Una cuestión de semántica



No cabe la menor duda de que la profesión de periodista, amén de sus innegables ventajas, lleva también consigo toda una serie de inconvenientes, graves a veces, que la convierten en algo muy especial difícil de asumir para todo aquél que no esté predispuesto favorablemente hacia ella.

Desde muy temprano supe que éste era mi caso. Yo amaba el periodismo, a mi manera por supuesto, pero lo amaba. No me apasionaba en modo alguno un periodismo violento al estilo de los corresponsales de guerra, ya que siempre he odiado la violencia; ni tampoco el de sucesos, puesto que me repugna la morbosidad; si a esto unimos que la política me aburre y la economía me deja frío e indiferente a partir del séptimo cero, se comprenderá fácilmente cómo a priori no parecían quedarme muchas posibilidades... Pero a pesar de todo el arte de la información me atraía de una manera inexorable, por lo que no cejé hasta que pude encontrar una parcela del periodismo que encajara dentro de mis aptitudes.

La encontré al cabo de no demasiado tiempo, convirtiéndome en el experto en temas científicos de un diario nacional... Lo que no era demasiado desde que la mayor parte de Europa pasara a ser realmente una unidad política, económica y cultural, pero sí lo suficiente como para tener algunos centenares de miles de lectores desperdigados por toda la Península Ibérica... Y eso para mí bastaba.

Mi labor, consolidada a lo largo de más de diez (¿o eran ya once?) años de ejercicio activo de mi profesión, me había convertido en un sólido y seguro profesional. Mi formación científica, bastante superior a la media a pesar de no estar respaldada por ningún titulo universitario, me había permitido acceder con relativa facilidad a los distintos estamentos científicos que podían resultar interesantes para mis lectores, lo que había provocado con el transcurso de los años que mis relaciones con doctores y profesores de distintas disciplinas científicas hubieran rebasado en bastantes ocasiones los estrechos limites de la relación meramente profesional para acabar convirtiéndose en una amistad personal.

Uno de estos casos, sin duda el más evidente era la sólida amistad que desde hacía varios años me unía con Víctor Aranda, ingeniero astronáutico responsable de la sección de mantenimiento de la flota mercante que, propiedad de la Compañía Minera Europea del Sistema Solar, tenía por misión el transporte de los vitales minerales metálicos extraídos por todo el disperso cinturón de asteroides; minerales que, agotados ya buena parte de los yacimientos terrestres, constituían una fuente de materias primas imprescindible para la superindustrializada y superpoblada Europa.

Recuerdo aún hoy perfectamente el origen de nuestra relación, la cual se remontaba a seis años atrás: El director de mi periódico me había encomendado un reportaje sobre la minería de los metales pesados, lo que resultaba ser prácticamente lo mismo que enviarme de cabeza a las oficinas españolas de la Compañía Minera, monopolizadora en la práctica de todos los yacimientos europeos situados más allá de la atmósfera... Y no olvido aquel complejo de pelota de tenis que me invadió una vez que me vi remitido de una oficina a otra, implorando cual ánima en pena siquiera una pequeña explicación...

Pero la burocracia es la burocracia, por lo que yo, inocente víctima, rodé al menos por seis o siete despachos antes de caer casi por casualidad en el de Víctor. Teóricamente él no era ni mucho menos la persona más adecuada para los fines que yo buscaba ya que Víctor era responsable no de la extracción del mineral ni tampoco de su procesamiento, sino tan sólo de su transporte y eso únicamente cuando el destino de los cargueros fuera uno de los diversos cosmódromos existentes en España o en Portugal... Pero Víctor, al contrario de todos sus hoscos compañeros, accedió amablemente a atenderme, y esto fue entonces suficiente para mí.

Víctor no era lógicamente un experto en el tema minero, pero poseía una amplia base científica que le permitió disertar airosamente sobre el mismo; además, y esto era lo más importante, resultó ser un gran divulgador. Por él mis lectores conocieron, de una manera tan amena como instructiva, la gran escasez de metales pesados existente en nuestro planeta, así como la necesidad imperiosa de obtenerlos fuese donde fuese... Es decir, fuera de nuestra esquilmada Tierra.

