Un pequeño detalle





Ilustración de Miguel Ángel Giner Bou (LaGRUAestudio) para la versión de BEM



La Máquina estaba terminada. La Máquina, así, con mayúsculas. Veinte años de arduo trabajo, de ímprobos sacrificios, de desdeñosas incomprensiones  e incluso de burlas, habían llegado felizmente a su fin.

La Máquina, a la que no se había preocupado en darle un nombre, no era un vehículo temporal, no al menos tal como se entendía. Sería, pues, incapaz de trasladar a su constructor al pasado, tal como relataban los autores de ciencia ficción.

Pero la Máquina era capaz de hacer mucho más; podría reescribir irreversiblemente la historia. Actuando a la manera de los robots buscadores utilizados por los navegadores de internet, estaba diseñada para remontar el árbol del tiempo explorando todas sus posibles ramificaciones que habían quedado marginadas y que pudieran, de haber sido las elegidas, haber conducido el flujo temporal por otros caminos diferentes a los que en su día siguiera.

¿Quién no ha soñado, siquiera alguna vez, con cambiar el curso de la historia suprimiendo de ella determinados episodios que le resultaran especialmente desagradables? Esta inocente especulación intelectual tiene incluso nombre propio, el de ucronía, y constituye un subgénero con entidad propia dentro del tronco común de la literatura fantástica.

Pues bien, la Máquina era perfectamente capaz de hacerlo. No sólo de investigar todas las posibles ramas truncadas del árbol de la historia no con especulaciones, sino con la certeza real de que podría haber ocurrido así, sino que también podía desviar el flujo del tiempo por el camino elegido. De esta manera, la utopía se convertiría en realidad.

Él tenía claro lo que deseaba corregir. De siempre había considerado una catástrofe la caída del imperio romano que sirvió de preámbulo a la larga y tenebrosa Edad Media, un período de oscuridad durante el cual Europa, o al menos una parte importante de ella, había colapsado brutalmente padeciendo un retraso de siglos en su evolución. Porque él siempre había añorado una Europa unida y sin fronteras en la que el Renacimiento -que ya no hubiera sido tal- y el consiguiente progreso tecnológico y cultural llevaran, cuanto menos, un milenio de adelanto sobre la prosaica realidad actual.

Ahora tenía ocasión de conseguirlo gracias a la Máquina, y estaba firmemente dispuesto a hacerlo. Por supuesto mantenía su propósito en el más absoluto de los secretos, puesto que de sobra sabía que, de hacerse éste público, jamás le permitirían llevarlo a cabo. Era mucho lo que se jugaba, demasiado como para que lo dejaran en sus manos.

Preparar el cuaderno de ruta resultó relativamente sencillo. Él conocía al dedillo la historia de esos confusos años, por lo que no le resultó difícil redactar una lista de episodios a evitar: la división definitiva del imperio en 395, las grandes invasiones bárbaras de principios del siglo V, el secular conflicto entre Roma y Persia, que tanto debilitó a los dos imperios beneficiando finalmente a los advenedizos árabes... más a largo plazo, serían importantes también la contención del expansionismo musulmán evitando que éstos conquistaran los flancos este y sur -y temporalmente también el oeste- del Mediterráneo, procurando asimismo que fueran frenados por los persas; la derrota, más allá del limes, de los nuevos pueblos bárbaros que asolaron Europa durante la Alta Edad Media: lombardos, búlgaros, eslavos, húngaros, vikingos... y, para mayor seguridad, habría que conseguir que los turcos se convirtieran al cristianismo en lugar de al islam, como garantía de que éstos pudieran ser asimilados por el acervo común europeo.

