El caso de las cartas olvidadas



El informe policial no podía ser más escueto ni más frío: aquella gélida mañana de enero una anciana había sido encontrada muerta en el interior de su mísera chabola. Se trataba de un caso desgraciadamente muy habitual en la gran ciudad, un suceso que apenas si ocuparía una mínima columna perdida entre las páginas de relleno de alguno de los semanarios especializados en sucesos.

La compleja maquinaria burocrática se puso en marcha una vez más con la habitual parsimonia producto de una costumbre sólidamente asentada. La patrulla policial se dirigió hacia el sórdido suburbio comprobando la certeza de la información; por otro lado, no podía ser de distinta manera teniendo en cuenta que los habitantes del barrio jamás hubieran reclamado la presencia allí de las fuerzas del orden para algo innecesario o, al menos, evitable de acuerdo con los criterios de su particular concepción de la convivencia social.

Una vez levantado el cadáver el dictamen del forense fue taxativo: Se trataba indudablemente de un caso de muerte natural, entendiendo como tal los efectos combinados de la edad, el frío y la inanición sobre el minado organismo  de la infortunada anciana. Y, mientras el cuerpo quedaba en el depósito a la espera de ser reclamado por algún familiar, la policía recibió la autorización necesaria para proceder a una investigación tendente a conocer la identidad de la fallecida... a unque en realidad había más bien poco que investigar.

De los interrogatorios efectuados a los escasos curiosos que accedieron a la solicitud policial, tan sólo pudo saberse que la anciana, a la que todos llamaban Visitación sin que nadie pudiera precisar cuáles eran sus apellidos, carecía de ocupación alguna viviendo exclusivamente de la caridad pública. Ni se le conocía familia alguna ni ella había dado a entender en ningún momento que la tuviera. Apenas abandonaba su refugio a excepción de las visitas diarias que realizaba a un cercano comedor de beneficencia, y no acostumbraba en ningún caso a molestar a sus vecinos por otra parte tan necesitados como ella. Sobria incluso para los parámetros del mísero barrio en el que habitaba no parecía tener necesidades de ningún tipo, coincidiendo todos en señalar que jamás había pedido limosna aun cuando no rechazaba aquello que libremente se le ofrecía, generalmente ropas usadas. De hecho, Visitación parecía vivir en su propio mundo interior ajena por completo a la sórdida realidad que le rodeaba; a nadie molestaba y todos la respetaban igual que se respeta a algo insignificante o inofensivo.

No menos parco resultó el registro de su vivienda, apenas algo más que unos tablones de madera adosados al muro de una antigua fábrica, todo ello parcheado con uralitas y cartones. En su reducido espacio interior se apiñaba un reducido mobiliario constituido únicamente por el jergón en el que apareciera el cadáver de la anciana, una destartalada silla y una mugrienta mesa remendada groseramente con toda una teoría de tablas de madera producto de las más heteróclitas procedencias. Un lío de ropa remendada recogido en un rincón, unos cuantos cabos de velas a la sazón apagados, una desconchada escudilla con una cuchara de palo encima y un desportillado portarretratos mostrando tras el quebrado cristal la amarillenta imagen de un sonriente soldado, cerraban el pobre inventario.

Fue la búsqueda del inexistente carnet de identidad de Visitación lo que motivó el hallazgo de la caja. Ésta se hallaba escondida, quizá buscando un retazo de intimidad, en un hueco del muro parcialmente tapado por el jergón, lo que había motivado sin duda que hubiera pasado desapercibida durante la primera y más somera inspección. Se trataba de una antigua y resistente maleta de cuero que por su tamaño bien hubiera podido pasar por un pequeño baúl y que, a pesar de la humedad que evidentemente había soportado durante años, se encontraba en un aceptable estado de conservación. Al intentar abrirla los policías descubrieron que ésta estaba cerrada con llave, resultando completamente infructuosa la búsqueda de la misma; ésta se encontraría más tarde colgada del cuello de Visitación, depositada en una anónima cámara frigorífica a la espera de su identificación.

Trasladada finalmente a las dependencias policiales, la maleta provocó una lógica expectación entre los agentes encargados del caso; no sería la primera vez que se descubrían importantes sumas en dinero o en joyas acumuladas por unos mendigos que jamás habían hecho uso de ellas. Tras una breve e infructuosa espera la inexistencia de familiares que reclamaran el cadáver hizo que la maleta fuera por fin abierta. Y, en contra de lo que todos esperaban, su interior se mostró carente por completo de objetos de valor; estaba repleta, por el contrario, de fajos de cartas cuidadosamente ordenadas.