Afortunadamente hacía ya tiempo que la astronáutica estaba lo suficientemente madura como para poner al alcance del siempre inquieto hombre la totalidad del sistema solar, por lo que muy pronto los iniciales viajes de exploración, de gran resonancia histórica y política pero de nula utilidad práctica, dejaron paso a las misiones científicas encargadas de prospectar geológicamente todos los astros mayores y buena parte de los menores de nuestro sistema planetario.

Las conclusiones obtenidas respecto a la posibilidad de explotar económicamente nuestro sistema solar resultaron ser relativamente rápidas: la Luna y Marte, astros fundamentalmente rocosos, fueron prontamente desechados al carecer ambos de yacimientos metálicos en cantidades apreciables. Mercurio y Venus habían ofrecido a priori mejores perspectivas, pero las extremadas temperaturas producto de la cercanía al Sol del primero, y la endiablada atmósfera del segundo, hubieran dificultado de tal manera el trabajo que, al igual que los anteriores, también tuvieron que ser descartados. Con los planetas gigantes, tan sólo unas enormes bolas de gases, era evidente que no se podía contar, y en lo referente a sus numerosos satélites y al lejano Plutón, pronto se descubrió que en su mayor parte eran unos meros témpanos de hielo.

La situación, pues, hubiera resultado de muy difícil solución de no contarse con la existencia de los miles de guijarros cósmicos conocidos con el nombre de asteroides. Evidentemente no todos ellos servían para los fines de los ávidos terrestres, pero entre tan elevado número pudieron descubrirse con facilidad numerosos planetillos que resultaron ser unos excelentes yacimientos metálicos. Rápidamente fueron organizadas las labores de extracción de minerales las cuales, facilitadas por el pequeño tamaño (y por consiguiente la prácticamente nula gravedad) de los asteroides, pronto pudieron surtir a la Tierra de todas o casi todas las materias primas que en ella se necesitaban.

El mineral en bruto, había continuado mi amigo, apenas era arrancado de las entrañas de estos pequeños cuerpos celestes era transportado a las bases centrales de las distintas compañías con concesiones mineras en el cinturón, que en el caso de la europea era el asteroide Flora, y tras sufrir allí un primer procesado era conducido a la Tierra por las diferentes flotas mercantes. Allí era donde comenzaba la responsabilidad de Víctor, puesto que era él el máximo responsable de las astronaves que, cargadas de mineral, hacían el largo trayecto existente entre el asteroide Flora y los cosmódromos situados en la Península Ibérica. Por fin los valiosos cargamentos de mineral eran trasladados a las distintas plantas de procesamiento, de donde salían convertidos en lingotes de metales tan preciados para la industria como el platino, el iridio, el titanio, el circonio, el wolframio o el rodio.

Huyendo de todo atisbo de falsa modestia no tengo por menos que reconocer que mi reportaje, encuadrado dentro de un monográfico especial dedicado al Sistema Solar, resultó ser todo un éxito, éxito al que contribuyó sin el menor género de dudas mi desde entonces amigo Víctor. A partir de entonces todo fue ya sencillo: Nuestra relación se fue afianzando poco a poco favorecida por una notable afinidad de caracteres y una no menos firme coincidencia en nuestros gustos y aficiones, incluyendo claro está nuestras recalcitrantes solterías. A partir de entonces habían sido numerosas las ocasiones en que Víctor y yo habíamos dialogado sobre diferentes temas científicos de interés común, en ocasiones con motivo de la redacción por parte mía de un articulo para el periódico, y en otras como producto de una simple satisfacción personal.

Aquel lluvioso día de finales de marzo lo único que yo pretendía era invitarlo a cenar. Ambos éramos austeros y nuestra vida social no era, precisamente, lo que se puede llamar intensa; antes bien deberíamos ser calificados como unos ermitaños convencidos. Pero a pesar de todo teníamos nuestros pequeños ritos, y uno de ellos era la cena anual con la que solíamos celebrar todos los años el equinoccio de primavera.

