Proyecto Fénix



Según todos los informes oficiales, el proyecto Fénix se saldó con el mas rotundo de los fracasos. Sin embargo, lo que muy pocas personas conocen es que en un único caso, el último precisamente, el equipo a cuyo cargo corría el desarrollo del proyecto logró ver sus esfuerzos coronados por el éxito, un éxito no obstante tan inesperado y, en cierto modo, tan desconcertante, que fue el responsable directo del carpetazo final.

Antes de continuar adelante he de aclarar una cuestión: yo participé en el proyecto Fénix en mi calidad de ayudante del profesor Alcaraz el cual, como es sabido, fue uno de los grandes promotores de la revolucionaria idea. De hecho acababa de iniciar mi tesis doctoral y, al menos eso pensaba, mi participación en el equipo, aunque modesta, podría muy bien servirme en el futuro como apoyo a mi todavía incipiente carrera. Hoy, varios años después, el profesor Alcaraz vegeta en una universidad de provincias al tiempo que ninguno de los principales responsables del proyecto ha conseguido eludir las desagradables consecuencias que ha tenido en sus respectivas carreras profesionales el espectacular fiasco. En lo que a mí respecta aún me puedo dar por satisfecho ante el hecho de que mi escasa responsabilidad y mi prácticamente nula representatividad se zanjaran de una manera neutra, sin los beneficios esperados pero también sin las secuelas negativas que tanto perjudicaron a mis compañeros.

Pero volvamos al tema. El proyecto Fénix, como suele ocurrir con casi todos los nuevos campos de investigación, contó desde el principio con numerosos detractores e incluso con un rechazo frontal por parte de ciertos sectores sociales que, siguiendo su inveterada costumbre, se apresuraron a oponerse a algo que chocaba de lleno con sus estrechos esquemas mentales. Sí, es completamente normal que el intento de resucitar a personas clínicamente muertas pudiera repugnar a algún que otro espíritu timorato... Pero no por ello deja de ser cierto el hecho de que la ciencia tan sólo ha podido progresar cuando ha logrado librarse de todos aquellos prejuicios que, a manera de rémoras, han dificultado secularmente su desarrollo.

En esencia la idea era sencilla: Se trataba de intentar reanimar el cerebro de personas recién fallecidas recurriendo a toda una serie de sofisticados aparatos que pudieran sustituir al desgastado cuerpo que hasta entonces lo sustentara. Al menos en teoría, y salvo en aquellos casos en los cuales la muerte fuera provocada directamente por un fallo cerebral, la reanimación debería ser posible siempre que se hiciera inmediatamente después de producirse el óbito. De hecho, si ya se hacía rutinariamente con hígados, riñones o corazones, ¿Por qué no con cerebros?

En la práctica la cuestión no resultaba tan sencilla. En primer lugar el cerebro es con mucho el órgano más delicado del cuerpo y también el más difícil de mantener con vida, bastando con unos escasos minutos para que sus tejidos se destruyan irreversiblemente. Y por si fuera poco con las ya de por sí considerables dificultades técnicas, trabas de todo tipo comenzaron prontamente a amenazarnos con el estrangulamiento del proyecto apenas iniciado éste.

Para empezar nos tropezamos con una auténtica maraña de cortapisas e impedimentos legales que mantuvieron paralizada nuestra labor durante varios meses. Evidentemente lo ideal hubiera sido realizar el experimento justo antes de que el encefalograma del paciente diera una señal plana; pero como es sabido, la eutanasia en todas sus vertientes continúa siendo ilegal, lo que nos impedía intervenir al donante antes de que éste falleciera. Asumido necesariamente este punto tuvimos también que luchar para poder acogernos a la ley que entonces regulaba la extracción de órganos de cadáveres con destino a trasplantes o a investigación médica; porque si bien el espíritu que inspiraba a este texto legal era sumamente liberal, la interpretación que de él hacían los numerosos leguleyos con los que nos tropezábamos continuamente distaba mucho de ser tan tolerante. De hecho, éramos los primeros en plantear la extracción de cerebros humanos para fines no estrictamente anatómicos, lo que chocaba necesariamente no sólo con la inercia burocrática ante un hecho no recogido en la ley, sino también con el siempre latente complejo de Frankestein, traducidos uno y otro en el temor existente ante el hecho cierto de que una operación de este tipo no sería un trasplante de cerebro, sino de cuerpo.