La sorpresa causada por tan insólito hallazgo no disminuyó en intensidad sino que ocurrió todo lo contrario una vez que se hubo comprobado el destino de las distintas misivas: si algo tenían todas ellas en común, era precisamente la total heterogeneidad tanto en los remitentes como en las personas a las que iban dirigidas, ninguna de las cuales coincidía con la pobre Visitación. Las había en número de muchos cientos escalonadas a lo largo de un período de tiempo que abarcaba varios años. Un examen más detenido de las mismas permitió descubrir al fin un detalle que se repetía curiosamente en todos los casos: el sello aplicado por la administración de Correos mediante el cual constaba que el envío había sido devuelto a su remitente por no haberse podido entregar en la dirección reseñada en el sobre.

Se consultó, lógicamente, a los funcionarios de Correos en un intento de esclarecer el origen de las mismas. La respuesta fue, al mismo tiempo, tajante y ambigua: Procedían, efectivamente, del depósito de cartas extraviadas; allí iban a parar todos aquellos efectos postales que no habían podido ser entregados a sus destinatarios y tampoco se habían conseguido devolver posteriormente a sus remitentes. Todas ellas eran destruidas una vez cumplido el plazo de tiempo marcado por la ley; ignoraban, por tanto, como habían podido llegar en tan elevado número a manos de la anciana.

Las sospechas recayeron entonces en el cartero del barrio, el cual había iniciado su trabajo en él en unas fechas sospechosamente coincidentes con las marcadas en las cartas más antiguas. El hecho en sí no estaba tipificado como delito puesto que todas las cartas encontradas, aun las más recientes, habían cumplido con creces el plazo de espera después de haber sido dadas definitivamente por perdidas; pero no menos patente era la presunción de que se había cometido una grave falta administrativa, por lo que a solicitud de sus propios superiores el cartero fue llamado a declarar por los inspectores de policía. Requerido por los agentes del orden -“Treinta años de intachable hoja de servicios”, les había recordado su inmediato superior-, el modesto funcionario se ofreció voluntariamente para revelar una larga historia en la que él había desempeñado un papel primordial.

Juan Rodríguez era toda una institución tanto en el barrio como entre sus compañeros de trabajo. Cercano ya a la jubilación, formaba parte por derecho propio del escaso grupo de personas capaces de humanizar su relación con los demás haciendo de la convivencia diaria algo muy distinto de la indiferencia hostil hacia los semejantes que suele caracterizar a la vida en las grandes ciudades. Obligado a moverse en un barrio que era el refugio de buena parte de la marginación social generada por la metrópoli, se había visto convertido de hecho en el confidente de la mayor parte de sus habitantes, bastantes de ellos, huelga decirlo, incapaces de entender la palabra escrita. Querido y respetado por todos y sin enemigos conocidos en un lugar en el que no eran extraños los ajustes de cuentas al margen de la ley, su cotidiana labor constituía una de las escasas satisfacciones que podían permitirse aquellas sencillas gentes con las que Juan compartía las ilusiones y los sinsabores. Todos encontraban en él una frase amable y una comprensión a sus difíciles problemas; Juan era así testigo de excepción de la vida de la comunidad intentando en todo momento paliar, en la medida que le permitían sus limitados medios, las injusticias sociales que, como ocurre siempre, se cebaban cruelmente en la carne de los más débiles.

Juan conocía a Visitación casi desde el primer día en el que comenzó a repartir allí sus cartas. Recordaba emocionado la ocasión en la que, recién llegado al barrio, la infeliz anciana se había dirigido a él preguntándole por su Pablo. Pablo había prometido escribirla desde la lejana Argentina, y Pablo jamás le había mentido. Pero durante años, muchos años, todos los carteros se habían negado a entregarle sus cartas. Juan era nuevo, y sin duda sería bueno. Él sí le daría las cartas de su Pablo.

Poco a poco fue conociendo Juan la triste historia de la anciana. Pablo había sido el amor, el único amor de la infeliz Visitación. Ambos eran jóvenes, y pensaban casarse una vez que él hubiera terminado el servicio militar. Pero la boda nunca se llegó a celebrar. Pablo adujo que necesitaban dinero, mucho dinero, para crear una familia, y ninguno de los dos lo tenía. Pablo decidió marchar a América en busca de una fortuna que aquí se le negaba. Cuando fuera rico llamaría a Visitación y allí se casarían, disfrutando juntos de una existencia infinitamente más feliz que la que su limitado medio social podía ofrecerles.

