Condenados a vivir



A lo largo de mi dilatada vida profesional he tenido ocasión de visitar muchos más planetas habitados que la mayor parte de la humanidad; podría, pues, con toda facilidad relatar mis experiencias como viajero por toda la variopinta extensión del universo colonizado por el inquieto hombre. Pero yo no soy escritor sino tan sólo un sencillo comerciante, y lo mío no es narrar mis aventuras sino comprar y vender cualquier tipo de mercancía que me pueda permitir ganarme honradamente la vida; por ello, les aseguro que este relato que tienen ahora en sus manos será la única excepción a mi tradicional regla de ver y oír mucho pero hablar poco.

Y es que, a pesar de estar más que habituado a recalar en mundos de lo más exótico, y a pesar también de que estoy acostumbrado a encontrarme ante situaciones que asombrarían a la mayoría por lo extraño de las mismas, no hubo por menos que sorprenderme lo que tuve ocasión de conocer en Alteya, un remoto mundo perdido en los difusos límites del Orbe. Como fronterizo que es, Alteya prometía presentar las peculiaridades típicas de estas sociedades en todos los sentidos lejanas; pero la singularidad de sus estructuras sociales, insólitas en un planeta de sus características, hace de Alteya un caso único en todo el conjunto no ya de la Federación, sino inclusive de la totalidad del universo habitado.

Para empezar, Alteya no es un mundo nuevo sino muy antiguo, ya que fue colonizado durante la primera Gran Emigración que precedió a la expansión del desaparecido Imperio. Como en tantos otros mundos explorados y habitados en aquella lejana época, sus pioneros provenían básicamente de los grupos disidentes que huyeron de la férrea dictadura implantada entonces en la Tierra partiendo en busca de unos nuevos horizontes y, fundamentalmente, de una libertad que aquí les era negada. Sin embargo, y al contrario de lo que hiciera la mayor parte de los emigrantes de esa época, todos los cuales acabaron recalando en planetas cercanos, los primeros colonos de Alteya prefirieron internares en las desconocidas profundidades del cosmos viajando incansablemente hasta donde sus destartaladas astronaves les permitieron para, finalmente, rendir viaje en este Finisterre galáctico más allá del cual sólo se abría lo desconocido.

¿Por qué obraron así? Nadie en Alteya conocía la respuesta, pero es muy probable que todo obedeciera a un inconsciente deseo de alejarse lo más posible del planeta del que habían huido para siempre. Lo cierto fue que, premeditadamente o no, estuvieron acertados en su decisión, ya que poco después de su huida el recién fundado Imperio Terrestre comenzaba una política de expansión que acabaría engullendo todas aquellas colonias que habían tenido su origen precisamente en un rechazo a su soberanía. Alteya, gracias precisamente a su lejanía, fue la única que se vio libre durante siglos de la ambición expansionista del ya rebautizado como Imperio Galáctico, lo cual le permitió desarrollar sin cortapisas su propio proyecto de sociedad. Por ello, cuando los omnipresentes cruceros imperiales llegaron al fin a su sistema estelar, la inevitable anexión al vasto estado terrestre no pasó de ser una mera formalidad legal.

Sí, Alteya era teóricamente una provincia más del Imperio, pero su lejanía y su escaso valor estratégico y comercial motivaron que tal dependencia política fuera, en la práctica, mínima: Un gobernador imperial más interesado en salir de ese rincón del universo que en imponer la autoridad del emperador, una reducida y aburrida guarnición sin nada que defender, y un planeta por último con una población lo suficientemente evolucionada y madura como para ser tanto impermeable a las influencias terrestres, como lo suficientemente inteligente como para no dar a sus nuevos amos la menor excusa para romper el para ellos tan cómodo status quo. De esta forma todos quedaban satisfechos y el planeta continuaba siendo, de hecho, el dueño de sus propios destinos.

Por esta razón, cuando el imperio colapsó en Alteya las cosas cambiaron muy poco. Los escasos retazos imperiales presentes en su suelo se apresuraron a marcharse de allí sin que nadie los echara, con lo que el planeta se vio de nuevo formalmente independiente. Gracias a su secular aislamiento, el hundimiento político y cultural que trajo como consecuencia la larga y oscura Edad Media no afectó prácticamente nada a un planeta que, acostumbrado desde siempre a valerse por sí mismo, fue uno de los pocos rincones del Orbe que no experimentaron entonces un retroceso en su cultura.

