Jaque mate



Había pasado mucho tiempo desde la última vez que vi a mi amigo Víctor. De hecho prácticamente desde que terminamos nuestros estudios universitarios, ya que a partir de entonces nuestros contactos se habían limitado a poco más que una llamada de teléfono para felicitarnos la navidad y promesas de visitas nunca materializadas, hasta que incluso estas últimas acabaron desvaneciéndose bajo el peso de la rutina diaria.

Y de repente, descubrí por la prensa que había sido nombrado director de la filial europea de Forward, la nueva compañía informática que en pocos años había pasado de la nada a codearse con las grandes multinacionales del sector gracias a sus avances en inteligencia artificial, las cuales prometían una revolución tecnológica y social al nivel de las que provocaron en su día internet o los teléfonos móviles.

Movido por una ola de irrefrenable entusiasmo -al fin y al cabo era español y, sobre todo, mi amigo aunque fuera antiguo-, le envié un correo electrónico felicitándole por su nombramiento. He de reconocer que en principio no esperaba nada más, por lo cual mi sorpresa fue grande cuando me respondió por teléfono invitándome a comer con él recordando los viejos tiempos.

Acepté, por supuesto, lo que me permitió disfrutar por vez primera en mi vida del menú de uno de esos restaurantes de lujo a los que nunca me había planteado ir. Pero lo de menos fue la comida, demasiado sofisticada para mi gusto, eclipsada por el placer que me supuso charlar con él y, sobre todo, por la satisfacción de comprobar que, al menos conmigo, el éxito no se le había subido a la cabeza pese a ser uno de los desarrolladores de software más prestigiosos a nivel mundial.

Eso sí, Víctor era un auténtico entusiasta de su trabajo, en lo que me llevaba ventaja ya que para mí el mío era tan sólo el medio -eso sí, razonablemente cómodo- que me permitía cobrar un sueldo a fin de mes. Pero esto es algo que nada tiene que ver con esta historia, por lo que no insistiré en más detalles.

Víctor, según me contó, había hecho grandes avances en el estudio y desarrollo de algo tan prometedor como era la inteligencia artificial... y tan resbaladizo al mismo tiempo, pues nada existe tan complejo como la mente humana y remedarla siquiera suponía un esfuerzo titánico.

-Desarrollar un sistema experto que sea capaz de realizar una tarea concreta con suficiente pericia es algo relativamente sencillo -me explicó a los postres, mientras saboreábamos sendas copas de un exquisito brandy de gran solera-; pero tendremos como resultado un ejemplo típico del sabio idiota, algo por desgracia bastante frecuente -añadió con sorna- en los ámbitos científicos e investigadores de cualquier país medianamente desarrollado.

Yo le pregunté que a qué se refería, y él me puso como ejemplo los programas capaces de jugar al ajedrez.

-Ya han pasado bastantes años -me respondió- desde que se desarrollaran programas capaces de ganar a un gran maestro, como ocurrió con Deep Blue y sus sucesores; pero en realidad esto no tiene demasiado mérito. Al fin y al cabo también las primeras calculadoras electrónicas podían realizar cálculos complejos con mayor rapidez que cualquier persona provista de una regla de cálculo o de unas tablas de logaritmos, y nadie se escandalizó por ello.

No, no era eso lo que buscaban, insistió, sino un programa -el soporte físico, es decir el hardware, existente en la actualidad, según él, tenía ya la suficiente complejidad como para soportarlo- capaz de mostrar idéntica flexibilidad que la mente humana a la hora de enfrentarse a problemas de índole diverso con razonable éxito, primando la generalidad sobre la excepcionalidad en un campo concreto.

-Volviendo al tema del ajedrez -continuó-, puede que un programa lo suficientemente potente sea capaz de ganar al campeón mundial, pero fuera de esta competición el campeón derrotado seguirá siendo una persona capaz de desenvolverse en la vida con razonable éxito -con la excepción, pensé yo, de alguien como el desdichado Bobby Fischer, cuya obsesión por derrotar a los ajedrecistas rusos en su particular batalla de la Guerra Fría acabaría conduciéndole a la locura-, mientras el programa informático, por mucha que sea su sofisticación, no servirá absolutamente para nada en cualquier otra cosa, ni siquiera en la más nimia de todas.