Para mayor desgracia, un periodista con tan pocos escrúpulos como elevada ambición publicó un extenso reportaje francamente tendencioso y decididamente sensacionalista sobre nuestras actividades, y lo hizo nada menos que en una de las más cualificadas revistas de la prensa amarilla, una publicación especializada en temas polémicos cuando no escabrosos, pero siempre de fácil aceptación entre las capas sociales de nivel cultural más bajo del país... Que lamentablemente suelen ser las más numerosas. El efecto que esta iniciativa tuvo en el público, como cabía suponer, fue realmente fulminante: La discreción no buscada pero siempre asumida que suele acompañar a los experimentos científicos había quedado hecha trizas, y no precisamente para bien.

Huelga decir que a partir de entonces comenzaron a llover sobre nosotros todo tipo de ataques razonados o no en un claro intento de desprestigiar, cuando no de desarbolar, nuestro proyecto. Evidentemente nosotros podíamos hacer caso omiso, y de hecho así lo hacíamos, a todo este cúmulo de diatribas, anatemas y denuestos; nuestras actividades eran perfectamente legales, y esto era lo único que en realidad nos importaba. Podíamos, pues, ignorar tranquilamente los calificativos de nazis, sacrílegos o asesinos con lo que se nos insultaba; sin embargo, recordémoslo, para la consecución de nuestros fines precisábamos de la ayuda de numerosos sectores sociales que podían muy bien negárnosla influidos por estos condicionantes tan negativos.

Por otro lado nuestros métodos de trabajo, convenientemente aireados por la dichosa revista, llenaron de horror a más de una cándida persona que, sin embargo, veía como muy normales las desagradables (pero socialmente aceptadas) prácticas de forenses y cirujanos. Reconozco que decapitar cadáveres todavía calientes, conectando inmediatamente después el sistema vascular de sus amputadas cabezas a una complicada maquinaria de aspecto más bien siniestro, es algo capaz de impresionar a cualquiera; pero esto era algo completamente necesario para nuestros experimentos y, pese a todo, no era significativamente peor que una autopsia.

Antes de seguir adelante me veo obligado a hacer una aclaración: Teníamos sobrados motivos para actuar así. Por mucha prisa que nos diéramos jamás conseguiríamos extraer un cerebro de la bóveda craneal con la suficiente rapidez como para evitar que sus tejidos se deteriorasen irreversiblemente, amén de que poco nos iba a poder servir un encéfalo privado de la totalidad de sus medios de comunicación con el exterior, es decir, sus sentidos. Claro está que sí podríamos perfectamente haberlo extraído de una persona aún viva... Pero eso era algo completamente ilegal, y además no se habría ceñido a nuestros proyectos de reanimar cerebros clínicamente muertos. La solución adoptada, amén de rápida, era también eficaz al menos en teoría, independientemente de su carácter presuntamente macabro: La cabeza del fallecido era conectada a un complejo sistema de soporte vital al tiempo que se la estimulaba física y químicamente con objeto de reanimar los tejidos nerviosos antes de que sobreviniera la destrucción definitiva de los mismos.

Sin embargo, los ataques más virulentos eran los que se cebaban en la hipótesis de un éxito en nuestros experimentos. ¿Qué habría de pasar en el caso de que consiguiéramos mantener indefinidamente con vida la cabeza de una persona obligándola a sufrir una invalidez infinitamente más cruel que todas las conocidas? ¿Nos arrogaríamos potestades cuasidivinas permitiéndonos decidir libremente sobre la vida y la muerte de estas personas? La ley presentaba en este aspecto un vacío muy difícil de llenar, pero muy fácil de criticar desde posiciones totalmente encontradas.