Cuando pasados varios siglos la humanidad logró salir del marasmo en el que había estado sumida, los lazos rotos por el gran interregno comenzaron a ser anudados de nuevo, si bien lo fueron de una manera completamente distinta a la anterior; no en vano había escarmentado con los errores de antaño. No hubo, pues, un Segundo Imperio que muy pocos planetas habrían aceptado, sino una flexible confederación que, con el nombre de Nuevo Orden, se impuso como premisa fundamental el respeto de los derechos y las peculiaridades de cada mundo por separado. La fórmula se reveló afortunada de modo que, tras un período de tiempo relativamente breve, prácticamente todo el vasto territorio que el antiguo Imperio había conquistado a sangre y fuego se vio de nuevo pacíficamente reunificado por el Nuevo Orden, esta vez por propia voluntad de sus integrantes. Alteya no fue ninguna excepción y ahora era un miembro más del Gran Consejo Estelar, con los mismos derechos y deberes que el resto de sus integrantes pero, y esto era lo fundamental para sus habitantes, conservando intactas su autonomía y su idiosincrasia.

Una de las huellas más indelebles de los Siglos Oscuros fue la evolución aislada de todas y cada una de las diversas regiones habitadas del universo, lo cual quebró la antigua uniformidad imperial trocándola en una variopinta diversidad que hacía de cada planeta algo singular y diferente del resto. Alteya, obviamente, no sólo no fue ninguna excepción sino que, poseedora de una marcada identidad y de una sociedad completamente madura ya con anterioridad al hundimiento de la antigua civilización, experimentó durante esa época de aislamiento total, que no de colapso cultural en su caso, una notabilísima evolución que sirvió para acrecentar su ya notable singularidad hasta hacer de ella un caso único en todo el universo.

Y aunque ahora su exotismo era aceptado y respetado, su notable divergencia con las pautas más comunes en los planetas del Orbe seguía marcando su relativo aislamiento con respecto al resto de la confederación; a pesar de que no existían trabas de ningún tipo que lo impidieran, ni los ciudadanos de otros planetas se encontraban demasiado cómodos en Alteya, ni los alteyanos mostraban el menor interés en abandonar su planeta natal. De hecho, tan sólo los diplomáticos de ambas partes y algunos escasos comerciantes apátridas como yo, ninguno de los cuales era nativo de Alteya, rompíamos en la práctica esta barrera. Y no es que la sociedad alteyana fuera hostil con los visitantes; muy al contrario, los alteyanos eran exquisitamente amables y educados con todos nosotros, dando todos ellos sin excepción una gran importancia a las reglas de la hospitalidad... Pero ocurría que eran demasiado diferentes como para que nadie procedente de otra cultura, incluso si se trataba de alguien tan desarraigado y cosmopolita como un comerciante, pudiera encontrarse cómodo entre ellos.

Por esta razón los contactos entre ambas culturas eran mínimos, aunque en modo alguno fríos; de hecho, yo tenía varios buenos amigos en el planeta incluyendo a mi propio agente comercial, y no puede decirse que lo pasara nada mal en mis poco frecuentes viajes al mismo... siempre y cuando éstos no se alargaran demasiado. Aun siendo unos excelentes anfitriones, los alteyanos eran lo suficientemente extraños como para sentir una inexplicable sensación de ahogo cuando te zambullías lo suficiente en su mundo.

A pesar de todo, yo los admiraba. Pocos lugares había en todo el universo habitado en los que una sociedad hubiera alcanzado mayores cotas de madurez y de prosperidad... los alteyanos eran felices en su mundo, y no había la menor razón para exigirles que renunciaran a ello.

Pero me estoy extendiendo demasiado al tiempo que me desvío de mi propósito original, por lo que renunciaré a continuar describiendo las múltiples peculiaridades de este planeta, por otro lado suficientemente divulgadas ya, para centrarme exclusivamente en el punto que tanto me llamara la atención. Ya he comentado anteriormente el gran desarrollo social del planeta, pero lo que todavía no he dicho es que éste llevó siempre pareja una activa investigación científica y técnica que ha hecho de Alteya uno de los lugares más prósperos de todo el Orbe. Cuando el Nuevo Orden restableció las largamente interrumpidas relaciones entre los distintos planetas los alteyanos, que jamás fueron egoístas, compartieron generosamente sus tesoros científicos con todos los que lo necesitaron, lo que contribuyó no poco al apuntalamiento de la todavía frágil recuperación económica. Sin embargo, hubo algunas tecnologías que se negaron rotundamente a revelar alegando, y no sin razón, que la humanidad todavía no estaba preparada para recibirlas.

