El paraíso perdido



Aquel día era uno más para Pablo R... Exactamente igual que todos los anteriores, exactamente igual que todos aquellos que le sucederían. Porque para Pablo R. la monotonía era la constante básica de una vida, la suya, en la cual nunca acontecía nada que le permitiera huir, siquiera momentáneamente, de la aterradora rutina que le atenazaba.

Sin embargo, no siempre había sido así. Un día lejano, perdido ya entre las brumas de sus semiolvidados recuerdos, algo se había roto en el interior de su mente, algo que habría de cambiar su vida por completo. Pablo R. recordaba vagamente años de hospitales, de tratamientos médicos, de peticiones de tranquilidad y paciencia... Porque Pablo R. se había vuelto loco aunque su mente desquiciada fuera entonces incapaz de comprenderlo.

Tras un largo interregno durante el cual se fueron reorganizando trabajosamente los dispersos fragmentos de lo que había sido su antigua personalidad, Pablo R. fue considerado curado... Lo cual era ciertamente relativo, ya que su cerebro distaba mucho de ser el de antes. Pero Pablo R. había alcanzado el máximo nivel de recuperación previsto por los médicos y era capaz de llevar una vida razonablemente normal mientras se medicara convenientemente, por lo cual fue enviado a casa.

Pablo R. ya no estaba loco, pero su mente era incapaz de alcanzar sus antiguas cotas de pensamiento... Y lo sería para siempre, aunque lo peor de todo no era eso sino la conciencia que Pablo R. tenía de ello.

Realmente las capacidades intelectuales de Pablo R. no eran ahora demasiado diferentes de las de una parte significativa de la población, de esa población que está sólidamente asentada en una cómoda mediocridad siendo feliz con ella al resultarle relativamente fácil satisfacer sus siempre simples inquietudes.

Si Pablo R. hubiera sido uno de ellos nada hubiera echado de menos en su nueva vida, ya que ésta en nada se diferenciaba de la que resultaba habitual para la mayor parte de la gente. Pero la tragedia de Pablo R. consistía en que él había tenido acceso privilegiado a esos niveles del intelecto que el destino reserva tan sólo a unos cuantos elegidos. Pablo R. había sido escritor, un afamado escritor que había alcanzado un apreciable reconocimiento por parte de una sociedad que menospreciaba, o cuanto menos ignoraba, a los creadores y a los intelectuales.

Aunque Pablo R. no había conseguido llegar a vivir exclusivamente de la literatura, sí había logrado publicar un considerable número de obras, relatos y novelas fundamentalmente, que le habían ganado el aprecio de sus lectores. Celebrado por la crítica como uno de los escritores más originales de los últimos años y estimado por un público que agotaba las ediciones de sus libros, Pablo R. había dejado de ser una firme promesa para convertirse en una espléndida realidad.

Y lo mejor estaba aún por llegar en opinión de todos los entendidos; con cada nueva obra Pablo R. superaba el listón fijado por él mismo, por lo que dada su edad (poco más de cuarenta años) y lo regular de su producción literaria cabía esperar que en un futuro pudiera llegar todavía más lejos.

Por desgracia para todos su carrera se vio truncada un mal día, queriendo el azar que la mente de Pablo R. fuera arrasada por un vendaval que llegó a destruir casi por completo su conciencia. Convertido prácticamente en un vegetal, con su actividad cerebral reducida a poco más que las funciones puramente fisiológicas, se podía afirmar que el Pablo R. que habían conocido todos ya no existía y que su cuerpo, a modo de cascarón vacío, era tan sólo el triste cenotafio que recordaba lo que antaño fuera.

Oficialmente curado, con una baja médica total y la economía razonablemente resuelta (la pensión de invalidez y los derechos de autor le permitían mantener un discreto nivel de vida) Pablo R., que no tenía familia que mantener, podría vivir sin preocupaciones y sin problemas y, por vez primera en su vida, siendo dueño absoluto de su tiempo. Durante muchos años, prácticamente durante toda su vida, Pablo R. se había lamentado amargamente de tener que malgastar buena parte de su tiempo disponible en la mercenaria tarea de ganarse un sueldo que, si bien le garantizaba los ingresos necesarios para vivir, le menoscababa en gran medida la dedicación a su verdadera pasión, la literatura. Nada irritaba más a Pablo R. que comprobar cómo se le escurrían entre los dedos, si no las ideas fundamentales de sus relatos, sí aquellas imágenes que, entrevistas fugazmente en un momento de inesperada e incontrolable lucidez, eran ya opacas y anodinas cuando le resultaba posible plasmarlas en un papel. Nada le hubiera gustado más a Pablo R. que poderse dedicar de forma exclusiva a la literatura como y cuando mejor le pluguiera; y ahora, por fin, podía hacerlo.