Por nuestra parte, todas estas inquietantes preguntas poseían respuestas lógicas y, si me apuran, también éticas; que nos las aceptaran, era ya harina de otro costal. Nuestro sistema de mantenimiento vital no podía garantizar indefinidamente la vida del cerebro de nuestros pacientes, por lo que nuestras pretensiones no iban más allá de una prolongación artificial necesariamente corta de la vida del individuo una vez que su organismo hubiera fallado irreversiblemente. No, no pretendíamos reproducir con nuestros aparatos la complejidad bioquímica del cuerpo humano ya que esto, con nuestros medios, hubiera resultado imposible. De hecho, nos limitábamos a ensayar un sistema temporal de soporte vital del cerebro antes de dar el siguiente paso, la obtención del cadáver de una persona fallecida de una enfermedad cerebral con objeto de proceder al pertinente trasplante; mas entonces, se lo aseguro, nuestras pretensiones no iban más allá de la primera fase de nuestro ambicioso y difícil plan.

Como puede suponerse, con tamaños condicionantes nos resultó extremadamente difícil conseguir pacientes para nuestro proyecto, cosa sencilla de entender si tenemos en cuenta la escasez crónica de donaciones de órganos para trasplantes a pesar de ser ésta una actividad socialmente recomendada. Realmente no se podía pedir que nos llovieran voluntarios teniendo en cuenta que nos veíamos obligados a seleccionar personas desahuciadas las cuales tenían que aguardar la llegada de la muerte al tiempo que soportaban alrededor de ellas el montaje de un espectacular equipo al cual sería conectada su degollada cabeza apenas unos minutos después de ocurrido el fallecimiento.

No, los prejuicios seculares pesaban demasiado, máxime si tenemos en cuenta la campaña difamatoria organizada por varios sectores socialmente nada desdeñables. Además, la imposición legal de una autorización expresa del donante, reflejada por escrito, contenía aún más tanto a los propios enfermos como a sus familiares. Afortunadamente disponíamos del lubricante adecuado, y de hecho ninguno de nosotros sintió el menor escrúpulo a la hora de repartir las generosas donaciones con las que intentábamos compensar las molestias causadas a los pacientes y a sus herederos, y en especial a estos últimos... Porque gracias a la habilidad de algunos de nuestros miembros, dinero era lo único que no nos faltaba.

Por otro lado, tampoco necesitábamos un número excesivo de sujetos experimentales, puesto que los ensayos previos con animales (perros y monos fundamentalmente) nos habían allanado mucho el camino. Por tal motivo, no nos extrañó en modo alguno que nuestro primer paciente volviera a abrir los ojos varios minutos después de haber sido conectado al equipo revitalizador; ya contábamos con ello. Pero...

Sí, el cerebro había sido evidentemente reanimado tal como mostraban las gráficas del encefalograma y como lo testimoniaban los gestos de todo tipo que realizaba esa cabeza sin cuerpo. Pero para sorpresa nuestra, mientras todos los sistemas neurovegetativos parecían funcionar perfectamente tal como ocurría en nuestros experimentos con animales, las funciones conscientes, es decir, lo que comúnmente denominamos inteligencia o razón, brillaban por su ausencia; dicho con otras palabras, habíamos obtenido un perfecto autómata.

Este aparente fracaso, que empañaba por completo a nuestra del todo punto exitosa reanimación (o si lo prefieren ustedes, resurrección), no tuvo por menos que desconcertarnos. Lo lógico hubiera sido una recuperación total o en su defecto nula, pero nunca una reanimación selectiva que dejara fuera de ella a todo lo relacionado con el intelecto superior. Teníamos pues en nuestras manos a un completo vegetal que respondía perfectamente a todos los estímulos pero al que éramos incapaces por completo de inducir el más mínimo comportamiento racional. Por esta razón cuando al cabo de tres horas fallecía definitivamente, todos nosotros respiramos con alivio.

Tardaríamos cerca de medio año en volverlo a intentar de nuevo, en parte por nuestra dificultad en conseguir pacientes, en parte también por el empeño en buscar un posible fallo en nuestras manipulaciones, esfuerzo este último que habría de mostrarse baldío por completo.