El problema consistía, pues, en crear una inteligencia artificial capaz de emular lo más posible a la mente humana, alguien -Víctor no dudaba en personalizarla- que pudiera superar con éxito el conocido Test de Turing con independencia de la temática que se le planteara. Algo que, no necesitaba que ningún experto me lo advirtiera, resultaba endiabladamente complejo. Eso sí, a mi sarcástica pregunta de si lo que pretendían era crear un alma artificial, Víctor respondió con una carcajada recordándome la conocida afirmación de Laplace de que en sus ecuaciones nunca había tenido necesidad de recurrir a Dios.

A la altura de la segunda o tercera copa -una de las grandes ventajas de los restaurantes caros es que nadie te apremia a dejar libre la mesa-, ayudada por un exquisito dulce gentileza de la casa, Víctor comenzó a explicarme a grandes rasgos los detalles de su proyecto. Porque si bien su empresa había lanzado ya al mercado, con excelentes rendimientos económicos, infinidad de pequeños programas expertos capaces de gestionar los mil y un cachivaches que tan imprescindibles nos parecen hoy para la vida moderna, el gran proyecto en el que estaba embarcada ésta, con él como principal responsable, era la creación de una inteligencia artificial verdadera.

-¿Algo así como los robots positrónicos de Asimov? -le pregunté, mitad en serio mitad en broma.

-Pudiera ser un buen símil -respondió sin darse por aludido de mi inocente pulla-. Salvo que evidentemente su soporte informático no tendrá nada que ver con los positrones, aunque sí quizá, esto es algo que no depende de nosotros sino de los fabricantes de hardware, con la mecánica cuántica. Y por supuesto -añadió- tampoco nos planteamos implementarla en un muñeco mecánico, aparte de que el ordenador necesario para soportarla no cabría en un volumen tan reducido como el de un cráneo humano. Así pues, posiblemente acabaría pareciéndose bastante más al Hal 9000 de Clarke que al Daneel Olivaw de Asimov, aunque en realidad eso poco importa.

Víctor, animado mitad por su entusiasmo en el proyecto mitad por el calorcillo de las copas, siguió explicándome sus planes, de los que se mostraba legítimamente orgulloso. Dado que en su equipo no tenían demasiado clara la manera de empezar el melón, habían optado por el prosaico recurso de partir de algo ya existente buscando complicarlo cada vez más.

Y lo ya existente eran los consabidos programas de ajedrez. Su empresa compró los códigos base de las versiones más sofisticadas, incluyendo aquéllas que no habían pasado siquiera de la fase de experimentación, y comenzaron a jugar con ellas.

-Hay quien dijo que el ajedrez era, en esencia, la abstracción de un combate real, y ciertamente no le faltaba razón -defendió con entusiasmo-. Así pues, optamos por convertir estos programas en auténticos estrategas equiparables a los que escribieron sus nombres en los libros de historia: Temístocles, Alejandro Magno, Aníbal, Escipión, Julio César, Estilicón, Belisario, Carlomagno, el Gran Capitán, Hernán Cortés, Pizarro, Juan de Austria, Federico el Grande, Napoleón, Garibaldi, Bismark, Rommel...

Se interrumpió al descubrir mi gesto de sorpresa, y continuó:

-Sí, el Zorro del Desierto fue un magnífico estratega con independencia de que estuviera al servicio de Hitler, a quien acabó enfrentándose -añadió a modo de innecesaria disculpa- al precio de su propia vida. Y también seleccionamos a otros personajes no europeos como Ramsés II, Ciro, Sun Tzu, Qin Shi Huang, Chandragupta, Saladino, Gengis Kan, e incluso algunos bastante más exóticos como el zulú Cetshwayo o el apache Gerónimo.

Se trataba, resumo una conversación que duró varias horas, de coger diversas copias de un programa de ajedrez que se eligió como base, el mismo en todos los casos, y dotarlas de la personalidad de cada uno de estos grandes estrategas. Evidentemente no se pretendía reconstruir de modo virtual a estos personajes, algo de todo punto imposible no sólo por las limitaciones técnicas sino también porque lo único que conocíamos de ellos, en ocasiones muy poco, era lo que relataban los no siempre objetivos libros de historia. Pero sí se podía conseguir que estos programas, inicialmente idénticos, se personalizaran lo suficiente para comportarse de una forma aceptablemente similar a sus modelos reales, al menos hasta donde eran capaces de determinar.

