Bienvenidos al infierno



La inesperada venida de los primeros aparecidos resultó bastante desapercibida ya que tuvo lugar en las grandes urbes, donde el anonimato protege a la par que margina. Tampoco era que ellos llamaran demasiado la atención, pero cuando también empezaron a surgir en núcleos de población más pequeños, donde todos o casi todos se conocían, las cosas cambiaron e incluso sirvió de acicate para que se comenzara a descubrir a los primeros.

La conmoción, como cabe suponer, fue completa. Nadie sabía quienes eran ni de donde venían, y ni tan siquiera ellos mismos pudieron dar la menor pista al estar afectados por una profunda amnesia que les impedía recordar su pasado e incluso hablar, pese a que su aspecto era completamente normal a excepción de sus vestimentas, que reflejaban un sorprendente recorrido por la moda de los últimos siglos, si no de los últimos milenios.

Sometidos a análisis médicos la perplejidad resultó ser todavía mayor: todos ellos, tanto hombres como mujeres, aparentaban tener la misma edad, entre los treinta y los treinta y cinco años, y su salud era perfecta salvo en un esclarecedor detalle: no respiraban, sus corazones no latían y tampoco precisaban comer ni beber. Consecuentemente, tampoco enfermaban.

Alguien los definió como muertos vivientes, y quizá no anduviera demasiado lejos de la verdad; en cualquier caso el término hizo fortuna y comenzaron a ser conocidos como tales. Esto provocó un inicial movimiento de pánico cuando algunos mentecatos tuvieron la poco afortunada ocurrencia de compararlos con los zombis, los vampiros, los fantasmas o cualquier otro ser de ultratumba identificado en el imaginario popular, por culpa sobre todo al cine de consumo, como un ser peligroso capaz de extraer la sangre, e incluso las entrañas, al primer incauto que se cruzara en su camino; pero pronto se descubrió que eran completamente inofensivos.

Otra particularidad que mostraron los aparecidos consistía en que, cuando uno de ellos “moría” bien por causas accidentales -hubo atropellos, caídas al vacío e incidentes similares-, bien víctima de la violencia irracional de quienes le rodeaban - eran incapaces de defenderse de las agresiones-, su cuerpo se desvanecía sin dejar rastro. Más tarde se descubrió que volvían a “renacer” en algún otro lugar del planeta aparentemente elegido al azar, pero por el momento estas desapariciones tan sólo sirvieron para desconcertar todavía más a los humanos normales y, en algunos lugares, para incitar a los pogromos hasta que cayeron en la cuenta de que de poco servían tan radicales medidas cuando nuevos muertos vivientes reemplazaban a los desaparecidos a un ritmo superior al de los linchamientos.

Así pues, las masas acabaron aceptando lo inevitable. Por otro lado los aparecidos no causaban el menor problema, limitándose a deambular de un sitio para otro sin objetivo fijo y dejándose llevar dócilmente a los recintos en los que se intentó recluirlos para que no entorpecieran, todos los cuales acababan quedándose tarde o temprano pequeños.

También fracasaron cuantos intentos se hicieron por comunicarse con ellos. No era que, como insinuaron algunos, tuvieran la mente en blanco; según los expertos que los examinaron todo parecía indicar que su capacidad intelectual permanecía incólume, pero por la razón que fuera su capacidad de interactuar con los mortales era nula. Tampoco se sabía si entre ellos se comunicaban; no con palabras, evidentemente, puesto que no hablaban, pero sí quizá de otra manera -¿telepatía?- dado que en ocasiones parecían actuar de manera coordinada.

Pero nada se pudo averiguar en concreto, salvo la certeza de que su número seguía incrementándose de forma continua.

No fue sino hasta transcurridos varios meses cuando un descubrimiento casual dio la voz de alarma. Un historiador creyó identificar, en un centro de alojamiento -eufemismo con el que se conocía a los lugares de reclusión de los aparecidos- del estado norteamericano de Arkansas, a un visitante cuya apariencia le recordó al joven Hitler que tuviera un significado protagonismo en el Putsch de Munich del 8 de noviembre de 1923.

El presunto Hitler se parecía, ciertamente, al futuro führer, y su indumentaria correspondía a la habitual en la época de la República de Weimar. Pero la noticia era tan impactante, que su descubridor evitó hacerla pública hasta poder asegurarse de su veracidad. Así pues, de manera discreta se tomaron muestras de ADN del cadáver de su hermana Paula, fallecida en 1960 en Hamburgo y enterrada en Berchtesgaden, y se compararon con las pertenecientes al anónimo aparecido... comprobándose que, en efecto, éstas alcanzaban el grado de coincidencia que cabía esperar entre dos hermanos.