Sin embargo, aquel año se verían trastrocados todos nuestros minuciosos planes. Extrañado por no haber recibido noticias suyas a pesar de encontrarnos ya en vísperas del día de la cena opté finalmente por llamarle a su casa; lo tardío de la hora (eran casi las diez de la noche) era una buena garantía en favor de su presencia allí; pero en contra de lo que yo esperaba, el contestador automático me informó que mi amigo continuaba aún en su oficina.

Nunca ha resultado nada fácil establecer contacto telefónico (y no digamos ya personal) con ninguno de los despachos de la Compañía Minera, pero yo conocía el número caliente de mi amigo, lo que me permitía entrar en contacto con él siempre que lo deseara sin necesidad de tener que pasar por el exasperante vía crucis que en forma de interminables filtros establecían las siempre celosas e impertinentes secretarias de la compañía.

Llamé pues a su despacho extrañado por su inhabitual aislamiento, y allí me encontré con un Víctor Aranda de aspecto fatigado y abatido, alguien completamente distinto a la persona jovial y activa con la que yo estaba acostumbrado a tratar. Su imagen, fielmente transmitida por la pantalla visora, era una patente muestra de la preocupación más intensa.

Algo grave está pasando. -me dijo mi intuición periodística; e inicié la conversación dirigiéndole un convencional saludo.

-¡Ah, Fernando, eres tú! -me respondió apagadamente- Me alegro de verte. Por cierto... Me temo que tendremos que aplazar nuestra cena; tenemos problemas aquí.

-¿Qué problemas? -pregunté.

-Pues... -se interrumpió, mirándome con desconfianza a través de la pantalla- ¿Estoy hablando con el amigo o con el periodista?

-Eso te corresponde decidirlo a ti; -respondí divertido- sabes de sobra que nunca he publicado nada en contra de tu voluntad.

-Está bien. -suspiró- Pero ten bien presente que ahora eres mi amigo Fernando.

-Seré una tumba. -reí- Y ahora, desembucha.

-Se nos ha perdido una nave. -respondió bruscamente mi amigo- Llevamos cerca de tres días buscándola sin el menor resultado... Parece como si se la hubiera tragado el espacio.

-Escucha... -empecé a decir.

-Tengo una idea. -me interrumpió- ¿Por qué no vienes aquí? Esto me servirá para poder descargar mi tensión nerviosa. Te confieso que me encuentro a punto de estallar.

-Como quieras; -contesté sorprendido- por mi parte no existe el más mínimo inconveniente... Pero mucho me temo que no me va a resultar nada fácil entrar allí si hay montado el revuelo que sospecho.

-No te falta razón; esto parece un manicomio. Pero te extenderé un pase especial; no tendrás problemas.

No los tuve, si exceptuamos a una secretaria histérica que se empeñó en no dejarme pasar por muchos pases especiales que llevara; hasta que se enteró Víctor, claro está. Supongo que esta secretaria no volverá a impedir la entrada a nadie. Solventado el incidente pude llegar, ya sin el menor obstáculo, al despacho de mi amigo, donde conocí por su boca todos los detalles de tan extraña desaparición.

-Se trata de la Melpómene, uno de los más modernos cargueros de nuestra compañía. -comenzó a explicarme Víctor- Hace dos semanas partió de nuestra base de Flora, cargada con óxido de wolframio, con destino al cosmódromo de Los Monegros.

-Lo que hace que este vuelo caiga bajo tu responsabilidad.

-En efecto. -confirmó inclinando la cabeza hacia el suelo en un claro gesto de abatimiento- Durante todo el trayecto el viaje transcurrió con total normalidad; tal como está establecido la nave conectó por radio en todos los puntos reglamentados comunicándonos en todas las ocasiones que todo iba bien. Así hasta que alcanzaron la órbita de la Luna, y entonces...

-Perdisteis el contacto con ellos. -aventuré.

-No fue exactamente así. -puntualizó al tiempo que me miraba fijamente a los ojos- Al llegar al medio millón de kilómetros de distancia, es decir, bastante más allá de la órbita lunar, emitieron su último parte... Si todo transcurre con normalidad los cargueros no vuelven a conectar por radio con la base hasta después de haber penetrado en la atmósfera; es un problema de la red de satélites de comunicaciones, que dejan una zona en blanco, y por otro lado el trayecto entre la Luna y la Tierra suele ser considerado tan seguro que no existen medidas especiales de control.