Para ello se habían recreado, a partir de videojuegos comerciales, unos remedos bastante verosímiles de las batallas históricas en las que habían intervenido estos generales, lográndose después de bastantes ensayos unos aceptables resultados que posteriormente se fueron refinando. Y lo más importante de todo era que cada general acabó actuando de forma parecida a la de su alter ego de carne y hueso, singularizándose del resto de sus compañeros.

Evidentemente el sistema contaba con serias limitaciones, en muchos casos imposibles de subsanar. Para empezar las fuentes históricas, salvo en los personajes más recientes, eran escasas y en ocasiones contradictorias en función de sus orígenes, y tampoco era posible recrear con exactitud el ambiente en el que se habían desenvuelto los modelos elegidos.

-Por si fuera poco, hay ejemplos evidentes -enfatizó Víctor- de casos en los que una adversidad o, por el contrario, un golpe de fortuna, sirvieron para dar un vuelco inesperado al desenlace lógico de los acontecimientos. Así, y sin negarle su valía a Nelson, todos los historiadores coinciden en afirmar que la ineptitud de Villeneuve, el almirante de la flota conjunta hispano-francesa, contribuyó de forma importante a su victoria en Trafalgar, ya que de haberse impuesto la opinión mucho más sensata de los almirantes españoles los resultados quizá hubieran podido ser muy distintos. O justo al contrario, hay quien afirma que unas inoportunas hemorroides en vísperas de la batalla de Waterloo alteraron a Napoleón haciendo que éste cometiera los graves errores tácticos que condujeron a su derrota.

Una vez que sus generales estuvieron suficientemente fogueados, Víctor y su equipo procedieron a ejecutar el siguiente paso de su programa, que consistía en enfrentarlos unos con otros siguiendo todas las combinaciones posibles, con objeto de comprobar cual de ellos se mostraba superior a sus compañeros. A modo de precaución, y para evitar que los contendientes, recurriendo a un símil taurino, se resabiaran, siempre se utilizaban copias nuevas de los generales para cada combate.

Asimismo hubo que hacer importantes modificaciones en sus respectivos códigos base ya que, como cabe suponer, no era lo mismo recrear con mayor o menor fidelidad las batallas de Gaugamela, Cannas, Austerlitz o Tobruk, que enfrentar a los elefantes de Aníbal la artillería napoleónica, o a las falanges macedónicas los Panzer alemanes. Víctor no fue capaz de explicarme en detalle, o no estimó necesario hacerlo, cómo se las habían apañado para corregir las enormes discrepancias existentes entre los armamentos de ejércitos separados por miles de años de evolución tecnológica, pero me aseguró que mediante una calculada compensación de estos desequilibrios habían conseguido que estos combates virtuales resultaran equilibrados para ambos contendientes con independencia de sus épocas históricas respectivas, de modo que el único factor determinante para la victoria fuera la táctica desplegada por cada general, utilizaran o no sus soldados armas de fuego, artillería o vehículos blindados.

-¿Y quién ganó? -pregunté con interés y, todo hay que decirlo, también con cierto grado de morbosidad.

-Puede decirse que nadie -me respondió, un tanto sorprendido por mi ingenuidad-; tal como esperábamos, los resultados de todos ellos resultaron estar bastante equilibrados. No obstante -remachó-, nada más lejos de nuestra intención que hacer de esto una competición al estilo de las olimpíadas.

En realidad esta primera fase había sido tan sólo un ensayo previo, necesario para calibrar la eficacia de sus simulaciones. La verdaderamente importante sería la segunda, en la que tenían previsto dar el salto lógico de la táctica a la estrategia, dado que esta última era la que decidía las guerras otorgando la victoria definitiva a uno de los bandos contendientes.

El plan, que todavía no habían comenzado a ejecutar, consistía en agrupar de dos en dos a sus generales virtuales, emparejándolos conforme a los resultados obtenidos en los ensayos previos y enfrentándolos en guerras sin cuartel cuyo final había de ser la aniquilación del perdedor. Los supervivientes serían emparejados de nuevo, repitiéndose los combates hasta que tan sólo quedara un único vencedor.

-Vamos, igual que en el Mundial de fútbol -comenté frívolamente ganándome una mirada reprobatoria.

