La postrer decisión



Ignoraba si estaba en el Cielo o en cualquier otro lugar intemporal, pero de lo que no le cabía la menor duda era de que su alma había abandonado definitivamente su yerto cuerpo allá en la lejana Tierra. Estaba, pues, irremisiblemente muerto y ahora su espíritu inmaterial vagaba, libre por completo de ataduras corporales, por los caminos infinitos que constituían -o al menos así él lo creía- el reino del Más Allá. Lo curioso era que su alma parecía conservar, siquiera vagamente, los contornos y volúmenes del desaparecido cuerpo cual si de un fantasmal remedo de sí mismo se tratara.

Y caminaba. Todo el paisaje que se extendía a su alrededor, imposible de describir en base a los conceptos humanos, parecía semejar un lecho de nubes imposibles caprichosamente distribuidas aquí y allá formando un irreal paisaje cuya fantasmagórica topografía resultaba ser completamente distinta a lo que cualquier mente humana hubiera sido capaz de imaginar. A pesar de ello y de lo insólito de su situación él la aceptaba con total naturalidad, como si no hubiera conocido ninguna otra en toda su existencia; y, dado que en realidad allí no tenían razón de ser ni el pasado ni el futuro -eso también lo sabía, aunque ignorara el porqué-, ningún problema encontraba en asumir como propio aquello que en realidad era eterno.

De repente alguien surgió a su lado. Se trataba de un ente tan inmaterial como él mismo, pero con las formas corporales perfectamente definidas... ¡Y qué formas! No recordaba haber visto jamás una muchacha tan escultural; y, aunque su sistema hormonal había desaparecido para siempre junto con su extinto cuerpo, no por ello su alma liberada pecaba de indiferente ante los atractivos que ahora se le mostraban. Sería una atracción puramente mental, se dijo, pero lo cierto era que él no notaba una gran diferencia en relación con sus perdidos instintos carnales; así que, se dijo a sí mismo, era mejor no preocuparse por ello y aceptarlo tal como venía.

-¿Quién eres? -preguntó a la aparición sin saber con certeza si hablaba, pensaba o hacía ambas cosas a la vez.

-Soy una hurí del Paraíso. -respondió ésta con una armoniosa ¿voz?- Te estaba esperando.

-¿A mí? -se extrañó- ¿Y qué quieres?

-Darte la bienvenida al Paraíso, apuesto guerrero.

-Un momento. -interrumpió confuso- Se supone que te estás refiriendo al Paraíso musulmán, ¿no es cierto?

-Así es, magnánimo effendi -la sonrisa no podía ser más embriagadora.

-Pero si yo... Yo soy cristiano -balbuceó con turbación- Yo no puedo ir a tu Paraíso -concluyó con un hilo de voz.

-¿Por qué no? -preguntó la hurí con desparpajo- Nosotros no somos tan cerrados como los cristianos, y damos la bienvenida a todo aquél que llega a este lugar después de abandonar la vida terrena.

A él, ciertamente, no le sonaba demasiado que los seguidores del Profeta fueran tan benévolos con los infieles; pero su desconocimiento de la teología islámica no le permitía opinar sobre este tema con pleno conocimiento de causa. No obstante sus dudas, fue innecesario que respondiera a tan insólita invitación ya que la irrupción de un nuevo personaje vino a interrumpir bruscamente la conversación. Era el recién llegado un ángel resplandeciente tocado con una larga túnica y provisto de unas sedosas y grandes alas que arrancaban de sus omóplatos; su belleza, que no se veía menoscabada en absoluto por la inmaterialidad de su cuerpo, irradiaba espiritualidad a todo su alrededor. Sin embargo, su talante no era precisamente seráfico a juzgar por el tono con el que se dirigió a la hurí.

-¿Cuantas veces te tengo que decir que estamos hartos de que intentéis robarnos las almas de los católicos? -la espetó con acritud- Los católicos son nuestros, y no estamos dispuestos a consentir que embauquéis ni a uno solo.

-Lo que mande el señor. -replicó con sorna la agarena- Y mientras tanto, vosotros os dedicáis a cazar musulmanes. La ley del embudo, vamos.

-Al fin y al cabo, vosotros nos robasteis a todos los fieles de Oriente Medio y el norte de África.

-¡Porque pregonábamos la fe verdadera! ¿Qué tiene de extraño que los fieles prefieran seguir nuestra religión? ¿Y qué me dices de las Cruzadas y de la Reconquista?