Con sólo este armazón estaba seguro de que la Máquina sería capaz de realizar el trabajo por su cuenta; su funcionamiento era tan maravilloso, que no tenía ninguna necesidad de indicarle los pasos a seguir para evitar, por ejemplo, que los vándalos conquistaran el norte de África en 429 -la puntilla para el agonizante imperio occidental- o que los árabes hicieran lo propio con Jerusalén, el resto de Oriente Medio, Egipto y todo el norte de África -y de rebote también España- en menos de un siglo a partir de la derrota de los bizantinos en el año 636. Tras explorar todas las posibilidades alternativas descartando las redundantes y las que conducían a callejones sin salida o a desarrollos históricos poco deseables, la Máquina acabaría eligiendo siempre la más adecuada en busca de su gran meta, una Europa ampliada a la totalidad de la cuenca mediterránea, salvada de la catástrofe y unida bajo el estado romano, con una única lengua y una cultura común; una Europa que abarcara desde Finisterre hasta el Éufrates y desde Gran Bretaña hasta el Sahara... o quizá todavía más, ¿por qué razón un imperio consolidado y rejuvenecido no sería capaz de asimilar a los pueblos, otrora bárbaros, de más allá de las fronteras tradicionales del Rhin y el Danubio?

La excitación por el inminente logro de su personal utopía se veía ensombrecida, no obstante, por un punto de incertidumbre. En esa feliz realidad trastocada, ¿qué sería de él? Porque, de dar pábulo a las teorías de algunos, bastaría con un mínimo cambio en la vida de alguno de sus antepasados, por ejemplo la muerte prematura de alguno de sus antepasados antes de haber podido engendrar hijos, o la no constitución de un matrimonio en cualquiera de las rutas de su genealogía, para que su existencia se borrara por ensalmo como si jamás hubiera existido... porque, en la nueva realidad, jamás habría existido. Así pues, resultaría sarcástico que él no pudiera disfrutar de su triunfo al no haber llegado siquiera a nacer.

Por fortuna existía otra interpretación alternativa bastante más halagüeña. Teniendo en cuenta que el número de nuestros antepasados se multiplica por dos en cada generación que remontamos, y considerando que en los dieciséis siglos largos transcurridos desde el inicio de su intervención en la historia, fijado en la batalla de Adrianópolis -ocurrida en 378, donde tenía previsto evitar la aplastante derrota de los romanos a manos de los visigodos que significó el inicio de la decadencia imperial-, y el momento actual, se sucedieron, calculando cuatro por siglo, al menos 65 generaciones, bastaba un simple cálculo matemático para alcanzar la mareante cifra de ¡cerca de treinta y ocho trillones de antepasados, contando tan sólo la generación contemporánea de Adrianópolis!

Evidentemente en la práctica esa desmesurada cantidad no podía ser en modo alguno real, dado que toda la población mundial jamás llegó a alcanzar esos niveles ni aun sumando a los nacidos a lo largo de toda la historia. Esta aparente incongruencia tenía una fácil explicación considerando que las continuas uniones consanguíneas, en mayor o menor grado, justificaban una reducción drástica del número real de ascendientes, hasta convertirlo en una cantidad acorde con la demografía del momento. Pero aun admitiendo sensatamente que nadie podría ser descendiente de todos y cada uno de los europeos de finales del siglo IV -evidentemente los pobladores de los otros continentes deberían ser descartados en su inmensa mayoría-, cabe suponer que el número de potenciales antepasados de cualquier persona habría de ser, en la práctica, lo suficientemente elevado como para tenerlos que contar por millones.

Por esta razón, habría que pensar que la desaparición de alguno de ellos, o la falta de consumación de sus respectivos matrimonios, poco podría influir no ya en la existencia de una persona actual, sino incluso en su propio patrimonio genético asumiendo que éste derivara por igual de la totalidad de sus ancestros, dado que entre ellos se compensarían sobradamente debido a la redundancia de sus aportaciones. Obviamente según se acortara el recorrido temporal el riesgo de cambios se incrementaría al disminuir el número de antepasados -el desencuentro entre los dos padres resultaría fatal por necesidad-, pero la probabilidad de que esto ocurriera sería asimismo menor, con lo cual ambos fenómenos acabarían contrarrestándose.

También manejaba otro argumento que, aunque contundente, no dejaba de tener su talón de Aquiles. Si tras construir la Máquina y transformar el pasado, pese a todo, desaparecía, esto provocaría una paradoja temporal al haber sido inducido el cambio por alguien inexistente... claro está que al no tratarse de un bucle temporal cerrado, sino de una bifurcación divergente, el argumento no tenía la solidez que a él le hubiera dejado tranquilo, aunque sí se le antojaba lógico pensar en que surgiría del cambio siendo esencialmente el mismo.