Pablo R. lo intentó con una tenacidad que nada tenía que envidiar a la que poseía antes de su accidente, pero por desgracia para él su mente ya no era la misma y esa esquiva y veleidosa habilidad mental que habitualmente es conocida con el nombre de inspiración, parecía haberle abandonado por completo.

En un principio este inconveniente no le inquietó demasiado; de sobra sabía que su creatividad no era constante sino intermitente y, además, caprichosa. Los períodos de sequía intelectual no le resultaban extraños, por lo que teniendo en cuenta la trabajosa reconstrucción de su mente acaecida en los últimos años era lógico esperar que la inspiración literaria se le mostrara esquiva.

Paciencia: Esa era la palabra clave. Pero la inactividad de consumía. Intentó escribir cosas sencillas, apenas unos divertimentos comparadas con sus anteriores creaciones; pero cuando en el periódico en el cual había sido un afamado colaborador durante años le rechazaron sus artículos recomendándole amablemente que se tomara un descanso, comenzó a temer que ya nada volviera a ser igual que antes.

La sociedad siempre ha sido ingrata y olvidadiza, y el vacío que Pablo R. dejara en sus actividades públicas (periódicos, tertulias, entrevistas...) había sido cubierto rápidamente por unos recién llegados que ahora se resistían a hacerle un hueco entre ellos. Bien, esto era de esperar; pero aunque nadie o casi nadie se acordara ya de él, debería haberle sido relativamente sencillo reivindicar su antigua posición esgrimiendo como irrebatibles argumentos sus pasados y brillantes logros.

Pero no fue así. En realidad todos le dieron buenas palabras, pero la propuesta unánime fue, con distintos matices, que se lo tomara con calma aguardando a que su recuperación fuera total. Este rechazo generalizado acabó irritándolo, convencido como estaba de que todo se debía a que sus colaboraciones habían pasado de moda. Sin embargo sus amigos, los escasos amigos que habían sobrevivido a su naufragio, intentaron convencerle de que no les faltaba razón a quienes le habían rechazado.

Sus nuevos artículos, le dijeron, eran correctos y traslucían el buen oficio que siempre le había caracterizado; pero por desgracia carecían de esa chispa suya que los diferenciaba del resto de los publicados por otros escritores. No estaban mal del todo, insistían sus amigos intentando quitarle hierro al asunto, pero resultaban anodinos y carentes de originalidad. En otra persona habrían sido aceptables, pero en él... Pablo R. no se podía permitir el lujo, concluían, de reencontrarse con sus lectores sin antes haber recuperado su antiguo nivel.

A regañadientes, y forzado por las circunstancias, Pablo R. aceptó las críticas renunciando por el momento a continuar con su faceta periodística. Pero como para él no poder escribir era como no poder ver, abordó la redacción de una nueva obra, la primera que escribía desde su accidente.

En realidad ya la tenía esbozada cuando ocurrió éste, por lo que le bastó con buscar los borradores -apenas unos bocetos- y releerlos para intentar retomar la narración. Cierto era que había pasado mucho tiempo -varios años- desde que se viera forzado a abandonarlos, tiempo durante el cual bastante había tenido con luchar denodadamente por salvar su mente del caos; pero estaba acostumbrado a dejar trabajos inconclusos por una falta momentánea de ideas para retomarlos más tarde cuando éstas volvían a surgir en su cerebro.

Leyó, pues, detenidamente los bocetos estudiándolos casi, repitiendo varias veces la lectura en busca de la inspiración perdida. Intentó, incluso, completar alguno de los fragmentos más desarrollados, pero todo resultó completamente inútil. Simplemente, no podía. No era que no le salieran bien las cosas, ni tampoco que quedara insatisfecho de lo escrito; en realidad, le resultaba imposible redactar algo que no fuera medianamente comparable con todo lo que escribiera con anterioridad a su accidente.

