El inútil



Las dos principales potencias regionales, cuya enemistad secular les había puesto en varias ocasiones al borde mismo de la guerra, al fin habían aceptado reunirse para limar asperezas gracias a los buenos oficios de su vecino común, un pequeño estado emparedado entre ambas que tenía mucho que perder y nada que ganar en caso de conflicto.

La firma del protocolo consensuado tras arduas negociaciones, un tímido paso adelante pero paso al fin y al cabo en la normalización de las relaciones entre los dos rivales, había sido programada con gran ceremonial por el presidente del pequeño país, convertido en anfitrión de sus poderosos vecinos en reconocimiento a su fructífera gestión -versión oficial- y por tratarse -versión real- de un territorio neutral, única manera de reunir a los dos orgullosos jerarcas, ninguno de los cuales jamás habría aceptado acudir en calidad de visitante a la capital enemiga.

Para revestir de más solemnidad al acto, éste tenía lugar en una pequeña finca de recreo ubicada junto al vértice donde convergían las fronteras de los tres países, razón por la cual, pese a su amenidad y a lo agradable de sus jardines, apenas era frecuentada por el presidente de la pequeña república... por si acaso.

La coreografía, a su vez, había sido organizada de la manera más minuciosa. En la amplia explanada que, entre jardines, se abría frente a la fachada principal del palacete, se había alzado una tribuna reservada para los tres jefes de estado y sus respectivos séquitos, mientras frente a ella se sentaban los selectos asistentes que habían sido invitados a la solemne ceremonia. Una guardia de honor integrada por miembros del exiguo ejército del país anfitrión, ataviados con sus vistosos uniformes de gala, y una brillante banda militar daban color y sonido al acto.

Comenzó su discurso el presidente dando la bienvenida a tan ilustres huéspedes, al tiempo que se congratulaba ante la nueva era de paz y prosperidad que se abría para todos gracias a la firma de tan importante acuerdo. Todo ello, por supuesto, convenientemente envuelto en el ropaje diplomático de un florido texto abundante en figuras retóricas, clichés, eufemismos y toda suerte de bonitas palabras, tal como era de esperar en semejante caso.

Una vez apagados los aplausos que cerraron la intervención presidencial, entusiastas por parte de sus ciudadanos y más bien tirando a formales los de sus serios invitados, la banda acometió con entusiasmo los vibrantes acordes de una marcha compuesta especialmente para el evento por el más afamado músico del país, mientras dos ujieres ataviados con adornadas vestimentas ceremoniales se abrían paso por ambos lados de la tribuna portando en sus manos sendas bandejas de plata en las que reposaban otras tantas copias del documento con el que se pretendía poner fin a las antiguas rencillas entre los dos estados y las plumas de oro con las que serían firmadas por sus respectivos jerarcas.

Simultáneamente, un numeroso grupo de niños de ambos sexos, ataviados con vistosos trajes regionales, salieron por las puertas del palacete portando en sus manos palomas de inmaculado plumaje blanco, las cuales una vez liberadas alzaron el vuelo trazando en el cielo una esperanzada alegoría de la paz.

Estaban ya los ujieres tras sus respectivos destinatarios, sentados a izquierda y derecha del anfitrión -los dos sillones que ocupaban habían sido asignados por riguroso sorteo- cuando el entusiasta vibrar de los instrumentos de viento se vio bruscamente interrumpido por el seco estampido de un disparo.

En un silencio sobrenatural cientos de pares de ojos se dirigieron hacia el lugar de donde había surgido éste, viendo como una de las palomas, que fatalmente para ella había tomado el camino opuesto al del resto de sus compañeras, interrumpía su vuelo con un brusco guiño antes de precipitarse al suelo, cayendo por detrás del muro de la finca al bosque que crecía tras ella.

La reacción de los asistentes al acto fue diversa. El presidente anfitrión, lívido, tras reclamar la presencia de su secretario le dictó unas instrucciones en voz baja que éste se apresuró a obedecer.

El Gran Mariscal que ostentaba la jefatura suprema de uno de los dos estados firmantes no fue tan discreto, ya que gritó una orden en su áspero lenguaje al edecán que le acompañaba que éste transmitió al resto de sus acompañantes. El comportamiento del segundo invitado, el Primer Ciudadano del País, fue diferente, ya que se limitó a interrogar gestualmente a su ministro de Asuntos Exteriores, sentado a su lado, el cual no pudo hacer otra cosa que encogerse de hombros.

Una vez superada la sorpresa inicial ambos tuvieron, por el contrario, una reacción similar: tras medirse mutuamente con la mirada -su anfitrión, que se interponía entre ellos, semejaba haberse convertido en invisible-, se levantaron con brusquedad de sus asientos y, seguidos por sus respectivos séquitos y por los escasos compatriotas que se contaban entre el público, abandonaron el recinto y el país que les había acogido sin despedirse siquiera, encaminándose en sus coches oficiales hasta las cercanas fronteras mientras los ciudadanos del país, encabezados por su presidente, se quedaban literalmente con la boca abierta.