Lo que no tenía garantizado en modo alguno, era que en su nueva encarnación se encontrara en una situación similar a la anterior; pero eso era algo que ya no le preocupaba demasiado. Puesto que esperaba que esa sociedad estuviera avanzada al menos en mil años con respecto a la actual, lo lógico sería que el común de la población, él incluido, viera mejorada sensiblemente su vida.

Así pues, terminó de programar la Máquina y pulsó con decisión el botón de encendido. El pequeño artefacto -no medía mucho más que un electrodoméstico de tamaño mediano- emitió un suave ronroneo, se desvaneció al iniciar su recorrido por los enigmáticos senderos del tiempo... y el mundo se transformó por completo.




Ilustración de Miguel Ángel Giner Bou (LaGRUAestudio) para la versión de BEM


* * *


El lacerante dolor del latigazo que restalló sobre su dolorida espalda apenas le permitió oír la maldición del cómitre, que en un burdo latín le espetaba:

-¡Rema con más brío, maldito perro mauritano! ¡Rema o te juro que te arranco la piel a tiras!

El instinto, que no el raciocinio, le hizo saber donde se encontraba: en la infecta bodega de una galera, amarrado a uno de los remos y rodeado por sus compañeros de infortunio.

Pero esto no era Ben Hur, sino la nueva realidad a la que le había arrojado su experimento. Seguía estando a 3 de junio de 20xx, de eso no le cabía la menor duda, ya que el desvío del flujo temporal por una rama diferente no implicaba deslizamiento cronológico alguno ni para adelante ni para atrás...

Entonces comprendió. Lo comprendió todo, con una total lucidez ya que su mente, a la par que retenía sus antiguos recuerdos, conservaba también los nuevos, por lo que pudo comparar ambos. Y lo que vio no le satisfizo en absoluto.

Por una irónica burla del destino él había resultado ser de origen bereber -los mauritanos de los romanos-, con sus antepasados posiblemente emigrados a la España musulmana y posteriormente cristianizados. En la nueva realidad seguía siendo al parecer africano y, para mayor escarnio, un galeote esclavo del imperio romano.

Lo de menos era su origen, y en realidad tampoco importaba demasiado que él fuera tan sólo un mísero esclavo. Lo verdaderamente importante era que él había triunfado en el sentido de que el casi trimilenario imperio romano se extendía en la actualidad desde el Báltico hasta el Sahara y desde el Atlántico hasta las estepas rusas y los desiertos arábigos. La Pax Romana se enseñoreaba de la práctica totalidad del orbe, y el actual Augusto gobernaba con mano firme sus extensos dominios.

Pero el precio a pagar por su éxito había resultado extremadamente caro. Roma no había caído y era ahora más poderosa que nunca, a costa de haberse anquilosado en un nivel de desarrollo no muy superior al de su desvanecida agonía. Al igual que ocurría con los animales carentes de enemigos naturales, condenados a no evolucionar hasta convertirse en auténticos fósiles vivientes, Roma no había tenido necesidad alguna de cambiar, manteniéndose esencialmente igual a lo largo de los últimos dieciséis siglos. Cierto, no había habido una Edad Media, pero tampoco a ésta le había sucedido el posterior Renacimiento, ni había tenido lugar la eclosión científica y cultural que derivara de él. Y sin el motor de Europa, en el resto del planeta había sucedido lo mismo; simplemente, se trataba de un mundo estancado que no decaía, pero que tampoco avanzaba hacia adelante.

Mientras se aferraba al remo temeroso de recibir un nuevo castigo, se preguntó con amargura como podría liberarse de su prisión; necesitaría rehacer la Máquina para enderezar el entuerto, pero ¿cómo?, se preguntó abatido. Si bien conservaba en su mente todos los conocimientos necesarios para hacerlo, ¿de qué manera podría lograrlo en un mundo con una tecnología retrasada en muchos siglos con respecto a aquél que de forma tan insensata había hecho desaparecer?

Y lloró, sin que su desconcertado verdugo llegara a saber por qué lo hacía.


Publicado el 21-11-2011 en BEM