Rabioso y desesperado visitó a los médicos que le habían tratado, esos mismos médicos que le dieran el alta al considerarle curado. Éstos le explicaron muy amablemente que era normal que su cerebro arrastrara todavía alguna secuela aunque, añadieron con satisfacción, éstas habían resultado ser tan insignificantes que no le impedirían llevar una vida completamente normal. Sí, sabían que él había sido un conocido escritor, y suponían que la imposibilidad de continuar con su carrera literaria, irrelevante para la inmensa mayoría de las personas, para él podía resultar un grave inconveniente; de hecho, su caso no era muy diferente del de los deportistas de élite que tras sufrir un grave accidente se veían obligados a abandonar las competiciones, lo que no les impedía continuar practicando su afición en privado. ¡Qué se le iba a hacer! Al fin y al cabo, debería estar satisfecho por haberse recuperado de forma tan completa, ya que otros muchos no habían tenido la misma suerte que él.

A su pregunta, casi una súplica, acerca de si podría acabar recuperando plenamente sus facultades en un futuro, la respuesta fue tan ambigua como pragmática: La medicina no era una ciencia exacta y cada persona era diferente del resto, por lo que no se podía saber si la recuperación de su cerebro continuaría aún o si, por el contrario, no pasaría nunca de allí. Los estudios realizados indicaban que su cerebro había sufrido daños irreversibles, aunque limitados; pero se trataba de un órgano muy flexible en el cual era relativamente factible que las funciones desempeñadas por las áreas dañadas pudieran ser asumidas por otras sanas tras un tiempo de adaptación, por lo que la posibilidad apuntada existía aunque no se pudiera cuantificar.

La posibilidad existía... También entraba dentro de lo posible que le tocara la lotería, y nunca había pasado del reintegro. Además, esa vaga esperanza no le satisfacía. Él quería escribir, quería volver a ser el que fuera antes; hubiera preferido mil veces quedar inválido, ciego incluso... Todo antes que perder su capacidad creativa.

No se resignó, puesto que en ello le iba la única motivación verdadera de su existencia. Visitó a varios neurólogos, consumió prácticamente la totalidad de su cada vez más exiguo patrimonio, cosechó una colección de promesas piadosas y de dudas impotentes... Sin conseguir en ningún momento lo que deseaba. Al parecer el destino había querido que el Pablo R. escritor muriera mientras el Pablo R. persona sobrevivía, ya que todo parecía indicar que esta situación habría de ser irreversible.

Fue necesario que transcurrieran varios años para que Pablo R. se resignara. Seguía existiendo una remota posibilidad, en ello habían coincidido todos los médicos consultados, pero a él esto no le servía de consuelo. Sabía que ya nunca podría volver a escribir como antes, y eso era suficiente para él.

Intentó entonces adaptarse definitivamente a su nueva vida convirtiéndose en uno de tantos mediocres que constelan y conforman a cualquier sociedad, pero fracasó estrepitosamente. No podía ser de otra manera; un ciego de nacimiento nunca podrá añorar realmente la visión de la que no ha disfrutado nunca, pero cosa muy distinta era cuando una persona adulta la perdía de forma definitiva. Éste era el caso de Pablo R.: En un mundo en el que todas las personas carentes de creatividad (es decir, la mayor parte de la población del mismo) desconocían su limitación o, si lo eran, no pasaban de tener una difusa conciencia de ello, Pablo R. había tenido la desgracia de haber perdido su clarividencia siendo dolorosamente consciente de ello. Y Pablo R. lloró, lloró como nunca en su vida lo había hecho, como nunca imaginara que pudiera llegar a hacerlo.