Se procedió entonces a realizar idéntico estudio con muestras genéticas procedentes de otros familiares cercanos suyos, las cuales no hicieron sino corroborar lo que ya era bastante más que una sospecha. En efecto, se trataba de Hitler o, como puntualizó alguien, de un clon suyo sin el menor margen de duda. Y aunque el redivivo führer, al igual que el resto de sus compañeros, no mostró signos de la menor agresividad, quienes lo custodiaban optaron por recluirlo discretamente silenciando su existencia.

No obstante todas estas precauciones, no tardó en conocerse en todo el planeta la relación de algunos de los aparecidos con personajes históricos más bien tirando a siniestros. Apenas dos semanas más tarde, las autoridades camboyanas comunicaban que tenían bajo su custodia a un aparecido que presentaba una asombrosa similitud con Fernando VII, en esta ocasión fácilmente constatable -incluso sus ropas eran iguales- gracias a los conocidos retratos pintados por Francisco de Goya y Vicente López, por lo que no fue necesario recurrir a los análisis de ADN. Puesto que el gobierno español declinó hacerse cargo de él acabó recluido con el resto de sus compañeros anónimos, lo que no pareció importarle demasiado.

Y aunque no fueron los únicos -también se descubrieron, entre otros, sosias de Stalin, Enrique VIII de Inglaterra, Leopoldo II de Bélgica, Benito Mussolini Mao Tse-Tung, Idi Amin, Pol Pot o Slobodan Milosevic-, el caso más sonado fue sin duda el de Calígula, identificado no sólo por sus ropajes imperiales sino también gracias a la minuciosidad de los escultores romanos, los cuales nos legaron varios bustos suyos de indiscutible fidelidad con el original.

Dadas las circunstancias, comenzó a sospecharse que entre los aparecidos anónimos, que eran la inmensa mayoría, pudieran encontrarse otros siniestros personajes antiguos de los cuales no se contaba con retratos suficientemente fidedignos, razón por la que no era posible identificarlos con certeza; algo que sí pudo hacerse, gracias a las fichas policiales o a otros documentos, con un nutrido grupo de criminales entre los que se encontraban Landru, Al Capone, Josef Mengele, Osama Bin Laden y Charles Manson.

Por último un tercer grupo de gobernantes difuntos, entre los que se contaba lo más granado de la política mundial de los dos últimos siglos, dio también bastante que pensar acerca de su verdadera moralidad; porque para sorpresa de todos, no fue posible descubrir, entre todos los aparecidos, a ninguna reencarnación de personajes virtuosos o que, al menos, no hubieran resultado cuanto menos controvertidos. Y eso que el número de aparecidos seguía incrementándose de forma continua.

Pese a que todos ellos, incluso las réplicas de los más sanguinarios, seguían mostrando una docilidad absoluta, los gobernantes de las distintas naciones comenzaron a preocuparse cada vez más, no sólo porque no sabían que hacer con ellos -aunque carecían de necesidades, incluso de las más básicas, cada vez ocupaban más espacio-, sino también porque, según todas las evidencias, aun en su aparentemente inofensivo estado actual constituían una representación de la peor hez de la historia de la humanidad.

Y por encima de todo, nadie lograba averiguar los motivos que originaban su aparición, al tiempo que ellos seguían siendo incapaces de explicarlo incluso cuando se logró que aprendieran a hablar; aunque su inteligencia era completamente normal, cuando no superior a la media, parecía como si a todos ellos les hubieran borrado la totalidad de sus recuerdos dejándoles la memoria completamente en blanco.

Por supuesto fueron muchas las especulaciones que se barajaron, algunas sensatas aunque imposibles de comprobar y otras rematadamente disparatadas; pero fue un anónimo profesor de enseñanza secundaria quien probablemente se acercó más a la verdad. Este profesor, profundo conocedor de la historia y la cultura clásicas a la par que escéptico en todo lo relativo a la religión, planteó la siguiente interrogante, que lamentablemente no llegó a alcanzar la difusión que se merecía:

-¿No será -cuestionó- que todos los seres malvados de la historia, condenados justamente por sus pecados, hayan comenzado a llegar uno a uno al infierno?

Como cabe suponer, nadie se atrevió a admitir que en realidad el infierno pudiera estar ubicado justo aquí.


Publicado el 24-1-2019