Mala digestión



Eladio Q. era uno de tantos inmigrantes hispanoamericanos que llegaron a España en busca de una vida mejor. Originario de un apartado rincón andino, para Eladio fue todo un reto adaptarse al frenético ritmo de las grandes ciudades españolas; pero, aun con dificultades, logró salir adelante.

No obstante seguía añorando su tierra, sus costumbres y, sobre todo, sus comidas. Ciertamente parte de los alimentos a los que estaba acostumbrado los podía encontrar con relativa facilidad en las tiendas especializadas en los productos mal llamados latinos, pero no todos; y uno de ellos, el que más echaba de menos, eran los deliciosos cuyes, también conocidos como cobayas o conejillos de indias, un plato habitual en el ámbito andino pero poco menos que tabú en su país de acogida dada su condición de popular mascota.

Evidentemente en las carnicerías de su ciudad de residencia no vendían estos animalitos, ni tampoco en las tiendas en las que se proveía de otros alimentos ultramarinos. Sabía que era posible conseguirlos en establecimientos especializados -muy especializados- o bien comprarlos por internet, pero resultaba demasiado caro para su magra economía por no hablar de recurrir a una tienda de mascotas fingiendo buscarlos para este fin, y eso siempre que lograra burlar las suspicacias de los vendedores sobre sus verdaderas intenciones dados sus inconfundibles rasgos físicos.

Así pues, el pobre Eladio suspiraba por un buen plato de cuyes asados al estilo tradicional, desesperando cada vez más de poder disfrutarlo.

Pero la esperanza es lo último que se pierde, aunque a veces disfrute mostrándose caprichosa. El azar se decantó a favor suyo cuando un buen día un compatriota, sabedor de su interés por saborear un buen plato de cuy gracias a un conocido común, se acercó a él ofreciéndole la venta de uno o más ejemplares procedentes de una partida que había llegado recientemente a sus manos. Y aunque el precio no era barato, Eladio decidió comprar uno de ellos sin preocuparse demasiado por su procedencia, a todas luces ajena a los canales de comercialización convencionales, algo que no le importaba en absoluto dado que en su tierra, apurados por la necesidad, hacían bueno el dicho de “lo que no mata, engorda” lejos de los remilgados escrúpulos europeos.

Apenas dos días más tarde tenía en su poder el preciado manjar, un hermoso cuy pelado y eviscerado envasado al vacío. Entusiasmado se lo llevó a su casa -una modesta habitación en un piso compartido- y, tras las dudas iniciales, decidió no guardarlo en el frigorífico común ya que no se fiaba de sus compañeros, también andinos y, por lo tanto, susceptibles de querer participar en el festín. Conocía también a algunos españoles, pero no se atrevió a pedirles el favor puesto que imaginaba su reacción ante la eventualidad de meter en su frigorífico algo que probablemente considerarían repulsivo.

Así pues decidió comérselo lo antes posible; al fin y al cabo, ¿para qué esperar? Por fortuna era invierno, lo que le permitiría buscar sin demasiada prisa algún sitio donde se lo pudieran cocinar convenientemente.

Al cabo de unos días encontró un restaurante ecuatoriano en el que, previo pago de una cantidad razonable, accedieron a hacerlo sin mostrar mayor interés en participar en el ágape ya que, según le explicó el dueño, en su zona no eran un plato habitual, y por supuesto tampoco figuraba en la carta. Pero sabía como hacerlo, puesto que allá en Quito había trabajado durante algún tiempo en un restaurante donde era la especialidad de la casa.

Y si quería, por un modesto suplemento podría degustarlo en el propio restaurante; no en el comedor, por supuesto, sino en la pequeña sala que usaban los camareros para estos fines. Allí estaría solo y podría comer tranquilamente sin que nadie le molestara.

Así lo hizo Eladio, disfrutando como no lo había hecho en años ya que, justo era reconocerlo, el asado estaba realmente soberbio. Eso sí, se le planteó un problema. Aunque estos animalitos son pequeños, comérselo entero de una sentada podía resultar indigesto; pero tampoco tenía donde guardarlo, por lo que a pesar de su sobriedad y, también espoleado por la gula, dejó limpio el plato.

Satisfecho como nunca desde que llevaba viviendo en España Eladio agradeció al dueño del restaurante su buen trabajo y, orondo y con el estómago repleto, se fue directamente a su habitación con la sana intención de hacer la digestión mientras dormía la siesta, al modo de las anacondas amazónicas; puesto que era fin de semana, tenía por delante tiempo de sobra para recuperarse de la comilona.

Para su desgracia, las cosas no se desarrollaron conforme había planeado. Apenas llevaba unas pocas horas durmiendo cuando le despertó un fuerte dolor de estómago. Puesto que su aparato digestivo había sido siempre capaz de digerir las piedras y Eladio no sabía lo que era un simple ardor, atribuyó las desagradables molestias a un empacho de cuy, limitándose a ir a la cocina y endosarse una buena dosis de bicarbonato aprovechando que su dueño estaba ausente, lo que le evitaba tener que dar incómodas explicaciones. Así, pensaba, facilitaría el tránsito de la comida hacia el intestino.

Pero no fue así y cuanto más tiempo pasaba se encontraba peor, sin que sintiera la menor mejoría tras vomitar buena parte de lo que había comido.

Fueron sus compañeros de piso quienes le encontraron caído al lado de la cama y semiinconsciente, presa de una fuerte calentura. Le llevaron a urgencias y de allí fue enviado directamente al hospital, donde los desorientados médicos, incapaces de diagnosticar sus extraños síntomas pero sospechando que pudiera tratarse de una enfermedad tropical, le remitieron a su vez a un centro especializado en patologías exóticas.

Todavía se encontraba internado el bueno de Eladio, convaleciente tras habérsele atiborrado de antibióticos y otros medicamentos hasta por las cejas, cuando saltó a los medios de comunicación la noticia de que había sido detenido un inmigrante de origen andino acusado de sustraer los cadáveres de los cobayas utilizados en los ensayos clínicos del laboratorio farmacéutico en el que trabajaba como limpiador, los cuales, en lugar de ser incinerados tal como prescribía la ley, una vez despojados de la piel y de las vísceras habían sido derivados hacia el consumo humanos vendiéndose clandestinamente a compatriotas suyos ansiosos por saborear a este pequeño roedor que tan popular era en sus países de origen.

Las autoridades sanitarias afirmaban que las posibilidades de enfermar tras la ingestión de estos animales eran mínimas, ya que aunque habían sido utilizados para ensayar nuevos tratamientos para determinadas enfermedades tropicales, como habitualmente se consumían fritos o asados era muy difícil que los agentes patógenos inoculados sobrevivieran al proceso de cocinado. No obstante, y como precaución, recomendaban que nadie consumiera carne de cobaya de origen desconocido o no certificado como mejor manera de prevenir una posible infección que, en cualquier caso, revestiría probablemente carácter leve, dada la gran diferencia corporal entre estos animales, que solían pesar alrededor de un kilo, y los humanos.

Eladio, obviamente, no se enteró en ese momento de ello; bastante tenía con lamentar lo mal que le había sentado el dichoso asado.


Publicado el 8-6-2019