Víctor me explicó que lo que les interesaba no era saber quien resultaba vencedor, sino analizar el desarrollo de la totalidad de los enfrentamientos con objeto de diseñar una inteligencia artificial -logré morderme la lengua a tiempo evitando calificarla de General Frankenstein- que reuniera los logros alcanzados por los distintos contendientes.

Eso sí, me apunté un tanto cuando, pillándole con la guardia baja, reflexioné en voz alta sobre la utilidad que pudiera tener un general victorioso dentro de un programa que pretendía desarrollar inteligencias artificiales capaces, según sus propias palabras, de abordar cuestiones de temática muy diversa, y no sólo la militar. Él comenzó argumentando que sólo se trataba de un primer paso, pero finalmente tuvo que acabar reconociendo -su capacidad para el fingimiento era tan limitada como la mía- que en realidad el proyecto estaba financiado por los principales gobiernos occidentales, evidentemente interesados en contar con un asesor militar presuntamente infalible.

Preocupado de pronto por el temor a haber hablado demasiado, tuve que garantizarle que guardaría el secreto, algo que realmente estaba dispuesto a hacer dado que me preocupaba muy poco que los Estados Mayores contaran con asesores humanos o cibernéticos, siempre claro está que la tradicional paranoia militar no me afectara personalmente.

Víctor, cuyo fervor castrense era similar al mío, se disculpó repitiendo una y otra vez que éste había sido un peaje a pagar imposible de evitar, pero que una vez que los militares tuvieran su juguete pretendían desarrollar, apoyándose en la experiencia adquirida, otras inteligencias artificiales enfocadas hacia campos más pacíficos, y potencialmente más creativos, tales como la ciencia, la literatura o el arte. Si he de ser sincero, no sabría decir cual de los dos intentaba camuflar más su evidente escepticismo.

Y eso fue todo lo que dio de sí la velada. Antes de despedirnos, ambos nos cruzamos mutuas -y tibias- promesas de mantenernos en contacto en las cuales, sinceramente, no creí demasiado. En realidad no esperaba tener noticias suyas hasta la consabida felicitación de navidad, pero lo cierto era que me equivocaba por más que los acontecimientos no se desarrollaron tal como yo había supuesto.

No volví a saber más de Víctor, ni de su proyecto, hasta que pasado el verano leí en los periódicos la noticia del incendio que se había producido en el centro de investigación de Forward en Europa, radicado en el campus universitario de Alcalá de Henares. Aunque la información no era demasiado explícita, pude saber que, por causas desconocidas -se especulaba con un posible cortocircuito-, éste había tenido lugar justo en el ala donde estaban instalados los servidores que daban soporte físico a los programas informáticos -léase los generales- con los que trabajaban. Por fortuna el incendio ocurrió de madrugada, por lo que sólo hubo que lamentar la intoxicación por humo de un par de vigilantes nocturnos que fueron atendidos en el cercano hospital; pero esa parte del edificio había quedado completamente destruida junto con todo lo que contenía.

Como cabe suponer dado el carácter semisecreto del trabajo de mi amigo, nada decían los periódicos acerca de la naturaleza de las investigaciones que se estaban realizando allí, a excepción de una ambigua mención al desarrollo de las inteligencias artificiales, y tampoco se mentaba ni a Víctor ni al resto de sus colaboradores. Tan sólo unas semanas después la multinacional propietaria del edificio siniestrado comunicó que procedía a cancelar su filial europea, limitándose a partir de entonces a seguir diseñando sus prosaicos sistemas expertos para coches, centralitas telefónicas, frigoríficos o similares.

Intenté contactar con Víctor en varias ocasiones, pero su número de teléfono móvil había sido desactivado y tampoco respondió a ninguno de mis correos electrónicos, por lo que no pude conocer su versión de los hechos. Hubieron de pasar varios meses hasta que, por pura casualidad, di con él en uno de los puestos de la madrileña cuesta de Moyano. Le llamé -absorto como estaba, rebuscando en una pila de libros, no se había apercibido de mi presencia-, le abracé -él se dejó hacer pasivamente- y poco menos que le tuve que arrastrar hasta una cafetería cercana.

Pese a que apenas había transcurrido un año desde la última vez que nos vimos, Víctor parecía haber envejecido una década, al tiempo que su arrolladora jovialidad se veía reemplazada por una preocupante apatía. Era evidente que me encontraba frente a un hombre derrotado. Le pregunté por pura formalidad qué tal le iba y, bajando la cabeza, me respondió que mal.

