la piel?- del muro. Ayudados por la labor conjunta de las antorchas, que carbonizaban inmisericordemente la diabólica carne, los picos consiguieron horadar un túnel lo suficientemente ancho como para que todos nosotros, de uno en uno, pudiéramos escapar de la pesadilla que había estado a punto mismo de engullirnos.

Fueron, no obstante, angustiosos los minutos que tardamos en salvar la barrera, siempre con el temor de que nuestro enemigo recurriera a algún ardid no esperado; pero bastante debía de tener con el fuego que le consumía, lo que nos permitió escapar sanos y salvos, yo el último y mi fiel Valiente, al que debíamos todos la vida, de un ágil salto inmediatamente tras de mí. Una vez fuera nos alejamos hasta una distancia prudencial y contemplamos desde allí, con una satisfacción no exenta de sentimientos de venganza, cómo nuestro enemigo quedaba reducido a un informe montón de humeantes pavesas.

Poco más hay que relatar del resto de nuestra aventura. Volvimos a Tingis por el camino más rápido, y tras informar al duque de nuestra aventura éste envió allí inmediatamente a un importante contingente militar al que acompañaban varios sabios de su corte. Los primeros poco tuvieron que hacer salvo remover las todavía calientes y malolientes cenizas; fuera lo que fuera el engendro, estaba definitivamente muerto. En cuanto a los sabios, éstos dictaminaron que debía de tratarse de algún ser infernal llegado del inframundo para corromper a los cristianos, razón por la que recomendaron el envío de varios exorcistas que pudieran expulsar a los espíritus malignos supervivientes para, posteriormente bendecir de nuevo el lugar. Creo que llegaron a proponer, incluso, la erección de un monasterio en el emplazamiento del engendro, pero esto último el duque no lo consideró necesario.

Hasta aquí llega el relato objetivo de mi aventura. En cuanto a mi opinión personal, pienso que no es necesario recurrir a criaturas demoníacas para explicar la existencia de ese monstruo, ya que de haber sido cierta su naturaleza infernal no creo que hubiera sido tan vulnerable al fuego, algo por lo demás consustancial al reino de Satanás. Dicen algunos viajeros que en tierras remotas, donde jamás nieva ni soplan vientos helados, existen unas plantas que devoran insectos, para lo cual les ofrecen néctar y fingen un entorno agradable para ellos, logrando hacerles caer en la trampa. Por ello, me pregunto si no podrá existir, venido de vete a saber qué remotas y desconocidas regiones del orbe, su equivalente capaz de capturar y devorar humanos, tal como ocurrió con la mitad de mis soldados. Dios me perdone si incurro en herejía, pero por desgracia el mundo dista mucho de ser el paraíso del que gozaron en su día nuestros padres Adán y Eva.

En Tingis, en el día del Señor de 25 de mayo de 1085
Pelayo Rocaforte, Comex Espartario


Publicado el 4-1-2015