Pablo partió rumbo a lejanas tierras y Visitación no volvió a tener noticias suyas. Durante años aguardó ansiosa su llamada, firmemente esperanzada en la llegada de un futuro mejor para ambos. Pero el tiempo transcurrió inexorable y todo continuó igual en el limitado universo de la engañada mujer. Sin embargo Visitación nunca se resignó a su suerte, justificando los hechos merced a la invención de explicaciones cada vez más inverosímiles. Sin rendirse a la evidencia había ido encerrándose cada vez más en su propio mundo interior, único en el que aún le eran posibles las ilusiones.

Visitación era ya una anciana marchita, pero su fe continuaba tan intacta como el primer día. Cincuenta años después aún seguía esperando la llamada de Pablo, una llamada que nunca llegaría ya. Por ello, Juan decidió suplantarlo. Sería un engaño, sí, pero un engaño piadoso que permitiría a Visitación morir satisfecha llenando de esperanza los últimos años de una vida que hasta entonces había permanecido vacía.

Un buen día Juan apareció con una misiva de Pablo; se trataba, en realidad, de una carta perdida salvada en el último instante de la destrucción y la cual no iba a ser reclamada ya. A nadie podía interesarle ya, por lo que nada de malo había en su sustracción de la saca destinada al incinerador; pero serviría sin duda para llevar la esperanza a un alma contrita que hacía ya mucho tiempo que había olvidado lo que era la ilusión. Visitación no sabía leer, por lo que fue Juan quien se encargó de comunicarle las primeras noticias de Pablo tras su largo silencio. Y, huelga decirlo, la alegría de la anciana fue tal que al honrado cartero no le cupo ya la menor duda sobre lo lícito de su irregular iniciativa.

A partir de entonces, día tras día recibió Visitación una carta de su redivivo Pablo. Nada había cambiado en su mísera existencia, pero había conseguido que su vida cobrara de nuevo un sentido. Y era feliz, inmensamente feliz con esa rotundidad que sólo son capaces de alentar los ancianos y en los niños. La anciana aguardaba cada mañana, con la ilusión de una niña, la llegada de Juan con noticias de la remota Argentina. Conocía al fin todo lo que le había ocurrido a su Pablo desde aquella lejana fecha en la que cruzara el Atlántico, y le había perdonado de corazón su tardanza en escribirla. Incluso había dictado a Juan con su torpe lengua alguna que otra carta dirigida a la lejana Argentina sin  otra dirección que el ingenuo rótulo de Señor Pablo Pérez, Argentina. Y por supuesto todas habían llegado puntualmente a su destinatario gracias a la amabilidad del buen cartero, que se había comprometido a enviarlas por el correo especial reservado a las grandes personalidades del mundo entero.

Supo así de sus avatares, de sus esfuerzos y, por fin, de sus éxitos. Ahora era el dueño de una hacienda tan grande que su caballo no podía recorrerla en una sola jornada. Era rico, muy rico, y pronto vendría a buscarla para llevarla con él. Tan sólo había que esperar a que estuviera terminada su nueva casa, una casa con muchas habitaciones y numerosos criados, uno de los cuales incluso era negro. Visitación guardaba con ilusión todas las cartas que recibía aguardando anhelante el momento en el que por fin podría reunirse con su amado.

Ese día nunca habría de llegar. Ahora Visitación estaba muerta, y Juan no necesitaría robar más cartas olvidadas ni tendría que forzar su limitada inventiva imaginando más historias del rico hacendado Pablo. Pero sabía que la anciana había muerto feliz, y esto le bastaba para convencerse de que aquellas cartas, mudos testigos de frustradas ilusiones, habían podido al fin cumplir con una misión.

Ha pasado el tiempo. Visitación yace enterrada en una fosa común y Juan continúa apartado del servicio de reparto debido oficialmente a que por su edad era más conveniente que no saliera del edificio de Correos; sus jefes fueron benévolos con él, pero el reglamento impidió tajantemente que continuara con su antiguo trabajo. El caso de las cartas olvidadas, como fuera bautizado por algún ingenioso inspector, reposa ahora olvidado en un polvoriento anaquel de algún anónimo juzgado. En la ciudad, al igual que siempre, la vida continúa.


Publicado el 8-7-2015