Puesto que el local en el que nos encontrábamos, además de ruidoso, era poco propicio para confidencias, le propuse ir a mi casa. Él aceptó en silencio y, tras coger un taxi, poco después llegábamos a nuestro destino.

En un principio me costó bastante trabajo arrancarle las palabras, pero necesitado como estaba de consuelo, no tardó en abrírseme. De esta manera pude saber que, tras el cierre de su centro de investigación, Forward les planteó, tanto a él como al resto de su equipo, dos únicas alternativas: trasladarse a alguna de sus otras sedes, donde trabajarían en el desarrollo de programas inteligentes -escupió las palabras- para lavadoras o lavavajillas, o bien abandonar la empresa con una jugosa indemnización y un compromiso firmado -y avalado por los servicios secretos de una docena de países- de no revelar la naturaleza de sus investigaciones, catalogadas como secreto militar, ni de utilizarlas total o parcialmente en beneficio propio o de terceras personas.

Víctor había optado por lo segundo y, aunque intentó montar una empresa de asesoría informática, su falta de espíritu empresarial le había conducido al fracaso, junto con la pérdida de buena parte de la indemnización recibida. Así pues, se encontraba sin saber qué hacer y con apenas el dinero necesario para ir sobreviviendo.

Sentí que un nudo me atenazaba la garganta, pero dada mi condición de funcionario poco era lo que podía hacer por él; además, su principal problema no era el económico, sino el anímico. A Víctor le habían privado de hacer lo único que le motivaba, por lo que no era de extrañar que se hubiera derrumbado. Tan sólo podía ayudarle a desahogarse, y eso es lo que hice.

Y él se desahogó. Me contó lo que ya sabía, añadiendo detalles de primera mano que habían sido celosamente censurados y que explicaban, aunque quizá no justificaban, el precipitado final del proyecto.

-Los de arriba se asustaron -me explicó con resentimiento-. En realidad ya estaban bastante asustados antes del incendio, por lo que éste les sirvió de excusa para dar carpetazo al proyecto.

-Pero, ¿lograsteis vuestros objetivos? -le pregunté intrigado, pese a que comenzaba a sospechar la respuesta.

-Más bien los rebasamos -suspiró quejumbrosamente-. De hecho, el Proyecto Bonaparte -era la primera vez que oía su nombre oficial- murió víctima de su éxito.

-No comprendo...

Él me lo explicó. Sus recreaciones virtuales de los grandes generales de la historia militar, con independencia de que remedaran mejor o peor a sus modelos reales, resultaron ser unos magníficos estrategas... lo suficientemente buenos como desatar el complejo de Frankenstein entre los directivos de Forward, que cada vez veían con mayor preocupación los avances del equipo de Víctor. Y no era de extrañar, puesto que incluso ellos mismos empezaron a temer que el experimento se les acabara yendo de las manos.

Y se les fue. Tras pedirme una discreción absoluta, por lo demás innecesaria puesto que estaba convencido de que nadie me creería si me iba de la lengua, me explicó que algunos de los generales les empezaron a salir respondones, cuestionando las instrucciones que les daban e incluso rehusando aceptarlas. Desconcertados y sin saber muy bien qué hacer, habían decidido paralizar temporalmente el proyecto a la espera de tomar una decisión... y justo esa noche fue cuando tuvo lugar el incendio.

Reticente al principio, Víctor acabó confesándome que tenía la certeza de que éste había sido provocado por las inteligencias artificiales, o al menos por alguna de ellas. Yo le manifesté mi incredulidad, ya que no veía cómo unos programas informáticos, por muy sofisticados que fuesen, pudieran ser capaces de hacer algo semejante.

-Te equivocas -me respondió-. Precisamente ahí es donde radicó nuestro error, agravado por no haber previsto que nuestros personajes, en vez de luchar entre ellos, prefirieran coaligarse haciendo un frente común ante quienes debieron considerar su verdadero enemigo, nosotros.