Un día, cuando paseaba en solitario por un parque, un desconocido se acercó a él identificándose como un admirador de sus libros. El incidente no acabó en la comisaría gracias a que esta persona fue sensata y comprendió rápidamente que algún tipo de desgracia desgarraba a su atribulado espíritu, pero desde luego su comportamiento hacia ella no había podido ser más descortés. En otra ocasión destruyó, en un arranque de desesperación, todos los ejemplares que poseía de sus libros haciendo lo mismo con los originales y hasta con las mismas copias de ordenador... Presa de una repentina furia iconoclasta intentó hacer lo mismo con las bibliotecas de sus amigos, llegando incluso a exigir a la editorial la retirada de todos los libros suyos que aún estuvieran sin vender. Sus amigos fueron condescendientes limitándose a responderle con mentiras piadosas, pero la editorial tuvo que amenazarlo con una querella por daños y perjuicios para conseguir que desistiera de sus propósitos.

Una nueva visita, esta vez forzada, a los médicos y un cambio en la medicación le devolvieron aparentemente a la normalidad, pero... ¿merecía realmente la pena?




NOTA DEL EDITOR


Aquí acaba el relato inconcluso de Alberto Humanes, publicado ahora por vez primera cinco años después de su fallecimiento. Puesto que son sobradamente conocidas las desgraciadas circunstancias en las que se desarrolló la enfermedad mental que le condujo finalmente a la muerte, renunciamos a reflejarlas en detalle aquí; sin embargo, la sorprendente coincidencia del relato con lo que realmente le ocurrió años después a su autor merece ciertamente una reflexión.

Alberto Humanes comenzó a escribir El paraíso perdido apenas unas semanas antes de sufrir el infarto cerebral que le provocó la demencia que habría de arruinar irreversiblemente su carrera literaria. De hecho, estaba escribiéndolo cuando se produjo el accidente, razón por la cual este relato que no pudo ser terminado ha de ser considerado como su obra postrera.

Por increíble que parezca el desarrollo de la enfermedad mental de Alberto Humanes resultó ser totalmente similar al descrito en el relato, tal como si una extraña premonición le hubiera advertido de la tragedia que le iba a acontecer en un futuro inmediato. Fuera como fuese, lo cierto es que Alberto Humanes logró recuperarse de su grave enfermedad pudiendo incluso llevar una vida relativamente normal. Sin embargo, y según testimonios de personas allegadas a él, fracasó en todos sus intentos de retomar su actividad literaria, hecho que le causó una profunda frustración que acabó convirtiéndose en depresión.

En cuanto a la muerte de Alberto Humanes, nada podemos afirmar en concreto. Parece indudable que la depresión que le produjo saber que nunca más podría escribir tuvo mucho que ver en su estado anímico, pero resulta imposible saber si Humanes se suicidó o si, por el contrario, se trató tan sólo de un desgraciado accidente favorecido por la abulia que le invadió en los últimos años de su vida. En cualquier caso, es evidente que Alberto Humanes había perdido ya todo interés por vivir.

Para terminar, no podemos ignorar las circunstancias casi rocambolescas por las que el original de este relato se salvó del auto de fe mediante el cual Alberto Humanes destruyó todas las obras que tenía en su poder apenas unos días antes de su fallecimiento; se trata de una coincidencia más con el imaginario Pablo R., aunque aquí cabe la posibilidad de que Humanes leyera el manuscrito inconcluso al intentar terminarlo, inspirándose en él para imitar la iniciativa. De un modo u otro, lo cierto es que Humanes destruyó no sólo todos los originales de sus libros, copias informáticas incluidas, sino que también hizo desaparecer, y esto fue mucho más grave puesto que se perdieron para siempre, los borradores de sus obras inéditas. Sólo el azar quiso que Humanes, que tenía por costumbre no dar nunca a conocer sus relatos antes de que éstos estuvieran totalmente terminados, remitiera a un amigo por error un disco que contenía la copia inconclusa de El paraíso perdido que ahora publicamos.

La pregunta inmediata que se nos plantea ahora es cual final hubiera dado Humanes a su relato de no haber sufrido la enfermedad mental; aquí únicamente podemos especular, pero resulta tentador suponer que, de haber podido hacerlo, Humanes habría dado a su personaje un fin similar al que sufrió él en realidad, llevando así la dualidad Pablo R.-Alberto Humanes hasta sus últimas consecuencias. En cualquier caso, lo que resulta evidente es que El paraíso perdido es una de las raras obras literarias en las cuales la realidad y la ficción se funden de forma tan increíble como turbadora.


Publicado en 2007 en el número 6 de Miasma
Actualizado el 26-1-2014