Un nudo en el tiempo



El mismo día que Juan Martínez logró ver terminada su máquina del tiempo, una difícil disyuntiva se abrió ante él. Porque, ¿para qué dar a conocer a la humanidad el mayor avance tecnológico desde que fueran descubiertos el fuego o la rueda? ¿Para que ésta lo utilizara como una nueva arma capaz no ya de arrasar naciones enteras sino también de acabar con la propia civilización? ¿Para que se intentara matar a Cristóbal Colón antes de su viaje a América, se proporcionaran armas de fuego a los cartagineses de Aníbal o se comunicara a los nazis el secreto de la bomba atómica?

No, el secreto del viaje temporal debía ser mantenido oculto al menos hasta que la humanidad hubiera madurado lo suficiente como para saber hacer un buen uso de él en vez de convertirlo en el arma más mortífera de toda su historia. Ahora bien, ¿por qué no aprovecharse de ella a título estrictamente personal teniendo buen cuidado en no causar el menor trastorno en el devenir del tiempo? Al fin y al cabo él era su creador y además, si bien nunca había llegado a ser rico, la construcción de la máquina había acabado con prácticamente todos sus ahorros. Justo era, pues, que se resarciera de alguna manera eso sí, sin causar el menor daño ni a nada ni a nadie.

Un viajecito de unos cuantos días al futuro, un periódico con los resultados del sorteo de la lotería primitiva (que, por cierto, esa semana tenía bote), la vuelta al presente y... millonario de por vida como justa compensación a sus esfuerzos de tantos y tantos años de sacrificio y desvelos.

Ésa fue su primera idea, pero luego lo pensó mejor. ¿Cómo resistir el morbo de encontrarse consigo mismo? ¿No sería más excitante aguardar unos días hasta que pasara el sorteo para luego retroceder al pasado y decirse la combinación ganadora? Sí, lo haría precisamente así.

Un zumbido seguido de un deslumbrador fogonazo le sacó bruscamente de su ensimismamiento. Frente a él, en el bruñido interior de la máquina temporal, se encontraba su otro yo procedente del futuro.

-Vaya -se dijo satisfecho el Juan, llamémosle, primero-. Al fin me decidí. Veamos qué me cuento.

-Ten cuidado -fue el escueto saludo del recién llegado Juan segundo-. Es muy peligroso intentar abrir un bucle en el tiempo; si éste se anuda...

No le dio tiempo a decir nada más. Apenas había puesto el pie en la habitación cuando otro Juan, esta vez el tercero, aparecía en la máquina tras el preceptivo fogonazo y comenzaba a desgranar la misma advertencia:

-Ten cuidado. Es muy peligroso intentar abrir...

Y luego vinieron un cuarto, un quinto, un sexto... Con una frecuencia exacta de cuatro segundos y ochenta y siete centésimas, justo el tiempo necesario para aparecer en el interior de la máquina, salir al exterior de la misma e iniciar idéntica frase.

Hoy son ya varios millones los Juan Martínez que pululan por el planeta sin que nadie haya conseguido descubrir la manera de deshacerse de ellos o, en su defecto, impedir que sigan aumentando en número. Y es que ninguno de ellos, ni mucho menos nadie entre los sabios de todo el mundo apresuradamente llamados para intentar dar atajo a este problema, se atreve a desconectar la atascada máquina por miedo a que la inercia temporal acumulada actúe como un resorte destruyendo irreversiblemente el flujo de las cronocorrientes al no poderse hacer desaparecer a todos los Juanes excepto al original.

Por cierto, ¿alguno de ustedes sabría decirnos cuál de todos ellos es?


Publicado el 16-7-2003 en Alfa Erídani