-¡Religión verdadera! ¡Unos plagiarios es lo que sois! Y nosotros os vamos a desenmascarar de una vez por todas.

Atónito ante tan insólita discusión, apenas se percató de que un tercer espíritu aparecía a su lado. Se trataba, en esta ocasión, de un venerable anciano de luenga barba y aspecto bondadoso que inspiraba confianza con su sola presencia.

-No les hagas caso. -le dijo a modo de saludo- Siempre están peleándose, pero nunca llega la sangre al río; se limitan a increparse hasta que se cansan. Pero no te preocupes; ambos se han olvidado ya de ti.

-¿Quién eres tú?

-El enviado especial de los Santos de los Últimos Días, también conocidos como mormones. Vengo a ofrecerte nuestra hospitalidad y a pedirte que nos acompañes en la eternidad.

-Te digo lo mismo que le dije a ella; yo no soy mormón.

-Eso no importa. -respondió sonriente el anciano- Contigo estamos dispuestos a hacer una excepción.

-¡Pero si yo soy agnóstico! -exclamó con desesperación- Ni siquiera practicaba el catolicismo.

-Lo eras, pero ya no lo puedes seguir siendo; como puedes comprobar el Cielo o, por mejor decir, los Cielos, existen. -el nuevo personaje era un hombre joven vestido con un traje renacentista- Pero no te dejes embaucar por este viejo; a todos les dice lo mismo. Nosotros, los verdaderos Padres de la Reforma, sólo escogemos a aquéllos que verdaderamente son dignos de figurar entre nosotros. Ven conmigo y te aseguro que serás feliz para toda la eternidad.

-¡Dejadme en paz! -exclamó al fin- No deseo comprometerme con ninguno de vosotros.

Y se marchó, dejando a los cuatro enviados tan enzarzados en sus respectivas discusiones que apenas si se apercibieron de su partida. Estaba confuso, muy confuso, amén de terriblemente irritado. ¿Era esto el Cielo o era, por el contrario, una casa de locos?

-No te falta razón en tus preguntas. -dijo una voz a sus espaldas- Muchos de mis colegas se comportan de una manera francamente improcedente. Pero no te preocupes; yo te podré orientar sobre tu estancia en este lugar.

-¿Quién eres tú? -preguntó al tiempo que se volvía para encontrarse con un enjuto lama- ¿El representante budista?

-Del budismo mahâyâna. -precisó calmoso el sacerdote- Y estoy a tu entera disposición para todo lo que precises.

-¡Tan sólo quiero saber por qué todos se pelean por mí! -gimió- Esto no es lo que me explicaban en las clases de religión; siempre se había dicho que los católicos eran los únicos que podían ir al Cielo, y sólo si cumplían las normas. Y ahora, por el contrario, me sobran ofertas de todo tipo a pesar de que me he pasado toda mi vida adulta ignorando por completo todo aquello que pudiera oler siquiera a religión.

-Tienes razón. -concedió su interlocutor- Allá abajo prácticamente todas las religiones han sido excluyentes por completo con el resto; ésta no es sino una muestra más de la intolerancia humana. Pero aquí las cosas son distintas, y lo cierto es que todas las religiones pugnan por captar a los recién llegados independientemente de cuáles hayan podido ser sus creencias con anterioridad a su muerte.

-¿Por qué es así? Lo encuentro un tanto incoherente.

-Bien, la verdad es que en un principio cada religión gestionaba sus propios asuntos a su manera e independientemente de las demás; pero hubo un momento en el que varias confesiones minoritarias se quejaron de que no gozaban de las mismas oportunidades que las demás al verse limitadas a administrar las pocas almas que les llegaban habiendo previamente profesado esas creencias en vida. Las religiones olvidadas, que se encontraban en una situación todavía peor, apoyaron incondicionalmente esta propuesta y, al ser ambos grupos mayoría en la Asamblea General, consiguieron que se aprobase dar una segunda oportunidad que fuera igual para todas sin la menor excepción. Las grandes religiones, entre ellas la mía, protestaron enérgicamente, pero de nada les sirvió; tal como decís los occidentales, el acuerdo no pudo ser más democrático. Y sobre todo, justo es reconocerlo, esta fórmula es infinitamente más beneficiosa para todas las almas que aquí llegáis, ya que así podéis escoger libremente y con pleno conocimiento de causa entre todas las ofertas en vez de veros ligados, en la mayor parte de las ocasiones, a aquellas creencias que os fueron impuestas ya desde el instante mismo del nacimiento.