Una de ellas, sin duda la más trascendental de todas, fue la de la inmortalidad o, por hablar con mayor propiedad, la de la prolongación indefinida de la vida humana. Entiéndase bien: los alteyanos compartieron desde el primer día todos sus conocimientos acerca de la prevención de la vejez y la supresión de las enfermedades relacionadas con la misma, gracias en buena parte a los cuales los humanos vivimos hoy muchos más años, libres además de las desagradables secuelas de las que hasta entonces estuvieran aquejados los ancianos. Pero, añaden ellos, el hombre es un ser mortal y en su condición de tal debe morir, ya que de no ser así nuestras mentes jamás asimilarían el hecho de vivir eternamente sin sufrir trastornos irreversibles.

De hecho, tampoco ellos aplican de forma generalizada esta práctica a su población la cual, de esta manera, no tiene en promedio una longevidad mayor que la de cualquier otro humano nacido fuera de Alteya. Tal práctica está reservada exclusivamente para algunos casos excepcionales, concretamente para aquellas personas tales como artistas, científicos o gobernantes de singular valía cuya muerte natural hubiera causado un grave perjuicio a la sociedad de su planeta; sólo en estas circunstancias les es permitida una prolongación artificial de su existencia, la cual nunca es indefinida sino limitada hasta que el propio interesado estima que ya ha cumplido de forma completa con su misión. Es entonces cuando les es retirado el tratamiento falleciendo éstos dulcemente, lo que es interpretado por todos y por los propios afectados como un premio a la par que como un merecido descanso.

Una única excepción hay esta regla, la cual tuve ocasión de conocer por pura casualidad durante mi último viaje a Alteya; porque si bien no es secreta para los extranjeros, -ningún secreto hay, de hecho, en el planeta- sí que es llevada a cabo con una discreción absoluta; pero para poder explicarla, he de realizar antes un pequeño inciso. En Alteya la delincuencia, esa plaga que azota a tantos planetas incluyendo a la vieja y despreocupada Tierra, es en contraste algo casi desconocido. Esto no quiere decir que no existan delincuentes, sino que éstos son tan escasos en número que, reuniendo a todos ellos, sería imposible llenar una sola prisión de nuestro mundo... Si existieran sus equivalentes en Alteya, circunstancia que no ocurre.

¿Qué hacen entonces los alteyanos con los que allí comenten un crimen? Bien, los detienen y son juzgados, con una severidad únicamente comparable a lo antisocial de su comportamiento en un lugar tan pacífico y respetuoso con sus ciudadanos como es este planeta. Acto seguido son condenados a la única pena existente en sus leyes, la de vida.

Sí, la de vida; porque, por sorprendente que pueda parecer a cualquiera que no sea alteyano, los criminales no son allí condenados a morir sino precisamente a lo contrario: A no morir durante un largo período de tiempo que siempre es proporcional a la magnitud del delito cometido. Por lo demás, los convictos quedan completamente libres para seguir viviendo exactamente igual que lo hicieran antes.

En contra de lo que pudiera parecer esta condena a no morir, lejos de ser una liberación es en Alteya un gravísimo castigo, porque la filosofía imperante en el planeta, de la cual están imbuidos sin excepción todos sus pobladores, considera vacía y despreciable toda prolongación artificial de la vida que no esté justificada por una buena causa. Por eso los alteyanos reciben siempre con calma y satisfacción a la muerte cuando estiman que su trayectoria vital está ya culminada, y por eso no puede haber mayor castigo para ellos que el verla prolongada sin que exista una razón tal como ocurre con los prohombres.

Nada hay más patético que ver a un antiguo criminal arrastrando tristemente su condena; porque si bien éstos no son ni discriminados ni rechazados por sus compatriotas, y aunque el castigo es aplicado con tal discreción que nadie salvo sus más íntimos conoce su desgracia, los condenados sienten tal sensación de vacío, tal necesidad imperiosa de morir, que para ellos es una auténtica liberación la llegada del fin de su pena, la cual puede alcanzar en ocasiones una duración de varios siglos.

Podrían suicidarse, por supuesto, y sin duda todos nosotros lo haríamos de encontrarnos en su situación; pero el alteyano es un pueblo que tiene tan arraigado el sentido de la moral y de la justicia, que jamás a ningún condenado se le ocurriría hacerlo aun habiendo llegado a su máximo grado de desesperación. Los penados son tan plenamente conscientes de su culpa y de su obligación de cumplir con la totalidad del castigo que les ha sido impuesto, que jamás se ha dado el menor caso de nadie que no la haya cumplido escrupulosamente hasta el final.

¿Sorprendente, verdad? Y, por supuesto, aleccionador. Lo único que me inquieta desde que lo supe es lo siguiente: ¿Por qué no podríamos ser todos nosotros como los alteyanos?


Publicado el 12-7-2005 en Alfa Erídani