Historia de dos amigos



Eran dos náufragos lanzados por la resaca de la vida a las costas de la marginación, dos perdedores natos en la dura lucha por la supervivencia devorados por esa marginalidad desgarrada que constituye la cara amarga de las sociedades que se dicen desarrolladas. Su futuro no era otro que el de la mera supervivencia gracias a las migajas que despreciaban aquéllos a los que de todo les sobraba, los cuales les toleraban, en un alarde de falsa e hipócrita misericordia, únicamente merced a su habilidad en lograr pasar desapercibidos.

Ambos tenían mucho en común, y sin embargo no podían ser más diferentes. El primero de ellos era un hombre todavía joven, pero avejentado en extremo por culpa de unas precarias condiciones de vida y por los excesos de una juventud alocada en la cual llegó a alentar las mismas esperanzas que cualquier otra persona antes de sumirse en el negro pozo de sus miserias. Su biografía, corta en años pero extensa en aconteceres, por lo general desgarrados, no era muy diferente de la de cualquier otro perdedor: Hijo de un alcohólico y víctima de una niñez desgraciada, pronto trocó las precoces fugas de la escuela por una adolescencia que no tenía demasiado claros los límites entre lo permitido y lo prohibido. La espiral siempre descendente de su vida le llevó a mezclarse con malas compañías que le condujeron por caminos equivocados, a la par que le sumía sin posible marcha atrás en la mortal trampa de las drogas.

No muchos años después, con la salud quebrantada para siempre y con nulas posibilidades de reinserción social, arrastraba la triste caricatura de su existencia por las indiferentes arterias del centro de la ciudad mendigando unas limosnas que le permitieran llegar hasta mañana, un mañana que para él tan sólo alcanzaba hasta el día después. Él no era mala persona, nunca lo había sido, y si las circunstancias de su vida hubieran sido menos azarosas, quizá habría podido salir a flote convirtiéndose en un ciudadano normal... Pero su inadaptación social y la debilidad de su carácter le habían arrastrado a una triste situación de la que tan sólo le libraría la llegada traicionera de la muerte.

Su compañero era un simple perro callejero, un pequeño chucho negro que en su mezcla de cien razas pregonaba a las claras lo bastardo de su origen. Lo había recogido, aún cachorro, en una escombrera de las afueras de la gran urbe, salvándolo sin duda de una muerte por hambre o, probablemente, del triste destino de la perrera. No se trataba de un cachorro abandonado víctima inocente primero del capricho de un niño y, posteriormente, del egoísmo estival de sus progenitores, sino de un verdadero perro callejero cuyos desconocidos padres habían logrado el milagro de sobrevivir en un ambiente hostil. Era, pues, otro perdedor que habría visto con envidia, si eso fuera posible en un can, la vida regalada de tantos congéneres suyos.

Pese a que el mendigo a duras penas lograba conseguir lo suficiente para sobrevivir, aceptó complacido el reto de compartir su vida con el cachorro, tomándolo a su cargo. Por encima de todas las puñaladas que le había dado la vida, por encima de los sinsabores de su realidad cotidiana, el castigo más duro de todos era para él, con mucho, el azote cruel de la soledad más absoluta. Sin familia, sin amigos, sin nadie que se preocupara lo más mínimo por él, nuestro hombre se encontraba espantosamente solo en el corazón de una ciudad en la que bullía la vida. Así pues, sacrificó voluntariamente parte de sus magros recursos con tal de disponer de un amigo. De su único amigo.

El animal, por su parte, no le defraudó en sus esperanzas. Desconocedor de la existencia de un tipo de vida mejor se conformaba con sentirse querido, siendo probablemente mucho más feliz que todos aquellos estirados perros de raza que veía pasear todos los días no por sus dueños, sino por la mercenaria mano de la servidumbre doméstica de los mismos. Evidentemente carecía de raciocinio alguno para poder establecer comparaciones de ningún tipo, pero si así hubiera sido no cabe la menor duda de que los habría compadecido en su dorada cautividad. Él era libre y se sentía querido, lo cual en su alma perruna era más que suficiente para sentirse satisfecho. Contento con su suerte, correspondía a su desgraciado amo con un cariño que compensaba con creces a éste de todos sus sinsabores.

Todas las mañanas el mendigo se apostaba en el semáforo de un bullicioso cruce para, aprovechando la detención forzosa de los vehículos, solicitar a sus conductores una limosna mediante un lastimero cartel que ni siquiera había escrito él. Mientras tanto, el perrillo aguardaba dócilmente sentado en la acera. Pero una mañana...

La ciudad hervía de actividad y un ingente número de personas se dirigían afanosamente a sus quehaceres sin prestar la más mínima atención a todo lo que les rodeaba. De repente se escuchó un brusco frenazo seguido de un gemido lastimero, e instantes después los peatones que en ese momento atravesaban somnolientos el cruce descubrían con sorpresa al pequeño perrillo negro corriendo espantado entre sus piernas. Poco más allá el inocente animal se derrumbaba vomitando sangre a borbotones.

Ante la indiferencia de los transeúntes, que se limitaban a apartarse del agonizante animal sin dirigirle siquiera una mirada de conmiseración, llegó corriendo el espantado mendigo, el cual recogió en sus brazos a su moribundo amigo sintiendo como un frío y cruel cuchillo le desgarraba el corazón. Acababa de perder a su único ser querido.

Al día siguiente el mendigo se encontraba de nuevo en el mismo lugar tras haber pasado en algún rincón la noche más amarga de su vida. Estaba solo, espantosamente solo, y había perdido la única razón que hasta entonces le alentara a seguir viviendo. Su rostro, contraído en un rictus de amargura, reflejaba de forma patente su sufrimiento, un sufrimiento al que eran completamente ajenos todos cuantos se cruzaban con él sin dirigirle siquiera el consuelo de una mirada caritativa.


Publicado el 8-7-2015