Su mejor amigo



Para los asépticos funcionarios del servicio de estadística siempre fue un simple número en la larga columna de los marginados. Para aquéllos a los que tendía la mano temblorosa a la salida de la misa, era un simple e insignificante mendigo. Y para él... Probablemente nunca se lo había planteado, con su mente irreversiblemente embrutecida por el alcohol barato ocupada en otras necesidades más perentorias tales como la de sobrevivir día a día, aferrándose a éste su único instinto con un frenesí que daba bien a entender cómo bajo su apergaminada piel alentaba todavía un alma.

De cualquier manera, era ya demasiado tarde. Quizá si no hubiera tenido ese estúpido tropiezo en sus años mozos, ese paso por la cárcel que tanto le marcó y que le motivó un rechazo de la sociedad y hasta también de su familia una vez que hubo pagado su culpa... Quizá si hubiera sido un poco -sólo un poco- más inteligente o un poco -sólo un poco- más osado... O si hubiera tenido, simplemente, tan sólo un poco más de buena suerte.

El caso era que ahí estaba, convertido en un guiñapo humano que se arrastraba penosamente entre los despojos de la urbe durmiendo donde podía y comiendo lo que encontraba, ajeno por completo al discurrir de una sociedad que lo ignoraba cuando no, simplemente, lo despreciaba, tolerándolo únicamente como se tolera a algo inofensivo que te hace sentirte además en paz con tu conciencia por el módico precio de unas cuantas monedas...

Un buen día, nuestro mendigo conoció al que habría de ser su único amigo: un perro vagabundo de raza desconocida y ansioso de cariño, un pobre animal abandonado con toda probabilidad en unas lejanas vísperas de vacaciones veraniegas. Rápidamente habrían de trabar amistad ambos parias, hermanados por el lazo común que les unía en su mutua desgracia; y desde entonces habrían de ser inseparables.

Todos los días podía vérselos arrimados a la puerta de la iglesia que la fuerza de la costumbre había convertido en suya: El uno, vestido con un raído gabán que conociera mejores tiempos, se apostaba estratégicamente para implorar unas migajas de caridad a los más afortunados. El otro, feliz en su existencia canina al saberse protegido, se sentaba pacientemente a su lado esperando que su compañero terminara con su tarea cotidiana buscando en él tan sólo un poco de atención.

Fue una amistad sencilla y, precisamente por ello, sincera y duradera. Ambos compartían la dureza de la vida y ambos comían por igual de lo poco que encontraban; pero, a su manera, eran felices con la satisfacción de quienes no han conocido nada mejor en su vida. Y no se quejaban, limitándose a aceptar la dura rutina del día a día tal como les llegaba cada amanecer del sol.

Pero una fría mañana de invierno el mendigo no se levantó del sucio montón de trapos y cartones que constituían su misérrima yacija, siendo vanos todos los esfuerzos de su desesperado compañero por despertarlo. Su limitada mente animal no podía comprender por qué su amigo estaba inerte, ni tampoco por qué varias horas después se lo llevaron unos extraños tras apartarlo a patadas cuando intentó seguir al inerte cadáver de aquél que fuera el único del que había recibido en toda su canina existencia un poco de cariño y un poco también de comprensión. Y nunca más lo volvió a ver.

Nuestro perro vagabundeó desesperado por acá y por allá durante algún tiempo buscando infructuosamente al único amigo que había tenido en su vida. Nunca llegó a perder la esperanza de encontrarlo hasta que un mal día, al cruzar una carretera, un coche se atravesó en su camino. Y ya no tuvo necesidad de buscarle más.

La ciudad, que olvida rápidamente todo aquello que en su inmenso egoísmo no le interesa, se olvidó rápidamente del mendigo y del perro que humildemente le acompañara durante tantos y tantos días en su cotidiano arrastrar. Tan sólo los periódicos, movidos quizá por un cierto afán mercenario explicable por otro lado en un mundo en el que lo único que importa es ganar dinero, prestaron cierta atención a la tragedia del vagabundo haciendo públicos unos datos que hasta entonces nadie había sabido o, lo que es peor aún, nadie había querido saber: Supo así todo el que quiso saberlo el nombre completo del fallecido (tan sólo algunos conocían su nombre de pila, Antonio), su edad (quién hubiera dicho que era tan joven, con el aspecto tan avejentado que tenía) y algunas circunstancias más de su vida -por llamarla de alguna manera- y de su triste y anónima muerte.

Se supo de esta manera que había sido legionario cuando su juventud le permitía alentar aún ilusorias esperanzas, y que llevaba un buen puñado de años viviendo -es un decir- en una infecta chabola de las afueras de la ciudad, la misma en la que le había encontrado la muerte liberándole al fin de su penosa existencia. Se habló, tarde ya como de costumbre, de lo apacible de su carácter y de lo considerado de su comportamiento, de su bonhomía en definitiva como mendigo que siempre estaba de buen humor y jamás se metía con nadie. No se le lloró, claro está, ya que a nadie tenía en su vida que le hubiera podido echar en falta a excepción de su fiel compañero, pero hubo incluso quien dijo que había sido una buena persona, aunque nadie iría jamás a ponerle flores o a rezarle un responso a la inexistente lápida de la fosa común a la que fueran arrojados sus restos a la espera de la próxima monda.

Y por supuesto nadie dijo nada del perro, su único amigo, cuyo destino quizá todavía más cruel fue el de ser sepultado en un anónimo lugar del vertedero de la ciudad amortajado con todas las inmundicias generadas por los intestinos de la gran urbe; claro está que sólo era un perro vagabundo, uno de tantos animales sin dueño que perecen todos los años en cualquier carretera española, nada pues digno del menor interés ni aún para los bienintencionados poseedores de animales domésticos que, por supuesto, jamás dejarían a sus mascotas solas ni siquiera después, incluso, de su canina o su felina muerte.

Ha pasado el tiempo y la ciudad ha olvidado ya a Antonio y a su anónimo perro, del que nadie salvo quizá él llegó jamás a conocer su nombre. Su lugar a la puerta de la iglesia ha sido ocupado por otro mendigo que, además de tener mucho peor carácter y meterse con la gente, no tiene ningún perro. Pero en otro lugar cercano de la ciudad ha aparecido un nuevo vagabundo del que nadie sabe a ciencia cierta de donde vino ni donde vive, un mendigo educado que intenta tocar la flauta en pago a los magros óbolos que recibe y que lleva por acompañante a un menudo perrillo de raza indeterminada que comparte con él su azarosa existencia. En el gran teatro del mundo cambiarán los actores, pero la representación continúa siendo siempre la misma.


Publicado el 8-7-2015