-Entonces, ¿cuál es el problema? -me extrañé.

-Si todo hubiera transcurrido con normalidad la Melpómene no debería haber emitido ningún mensaje; -al llegar aquí mi amigo se interrumpió como si le faltara aire para respirar, continuando tras una breve pausa- pero poco después de haber establecido el último contacto de rutina, justo cuando debía de encontrarse a mitad de camino entre ambos astros, emitió un mensaje de socorro va a hacer ahora tres días.

-¿Qué decía? -el tema comenzaba a interesarme.

-En realidad muy poco, ya que las condiciones de recepción fueron muy desfavorables y el mensaje llegó hasta nosotros de una forma fragmentaria; pero pudimos saber que habían tenido una avería en los mandos que les había privado del control de la nave. Navegaban con el piloto automático sin posibilidad de cambiar el rumbo pero, afortunadamente, con los motores intactos.

-¿Qué ocurre en estos casos? -evidentemente yo ignoraba todo acerca de los detalles técnicos de la navegación interplanetaria.

-Con una nave más antigua sus posibilidades de salvación hubieran sido prácticamente nulas. -masculló mi interlocutor con tono sombrío- Pero por fortuna tripulaban una nave de la serie Erídano.

-Que según tú son las más modernas.

-En efecto. Estos cargueros están equipados con una serie de mecanismos de seguridad que hacen prácticamente imposible que un accidente de estas características pueda tener consecuencias funestas.

-Pero sin controles... -objeté.

-El piloto automático es capaz de posar la nave, mejor o peor, en el lugar más escarpado de forma más segura que los pilotos humanos.

-Entonces, ¿cuál es el problema? -pregunté extrañado- Se habrán dirigido hacia algún cosmódromo.

-¡Ojalá fuera tan fácil! -suspiró mi amigo al tiempo que me ofrecía un cigarrillo- Normalmente no se suele conectar el piloto automático hasta que no se ha penetrado en la atmósfera... Siempre puedes encontrarte de frente con un cohete estratosférico despistado.

-¿No estaba conectado el piloto automático en el momento del accidente? -le interrumpí al tiempo que negaba con la cabeza; Víctor sabía de sobra que yo no fumaba.

-¡Oh! Perdona, ya no me acordaba. -se disculpó al tiempo que se retrepaba en su asiento encendiendo su cigarrillo- No, no estaba conectado todavía, pero se puso en marcha automáticamente en el momento en que fallaron los mandos principales... Lo que quiere decir que les habrá conducido hasta algún punto de acuerdo con la posición y el rumbo que la Melpómene llevaba en ese momento; punto que resulta poco menos que imposible de calcular con los escasos datos de que disponemos.

-¿No informaron los tripulantes del rumbo que llevaban después del accidente? -indagué al tiempo que luchaba con la nube de humo que tenazmente se interponía entre Víctor y yo- Supongo que ellos sí podrían calcularlo.

-Sí, claro... Suponiendo que no quedaran también inutilizados los ordenadores de a bordo, cosa poco probable a juzgar por lo que hemos podido reconstruir del mensaje. -respondió mi amigo al tiempo que aplastaba nerviosamente contra un cenicero el cigarrillo apenas empezado.

-Entonces hay algo que no acabo de comprender. -me sentía aliviado al comprobar que Víctor había dejado de fumar; nunca he podido soportar el humo.

-Tú dirás... -concedió éste al tiempo que me obsequiaba con una beatífica sonrisa en la que se podía entrever no poco de conmiseración.

-Tú mismo acabas de decir que emitieron una llamada de socorro.

-Sí.

-Entonces es de suponer que dijeran hacia dónde se dirigían; ¿cómo si no se podría organizar una expedición de rescate?