Cuando por fin llevamos a cabo nuestra segunda experiencia los resultados fueron sensiblemente similares a los de la vez anterior, para decepción nuestra, salvo por el hecho de que la paciente (era una mujer en esta ocasión) se mantuvo viva durante cerca de cinco horas. Y el tercero, y el cuarto... Así hasta el noveno, tras lo cual estábamos en condiciones de poder afirmar que nuestros aparentes fracasos no podían ser debidos en modo alguno a un fallo de las técnicas reanimadoras empleadas. La hipótesis de trabajo que manejamos durante algún tiempo consideraba que las funciones conscientes del cerebro habrían de tener un soporte fisiológico más delicado que las simplemente vegetativas, razón por la cual se extinguirían antes de que pudiéramos retenerlas; pero finalmente llegamos a la conclusión de que ésta debería ser necesariamente falsa al continuar sin avances de ningún tipo a pesar de haber perfeccionado suficientemente el paso más delicado de todo el proceso, la conexión de la cabeza al equipo evitando que el cerebro se viera privado de riego sanguíneo durante más de treinta segundos. Era materialmente imposible que en tan breve plazo de tiempo se destruyera ningún tejido por muy delicado que fuera, y si a este hecho sumamos la circunstancia de que el último sujeto objeto de experimentación sobrevivió en su nuevo estado cerca de veinticuatro horas, se podrá suponer fácilmente el desconcierto que a todos nosotros llegó a embargarnos.

Haciendo una simplificación podríamos decir que nuestro grupo había quedado escindido en dos tendencias claramente definidas: la de los que como yo nos negábamos en redondo a admitir una explicación no científica (y por lo tanto nos quedábamos sin ella), y la de los que por el contrario propugnaban una solución escatológica al problema afirmando que todo se debía al hecho de que el cerebro, una vez había sido abandonado por el alma, se convertía en un soporte vacío, en un órgano más del cuerpo privado por completo de atributos conscientes. Según ellos, nosotros podríamos reanimar al cerebro como se hacía con el corazón o el hígado; pero nunca conseguiríamos que el alma del difunto retornara a él con posterioridad a su marcha.

Evidentemente los partidarios de esta última postura propugnaban el abandono inmediato del proyecto Fénix toda vez que según ellos no tenía ningún sentido prolongarlo para obtener forzosamente un vegetal que de humano tan sólo habría de conservar la forma externa; nosotros, por el contrario, luchábamos por conseguir que la ciencia no fuera arrollada por la fe irracional insistiendo machaconamente en la necesidad de continuar adelante con los experimentos al tiempo que intentábamos corregir los fallos que impedían su desarrollo total tal y como todos en el fondo deseábamos.

Por fin se llegó a una solución de compromiso: Se intentaría de nuevo una vez más y, a tenor de los resultados, continuaríamos adelante o, por el contrario, cancelaríamos definitivamente el proyecto. Transcurrirían aún dos meses antes de que pudiéramos conseguir un nuevo paciente, el décimo, un hombre de edad madura afectado por un cáncer en estado terminal y al que los médicos no daban más de algunas semanas de vida.

Una vez el paciente estuvo en nuestras manos, preparamos con rapidez el quirófano y, con una ansiedad no exenta de temor tanto por parte de unos como de otros, aguardamos con impaciencia la llegada del desenlace, el cual tuvo lugar apenas diez días más tarde. El proceso de amputación de la cabeza y su conexión al sistema de soporte vital tuvo lugar con una celeridad y una precisión hijas de nuestra ya larga experiencia, por lo que la parte quirúrgica se desarrolló con una normalidad que pese a todo no pudo evitar que a todos nosotros nos embargara una desagradable sensación de desasosiego. De alguna manera intuíamos que éste iba a ser el ensayo definitivo, lo que no contribuía precisamente a tranquilizarnos.

Pasados algunos minutos, y tal y como estaba previsto, el paciente (o mejor dicho lo poco que quedaba de él, cubierta piadosamente la base de su amputado cuello con una sábana) abría los ojos llenándonos a todos de incertidumbre. Hasta aquí sus reacciones eran plenamente coincidentes con las de todos los casos anteriores... ¿Fracasaríamos de nuevo?