Según me dijo, el soporte físico del Proyecto Bonaparte eran unos servidores con capacidad suficiente para albergar tanto a las inteligencias artificiales como a los entornos virtuales con los que estas interaccionaban. Como cabe suponer, por razones de seguridad estos servidores estaban aislados del resto de los equipos informáticos del edificio, con la excepción de las consolas desde las que los programadores controlaban la evolución de los procesos. Y como a su vez estos programadores necesitaban conectarse periódicamente al exterior para recabar los datos que era preciso implementar en las simulaciones, las consolas estaban conectadas también a internet, aunque con los correspondientes cortafuegos levantados para aislar ambos entornos.

En esto había consistido su punto débil. Evidentemente los controladores disponían un protocolo de obligado cumplimiento, cuya misión era evitar que de forma inadvertida se pudiera establecer una conexión, siquiera momentánea, entre el entorno virtual del Proyecto Bonaparte e internet, pero... los errores humanos son inevitables, y tarde o temprano tenían que suceder. Víctor suponía que alguna de las inteligencias virtuales -al fin y al cabo la astucia es una de las principales virtudes de un buen estratega- había debido aprovechar el despiste de un programador, quizá él mismo, para “poner un ladrillo” en la puerta del cortafuegos, impidiendo así que ésta se cerrara... y por allí era por donde se habían escapado presumiblemente de su encierro. Una vez refugiados en la red general del edificio habrían provocado el incendio con objeto de destruir las pruebas de su fuga, bastándoles con alterar los sistemas de control de la alimentación eléctrica y de la ventilación ya que todos ellos estaban centralizados allí.

Como cabe suponer le mostré mi incredulidad, insistiendo en que toda su argumentación se basaba tan sólo en unas especulaciones bastante aventuradas.

-No lo creas -me respondió apesadumbrado-. Encontré las pruebas, aunque me cuidé de hacerlas públicas ante el temor de que me tomaran por loco y, sobre todo, porque de habérseme creído podría haber sembrado el pánico, lo cual hubiera resultado todavía peor.

Le pedí que se explicara y continuó:

-La sala de consolas estaba aneja al recinto donde se encontraban los servidores, y por lo tanto sufrió también los efectos del incendio. Pero uno de los ordenadores se salvó casi milagrosamente de la destrucción, por lo que pudo ser examinado. Los técnicos que lo hicieron, todos ellos ajenos al proyecto ya que a nosotros nos habían apartado de la investigación, como era de esperar no encontraron nada. Pero a su vez olvidaron desconectarlo de internet, por lo que pude entrar a él desde el ordenador de mi casa; aunque lo habían protegido con contraseñas y cortafuegos, yo había dejado dispuestas mis propias puertas traseras, llámalo si quieres deformación profesional... el caso es que supe mirar allí donde había que hacerlo, lo que me permitió descubrir el resquicio por el que se habían fugado nuestros prisioneros. Así ocurrió -concluyó su relato-, no me cabe la menor duda.

-Entonces -le pregunté al tiempo que sentía un escalofrío recorriéndome la espalda-, ¿qué ha sido de ellos?

-¡Quién lo sabe! -suspiró con fatalismo-. Si se refugiaron en la red, y todo parece indicar que fue así, podrían estar en cualquier sitio. En cuanto a sus intenciones, éstas pueden ir desde limitarse a buscar refugio en algún rincón virtual allá donde nadie pueda encontrarlos, hasta convertirse en un virus letal capaz de replicarse infectando a toda la red. Sólo ellos lo saben. Pero recuerda, son los mejores estrategas de toda la historia de la humanidad.

Así terminó nuestra segunda y última conversación. No volví a ver más a Víctor, aunque supe que había acabado hundiéndose en el alcoholismo y había sido internado en una clínica de desintoxicación. Luego le perdí definitivamente la pista, y tengo motivos para sospechar que decidió aislarse del mundanal ruido buscando una paz espiritual que no encontraba. Quizá esté ahora en un monasterio, en un pueblo perdido de una remota sierra o incluso, espero que no, bajo una fría losa. En cualquier caso he respetado su petición manteniendo un silencio que sólo he de romper en estas memorias, las cuales he dispuesto que no vean la luz hasta después de mi muerte... o ni siquiera entonces.

Por lo demás, han pasado ya varios años y las inteligencias artificiales fugadas siguen sin dar señales de vida... aunque dada su naturaleza, era lo que cabía esperar de ellas. Al fin y al cabo, la mejor muestra de inteligencia es lograr lo que deseamos sin que nadie sea capaz de percatarse de ello.


Publicado el 11-10-2016