-¿Y es por eso por lo que me han abordado los representantes de varias religiones distintas? -el pobre recién llegado estaba cada vez más atónito.

-En efecto. El acuerdo estipula que ha de ser el propio fiel quien elija libremente a cual Cielo, Paraíso, Nirvana o Elíseo desea ir, sin ningún tipo de discriminación o coacción en función de su fe de origen. Las distintas religiones únicamente tienen permitido intentar convencerle, sin maniobras de ninguna clase, de que se integre en ellas; claro está que, -sonrió, o al menos eso le pareció a él- siempre hay alguien que infringe en cuanto puede las normas buscando el posible provecho propio.

-Pero, ¿qué es lo que ocurre con los condenados al infierno?

-¡Oh, los infiernos! -sonrió por segunda vez- Quedaron abolidos todos ellos a poco de alcanzarse el acuerdo. No podía ser de otra manera, puesto que la competencia es muy dura y a nadie le interesa dar una imagen negativa a sus posibles adeptos; ahora, todas las religiones te ofrecen únicamente sus premios sin amenazarte con ningún castigo que pudiera incitarte a elegir otra distinta. Incluso, para mejorar su oferta, algunas de ellas incluyen extras en el paquete; claro está que ninguna que sea lo suficientemente seria se dignará a rebajarse hasta esos límites; se trata en definitiva de ofrecer la salvación eterna y no de montar numeritos más o menos estrafalarios. -concluyó muy digno.

-¿Y los ateos? -prudentemente, no se atrevió a decir agnósticos.

-De común acuerdo, no se admite que nadie quede al margen de las religiones. Siempre se tiene la obligación de optar por alguna.

-Pero puede ocurrir que ninguna te satisfaga.

-Eso es muy difícil; hay tantas, y tan distintas, que siempre podrás encontrar alguna que sea de tu agrado.

-Sí, supongo... -respondió sin gran convencimiento- Pero dime, ¿tú no intentas hacer proselitismo conmigo?

-He de confesarte que me encantaría que te unieras a nosotros, pero yo nunca actuaría como lo hacen esos. -y aquí su voz tomó un tinte de marcado desprecio- Yo no te voy a presionar, ni pretendo tampoco abrumarte con promesas; lo que sí te ofrezco es una placidez y una autosatisfacción eternas que difícilmente podrás encontrar fuera del budismo.

Pero sus motivaciones eran muy distintas, por lo que despidiéndose cortésmente de su amable interlocutor continuó con su camino. No anduvo mucho tiempo solo, ya que a poco se vio obligado a rechazar las proposiciones más o menos insistentes de los hinduistas, los testigos de Jehová, los dioses olímpicos (a pesar de que su mensajera, la diosa Iris, estaba de muy buen ver), los nestorianos y los parsis; momentos hubo en que le abrumaron con mil y una promesas, a cada cual más estrambótica, los representantes de religiones tan pintorescas como las animistas africanas, las polinésicas, los ritos vudúes o los desaparecidos (en la Tierra, pero no aquí) cultos que florecieran en la Europa neolítica.

Tuvo, asimismo, que decir no al propio dios Thor en persona (o, por hablar con más propiedad, en espíritu), y lo mismo hizo con los educados portavoces del sintoísmo o con los toscos neandertales adoradores del Gran Espíritu. Manitú no le satisfizo lo suficiente (al fin y al cabo a él nunca le había gustado galopar por las praderas, por muy celestiales que éstas fuesen), y los dioses egipcios (y en especial el engreído de Osiris) no le cayeron nada simpáticos. Tan sólo Atón le pareció, en principio, interesante; pero a pesar de la simpatía desplegada por Amenofis IV (perdón, Akenatón) y su esposa Nefertiti, su culto estaba tan de capa caída...

Al fin, abrumado y confuso, consiguió dar con la solución perfecta: Asesorado por el que fuera en la Tierra el emperador Calígula, del que se había hecho bastante amigo (el chico, por cierto, no era en realidad tan malo como le habían pintado los historiadores), instauró un culto a sí mismo como única manera permitida (en aras, claro está, de la libertad religiosa) de poderse quitar de encima a tantos y tantos moscones sin comprometerse con ninguno de ellos. Cierto es que todavía no ha captado ningún adepto fuera, claro está, de él; pero su gran secreto, únicamente compartido con su amigo Calígula, consiste únicamente en conseguir que tanto unos como otros, dioses y fieles, puedan dejarle tranquilo durante toda la eternidad o, cuanto menos, una parte importante de ella.


Publicado el 31-5-2006 en Se dice