-Y lo intentaron. -suspiró mi amigo al tiempo que se revolvía con inquietud en su asiento- Pero ya te he dicho que recibimos el mensaje de una manera fragmentaria, probablemente porque su emisora de radio también debió de quedar dañada. Sus palabras textuales en lo que respecta a su destino fueron las siguientes: "Aterrizaremos en Gal..." Y aquí se cortó la comunicación de una manera definitiva sin que pudiéramos restablecer de nuevo el contacto.

-Gal... -comenté yo- Es una pista.

-Así lo creímos nosotros. -concedió Víctor- Por eso, y una vez que calculamos que ya deberían haber aterrizado, comenzamos a buscar en Galicia. Era una suposición bastante lógica puesto que la distancia existente entre Aragón y Galicia es relativamente pequeña.

-¿Me equivoco si supongo que no habéis encontrado la nave en Galicia? -aventuré.

-Lo sabes de sobra. -gruñó- Desde entonces hemos estado rastreando por toda Galicia sin el menor resultado; ahora bien, tú sabes que se trata de un terreno sumamente accidentado, lo que dificulta bastante nuestra labor. De todas formas comienzan a ser muy escasas las posibilidades de que la nave aterrizara realmente allí. -concluyó.

-Bien, puede que cayera al mar... O que se desviara de la ruta prevista.

-Ya lo hemos tenido en cuenta. De haber caído al mar flotaría sin el menor problema y no habría tardado mucho en ser descubierta, puesto que también se rastreó toda la costa. Y en lo que respecta a la segunda posibilidad, ni siquiera la hemos tenido en cuenta.

-¿Por qué? -pregunté extrañado y, por qué no confesarlo, también algo picado- A mí no me parece tan descabellado, y a juzgar por el fracaso del rastreo...

-Mi querido amigo, tú no sabes prácticamente nada acerca del funcionamiento de las astronaves modernas. -respondió Víctor de una manera afable rozando casi la impertinencia- Una vez que el piloto automático ha tomado un rumbo, y no nos cabe la menor duda de que lo tomó, las posibilidades de una desviación son ínfimas; tan poco probables de hecho que no merece la pena que sean tenidas en cuenta.

-Pudo haber chocado con algo... -aduje con perseverancia- Tú mismo citaste a los cohetes estratosféricos.

-Sí, eso hubiera podido ocurrir de haber invadido las vías reservadas para éstos. -concedió con desgana- ¿Pero crees tú que de haber chocado la Melpómene con un cohete o con un satélite no nos hubiéramos enterado?

El argumento, huelga decirlo, me desarmó por completo. Pero yo siempre he tenido fama de ser bastante tozudo y nunca me ha gustado dar mi brazo a torcer antes de tiempo.

-Un meteorito...

-Puede... estadísticamente. Existe más o menos la misma probabilidad de que ocurra esto de que a ti te persiga por la calle un rinoceronte furioso.

-En resumen: que la nave o sus pedazos deben de estar en esa Gal... ¡Oye! -exclamé de repente, inspirado por una nueva idea- ¿No habrá otros lugares distintos de Galicia cuyos nombres comiencen también por la misma sílaba?

-Olvídalo. -suspiró mi interlocutor al tiempo que negaba con la cabeza- Ya hemos pensado en ello; hay no menos de sesenta o setenta topónimos que empiezan así.

-¿Y habéis buscado en todos?

-¡Oh, no! No merecía la pena. La inmensa mayoría son tan poco conocidos que dudo mucho que puedan ser identificados por alguien más que por los naturales de allí.

-Pero algunos sí son importantes. -objeté impertérrito- Por ejemplo, Gales.

-Sí, hay varios que merecieron ser tenidos en cuenta... País de Gales, como bien has dicho, y además la Galitzia polaca, la Galilea israelí y la Gallipoli turca.

-¿Lo habéis comprobado?

-Bien... -mi amigo vaciló un momento mientras se apoyaba con los codos en la mesa sujetándose la barbilla con las manos- Los astronautas no suelen ser unos expertos en geografía; además, tanto el capitán de la Melpómene como la mayor parte de la tripulación eran españoles. Por eso creímos que la palabra que quisieron decir era Galicia; no era fácil que de haber sido uno de los otros lugares hubieran precisado tanto; seguramente se habrían limitado a decir el nombre del país.