El intento de pacificación entre los dos belicosos estados había fracasado de la manera más inesperada.




El hombre caminaba por el bosque de vuelta a su casa. Ataviado con unas ajadas ropas que hacía mucho conocieron tiempos mejores, portaba al hombro una escopeta todavía humeante y de su cinturón colgaba el cuerpo inerte de una paloma con el blanco plumaje salpicado del rojo intenso de la sangre. A sus pies trotaba un perro de raza indefinida, jubiloso por haber podido dar rienda suelta a sus adormecidos instintos cazadores.

Su vivienda, algo menos que una cabaña y algo más que una choza, se alzaba junto a un pequeño claro que se abría entre los árboles. A la puerta de ella se encontraba su mujer, vestida tan modestamente como él, con los brazos en jarra y el ceño fruncido.

-¡Ya estás aquí! ¿Dónde te habías metido?

Al ver la escopeta y el exangüe trofeo, exclamó:

-¡Otra vez de caza! Mientras el señorito se divierte, aquí estoy yo para sacar adelante la casa. ¡Qué digo casa! Porque ni siquiera podemos permitirnos el lujo de vivir en un sitio mínimamente decente, ya que al señor no se le antoja trabajar.

Se interrumpió, recordando algo, y reanudó la diatriba trocando el enfado por el miedo:

-Oye, ¿no se te habrá ocurrido acercarte a la finca?

-No he saltado la tapia -rezongó él de mala gana- si es eso lo que te preocupa, no tengo ganas de tropezarme con los guardias. Estuve por fuera.

-¡Alma de cántaro! -exclamó ella francamente asustada-. ¿Pero es que no sabías que había allí no sé qué acto importante, y que iba a estar llena de peces gordos? ¿Pero qué ibas a saber, si nunca te enteras de nada? ¡Dios mío, me casé con un imbécil!

-Yo... -intentó disculparse-. Sí que se oía barullo, incluso música, pero no me arrimé al jardín delantero que es por donde debían estar, fui por la parte de atrás de la tapia y allí no había nadie... o al menos, yo no lo vi.

-¿Y la paloma? No me dirás que te la sacaste del sombrero...

-De repente salió volando una bandada, y una de ellas vino hacia donde yo estaba. No había cazado nada, ni siquiera un mal conejo, así que levanté la escopeta, disparé... y -añadió esbozando un gesto de satisfacción- tenemos carne fresca para la comida.

-Carne fresca es la que te doy a dar a ti... temiendo estoy que venga la policía a buscarte... a buscarnos -se corrigió, dado que lo primero no le preocupaba tanto-. Pero hasta para eso tendrás suerte.

-¿Por qué iban a venir? -se extraño él-. ¿Por una simple paloma? Las hay a montones, y no está prohibido cazarlas.

-¡Serás imbécil! ¿Cuándo has visto tú que las palomas salvajes sean blancas? ¿No se te ha ocurrido pensar que las hubieran podido soltar en la ceremonia de la finca?

-Pues la verdad es que no; aunque sí me extrañó algo que saliera de allí una bandada tan grande. Pero total, por una sola... había muchas, y todas las demás se escaparon. Bueno, ahora que lo pienso, también se calló la música, pero no creo que fuera por mi disparo. Tanto la paloma como yo estábamos fuera, en el bosque.

-¡Pero cómo me casaría yo con alguien tan cretino! Anda, esconde la escopeta y si alguien te pregunta le dices que no te acercaste por allí. ¡Y dame el bicho, no sea que lo vayan a ver!

Arrebatándosela de las manos, se introdujo en la modesta vivienda. Su primera intención fue echarla al fuego para hacerla desaparecer, pero luego lo pensó mejor y comenzó a desplumarla fieramente, arrojando las plumas a las llamas. Una vez sin ellas no era posible adivinar cual había podido ser su librea, y dado que en el puchero tan sólo se estaban cociendo patatas y algunas verduras, un poco de carne tampoco vendría mal. Con habilidad hija de la práctica destripó el ave con rapidez, la troceó y añadió los trozos al guiso.

-Menos mal que estoy yo aquí -rezongaba para ella-, porque si fuera por este... -fulminó con la mirada a su consorte, que mientras tanto había echado mano a la bota y estaba empinándola beatíficamente-. ¿Qué me daría a mí el maldito día que le conocí? En la vida he conocido a alguien tan inútil, sería incapaz de hacer absolutamente nada por mucho que se lo propusiera, que ni siquiera se lo propone.

Se equivocaba.


Publicado el 5-12-2019