Pronto comprobaríamos que la experiencia tomaba esta vez un cariz diferente por completo al de las anteriores ocasiones; y cuando los labios del resucitado se abrieron por vez primera no lo hicieron para emitir los sonidos inarticulados y carentes de sentido a los que estábamos acostumbrados, sino para preguntar débilmente y de una manera muy humana en qué lugar se encontraba.

El revuelo, como cabe suponer, fue inmediato. A pesar de todos los malos augurios la reanimación era posible, y esto truncaba por completo las teorías de la facción teológica del equipo. Sin embargo éstos, lejos de arredrarse ante su evidente fracaso, decidieron jugar su última y definitiva baza. Evidentemente el siguiente paso consistiría en interrogar al paciente antes de que la reanimación temporal dejara de surtir efecto, y para ello contábamos con el concurso de Luis Pla, un psicólogo al que el aburrimiento producido por su falta de trabajo había empujado al bando de los creyentes, del cual se había convertido en un ferviente adalid.

Pla, y esto no era ningún secreto, se había pasado los últimos meses estudiando a conciencia todo lo publicado acerca de la vida después de la muerte... Toda una abundante y resbaladiza literatura caracterizada por lo general por una absoluta falta de rigor científico. No obstante, y puesto que independientemente de nuestras creencias todos nosotros estábamos deseosos de conocer las impresiones del resucitado paciente, nadie tuvo el menor inconveniente en dejarle obrar a su antojo a pesar de que teníamos la certeza de que Pla lo iba a hacer a su manera.

Superada la crisis inicial, el sujeto se tranquilizó con bastante rapidez de modo que apenas unas horas después accedía a relatarnos sus vivencias más inmediatas. Según nos dijo, se había visto liberado repentinamente de su cuerpo al cual podía vislumbrar desde el exterior del mismo tal como si estuviera contemplándolo desde un rincón del techo del quirófano. De pronto, antes de que pudiera darse cuenta de ello, había sido arrastrado por una fuerza desconocida que lo había conducido por un oscuro y largo túnel al fondo del cual se podía vislumbrar una potente luz que, sin embargo, no le había deslumbrado en absoluto.

Recorriendo velozmente el largo y desierto túnel había llegado por fin a un lugar desconocido en el que todo era luz, una luminosidad cálida y agradable que tenía la virtud de sosegar el espíritu hasta niveles jamás alcanzados por él en toda su vida.

-¿Y qué pasó luego? -preguntó con impaciencia Pla, que veía cómo se corroboraban plenamente todas sus teorías- ¿Le habló la luz?

-Sí, me dijo...

-¿Qué le dijo? -interrumpió ansiosamente Méndez, otro de los defensores de las teorías teológicas.

-No recuerdo bien... -balbuceó nuestro paciente con un hilo de voz- Todo resultó muy confuso. Me vino a decir algo así como que lo lamentaba mucho, pero que acababa de terminar su período de recepción y que, hasta que no viniera sus sustituto, no podrían atenderme. Yo intenté que me hiciera caso, pero él insistió en que tenía una cita urgente con un djin de la cuadragésimo séptima dimensión y que no podía entretenerse más, pero no creía que su compañero fuera a tardar mucho ya, por lo que debía tener un poco de paciencia. Y... -sollozó al fin con voz quebrada- entonces me desperté aquí.

Evidentemente, esta rotunda declaración vació completamente de sentido a nuestras investigaciones, y de hecho cuando veinte horas más tarde fallecía (o, dicho con mayor propiedad, remoría) nuestro paciente, todos convinimos tácitamente acerca de la inutilidad de continuar adelante con el Proyecto Fénix. Tan sólo uno de nosotros, un auxiliar de clínica conocido por lo tosco de su sentido del humor, se atrevió a hacer un comentario no demasiado afortunado al respecto.

-Espero que cuando me llegue la hora los ángeles no estén en huelga. -dijo a modo de chiste.

Naturalmente, nadie se rió.


Publicado el 3-10-2011 en Libro Andrómeda