-Entonces no habéis comprobado ninguna de las demás posibilidades. -insistí.

-¡Oh, no! -se indignó Víctor- Al principio nos limitamos a buscar en Galicia, eso es cierto, pero al ver que no aparecían comenzamos a rastrear en los lugares que te he citado. No hemos tenido tiempo todavía de hacer un barrido tan exhaustivo como en el caso español, pero sí hemos buscado en todos estos lugares aunque sin resultado hasta ahora.

-Eso nos deja en el mismo lugar del que partimos. -comenté con sorna.

-Sí, no te equivocas. -Víctor se había levantado de su butaca y recorría con grandes zancadas el estrecho recinto de su despacho- Estamos en un callejón sin salida y lo peor de todo es que no sabemos cómo salir de él.

-¿No podéis reconstruir la trayectoria de la nave? -insistí, redundando sobre un tema que ya habíamos dejado aparentemente zanjado.

-No. -me espetó Víctor, esta vez sentado nerviosamente en el borde de la mesa- Ya te lo he dicho antes; si la llamada de socorro hubiera sido emitida en las frecuencias normales, no habría supuesto el menor problema. Pero su radio estaba averiada y no tuvieron otra posibilidad que la de emitir el mensaje en una de las frecuencias auxiliares que casi nadie escucha. La señal, muy débil y fuertemente interferida, tan sólo fue captada por un satélite de comunicaciones chino que la remitió a Shangai, llegándonos en unas condiciones en las que resultó imposible cualquier intento de triangulación. Lo único que sabemos con seguridad es que la nave debía encontrarse entonces en algún lugar situado entre la Tierra y la Luna.

Tras tan desalentadoras palabras un ominoso silencio se extendió como una losa por la habitación. Ninguno de los dos teníamos el menor deseo de reiniciar una conversación que parecía haber agotado todas las posibilidades de ser continuada... Pero al cabo de un tiempo que soy por completo incapaz de cuantificar, volví a romper el hielo insistiendo una vez más en el tema para desesperación de mi viejo amigo.

-Entre la Tierra y la Luna... -musité- ¡Oye! ¿Y por qué no en la Luna?

-Imposible. -me espetó con una brusquedad que me sorprendió.

-¿Por qué? -le pregunté, herido en mi amor propio- Si en la Tierra no están...

-¿Y quién ha dicho que no estén? -aulló- Además esto no puede ser. -insistió- Dijeron claramente que aterrizaban.

-¿Y...?

-¿Pues qué va a ser? -explotó definitivamente al tiempo que volvía a dar sus paseos en torno al despacho- Dijeron que aterrizaban, -recalcó esta última palabra- lo que quiere decir que descendieron en la Tierra; de haberlo hecho en la Luna habrían utilizado la palabra alunizar.

-No estoy de acuerdo. -me defendí con tesón- Este argumento no es en modo alguno válido.

-Dame una buena razón. -Víctor había pasado súbitamente de la excitación a la placidez y se hallaba hundido en su sillón con los ojos perdidos en el infinito.

-Es muy sencillo. -sonreí al tiempo que me sentaba; hasta entonces no me había percatado de que estaba de pie- los españoles solemos confundirnos con esta palabra a contrario de lo que ocurre en otros idiomas.

-No me dirás que...

-Te lo digo. -sentencié con todo el aplomo del que fui capaz- Nosotros usamos una misma palabra, tierra, para definir dos cosas bien distintas, el planeta y el suelo.

-Un tanto sutil la distinción, ¿no te parece? Pero no creo que ignores que todo el mundo utiliza de hecho la palabra alunizar.

-En España. -puntualicé- Pero no por ello deja de ser un vicio, por muy extendido que esté.

-Si tú lo dices... -ironizó Víctor al tiempo que, para desesperación mía, encendía un nuevo cigarrillo.

-Te pongas como te pongas, aterrizar significa simplemente tomar tierra y no descender a la Tierra; y tanto se toma tierra en la Tierra como en la Luna o en cualquier otro astro... Suponiendo que tenga superficie sólida, claro está. -la nueva nube de humo que se alzaba frente a mí no había contribuido precisamente a calmar mis ánimos- Y si aún no te lo crees, observa cómo se habla de amerizar y no de aterrizar... A pesar de que todos los mares forman parte evidente de la Tierra.

-Pero el capitán era español y el mensaje fue emitido en nuestro propio idioma. -Víctor se resistía a darme la razón pero cada vez luchaba con menos ímpetu- Según tu razonamiento tendría que haber utilizado la palabra alunizar, pero tú mismo acabas de reconocer que los españoles solemos equivocarnos al utilizar este verbo.

-No lo creas; aunque fuera español es lógico suponer que estuviera acostumbrado a utilizar otros idiomas en los que tal error no existe... El inglés, por ejemplo, en el que se distingue perfectamente entre Earth y land. No es de extrañar que fuera plenamente consciente de esta anomalía que suele pasar desapercibida en otros ambientes pero no en el suyo. ¿Te convences?

-A mí me convencería cualquier cosa que fuera capaz de hacer aparecer a la Melpómene. -musitó mi amigo repentinamente vuelto a la realidad- Cualquier cosa.

-A pesar de lo que opinas, no es una idea descabellada la de buscar el carguero en la Luna. -yo había puesto toda la carne que me quedaba en el asador- ¿sabes si hay allí algún lugar que empiece por Gal?

-No tengo ni idea. -respondió encogiéndose de hombros- Pero si quieres salir de dudas, ahí tienes un atlas.

Satisfecho por poder huir, siquiera un momento, de la gran nube de humo que se cernía de nuevo en torno a mi amigo, me dirigí hacia la estantería que éste me había señalado, situada en la parte opuesta de la habitación.

-¿Qué, encuentras algo? -me preguntó con una entonación en la que se mezclaban en extraño maridaje la burla, el escepticismo y el miedo.

-Pues sí. Hay un circo llamado Galileo, un cráter dedicado a Galvani y un segundo cráter denominado Galle... Tienes incluso donde elegir.

-¿Y si no tuvieras razón? -el miedo de mi amigo resultaba ya patente.

-Es sólo una hipótesis... Que puede estar equivocada, pero que puede resultar cierta. -me sentía ya cerca del triunfo aunque el esfuerzo me había dejado agotado- Ahora bien, no es más disparatada que la de buscar la nave en Galicia o en el País de Gales. Yo que tú haría una llamada a alguna de nuestras bases lunares; poco hay que perder, y quizá sea mucho lo que podamos ganar.

Víctor no respondió, pero su cara era un perfecto muestrario de sus encontradas emociones; la responsabilidad le había tronchado literalmente. Durante un largo y eterno minuto permaneció indeciso, inmóvil en su cómica y a la vez patética postura, para por fin decidirse y coger el teléfono, mudo testigo de su intenso drama.

-Teresa, póngame con Base Copérnico. ¿Cómo que dónde está? ¿Dónde va a estar? En la Luna. Sí, ha oído bien: La L-U-N-A. No, no puedo darle explicaciones ahora. Sí, por supuesto que es de máxima prioridad; yo soy quien corre con toda la responsabilidad. ¡Pero dese prisa! Las vidas de diez hombres pueden estar pendientes de un hilo. -aulló con verdadera desesperación.

El resto de la historia es conocido por todos. Cinco horas más tarde una patrullera perteneciente a la Base Copérnico descubría a la Melpómene y a todos sus tripulantes, maltrechos pero sanos y salvos, en el interior del circo de Galileo. La operación de salvamento se había saldado con el más rotundo de los éxitos, lo que sirvió para que mi buen amigo Víctor Aranda se convirtiera de la noche a la mañana en uno de los más importantes personajes de la astronáutica comercial europea; con todo merecimiento, por supuesto. En lo que a mi respeta, aunque procuré no eclipsar el éxito de mi amigo, también me vería beneficiado en mi prestigio como periodista; lo cual no se puede decir que me desagrade en absoluto.

Por cierto: Si alguna vez se encuentran cara a cara con mi amigo, no se les ocurra citar delante de él la palabra alunizar; suele ponerse muy furioso.


Publicado el 6-5-2003 en Alfa Erídani