El huevo y la gallina



En contra de lo que pudiera pensarse, e incluso de lo que esperábamos nosotros, ingenuos novatos, cuando ingresamos en la Academia Temporal, en la práctica la figura de los agentes temporales tiene bien poco de aventurero o heroico, y sí mucho de rutinario y aburrido al igual que ocurre con la inmensa mayoría de los trabajos.

Esto se debe al hecho de que el flujo temporal posee una extraordinaria inercia que hace muy difícil, por no decir imposible, cualquier intento deliberado de desviarlo, e incluso si tal desvío llega a producirse tras provocar, pongo por caso, la muerte de un personaje teóricamente crucial en la historia, surge inmediatamente una respuesta automática que corrige la desviación antes de que ésta pueda tener opción a propagarse. Uno de los ejemplos teóricos que ponen los profesores en la Academia -nadie hasta ahora ha intentado comprobarlo- es el típico de asesinar a Hitler antes de su afiliación al nazismo; aunque las cosas hubieran sido bastante distintas en un principio, con toda seguridad su puesto acabaría siendo ocupado por otro jerarca nazi, de modo que la evolución histórica alemana y europea en los años treinta habría acabado siendo bastante similar, no para muchas personas en concreto pero sí a nivel colectivo, que es lo que se puede evaluar mediante las ecuaciones de dinámica cronológica. En cualquier caso, teniendo en cuenta los órdenes de magnitud en los que se mueve la historia, una alteración temporal de varias décadas, e incluso de un siglo, a la larga acabaría resultando irrelevante.

Por este motivo nuestra labor, antes que a la de desfacedores de entuertos, casi siempre solía parecerse bastante más a la de un jardinero meticuloso recortando pulcramente un seto o retirando las hojas secas, que a la de un ingeniero agrónomo repoblando un monte.

Casi siempre.

Porque, aunque pocas, había excepciones. Éstas eran lo que en nuestra jerga llamamos vórtices de turbulencia, o vórtices a secas, puntos concretos de la historia en los que sí es posible que una pequeña alteración, irrelevante en cualquier otro lugar o momento, puede causar un cambio radical e irreversible de ésta. Su prevención siempre ha sido, claro está, una de las principales prioridades de la Agencia del Tiempo, aunque no se trata de algo fácil dado que, al igual que ocurre con los terremotos, no resulta nada sencillo identificarlos a priori.

Sí, existe una teoría matemática derivada del estudio de los sistemas caóticos con la que se intenta predecir los vórtices para poder evitar su aparición, pero en la práctica resulta extremadamente complicado pasar de la teoría a la práctica. Por fortuna la probabilidad de aparición de un vórtice descontrolado suele ser baja, pero las pocas ocasiones en las que éstos han aparecido fue necesario actuar a posteriori intentando contrarrestar o, cuanto menos, minimizar sus consecuencias. Y aunque hasta ahora siempre se ha conseguido, merced a grandes esfuerzos, que las aguas volvieran a su cauce, los responsables de la Agencia tiemblan ante la posibilidad de tener que afrontar una nueva crisis.

Los responsables y, claro está, los agentes a los que les endosa el marrón, como ocurrió cuando me llamaron para encargarme del asunto Escipión, un vórtice de manual. Y, puesto que estamos hablando de algo ocurrido hace más de dos mil años, creo que resultará conveniente explicarles brevemente en qué consistió la alteración y cuales fueron sus indeseables consecuencias.

Comencemos por la historia original anterior a la aparición del vórtice. Corrían los últimos años del siglo III antes de Cristo, y la segunda Guerra Púnica estaba en su apogeo. Aníbal había cruzado los Alpes en el 218 y, sorprendiendo a los romanos por la retaguardia, les había infligido graves derrotas en las batallas de Tesino, Trebia, Trasimeno y Cannas, a las cuales sucedió una guerra de desgaste en la que el general cartaginés, carente de suficientes tropas para intentar el asalto a Roma, intentó privarle de su retaguardia aliándose con varios pueblos del sur de la península itálica y de las islas de Cerdeña y Sicilia, entonces sometidos al yugo romano, atrincherándose en la ciudad de Capua, cercana a Nápoles.

No obstante para continuar con la guerra Aníbal dependía de sus bases estratégicas del litoral mediterráneo de la que siglos después sería España, las cuales estaban al cargo de sus hermanos Asdrúbal y Magón. Fue entonces cuando surgió uno de los grandes genios militares romanos, Publio Cornelio Escipión, quien fue enviado a Hispania con objeto de privar a Aníbal de su retaguardia y, con ello, de la posibilidad de recibir nuevos refuerzos. Escipión conquistó Cartago Nova en el 209 derrotando un año más tarde a Asdrúbal en la batalla de Baecula, en las cercanías de la sierra de Cazorla, quebrando el dominio cartaginés en la península. Pese a ello Asdrúbal intentó reunirse con su hermano llevando consigo los restos de su ejército, pero fue derrotado en 207 en la batalla de Metauro, al norte de la península itálica.

A partir de entonces los romanos fueron encadenando victoria tras victoria, expulsando a los cartagineses de la península ibérica y de las islas Baleares y derrotando al otro hermano de Aníbal, Magón, tras su frustrado desembarco en Italia en el año 205. Escipión llevó entonces la guerra al norte de África, obligando a Aníbal a volver a Cartago y derrotándolo de forma aplastante en la batalla de Zama. Corría el año 202 y concluía la segunda guerra púnica, con la victoria final de Roma.

Aunque a partir de entonces Cartago dejó de ser una amenaza para los romanos y Aníbal acabó viéndose forzado a marchar al exilio, medio siglo más tarde estallaría una tercera Guerra Púnica en la que otro Escipión, nieto adoptivo del vencedor de Aníbal, conquistó la ciudad arrasándola por completo. Corría el año 149 antes de Cristo, y los cimientos del futuro imperio romano quedaron fundados mientras la civilización púnica era borrada del mapa y de la historia.

Mejor dicho, de la historia que yo había estudiado. Porque cuando fui llamado urgentemente por el propio director y no, como era habitual, por mi coordinador de sección, éste me comunicó que había estallado uno de los peores vórtices de la historia de la Agencia y que yo había sido elegido, dada mi gran experiencia y bla, bla, bla, para intentar solucionar la grave crisis que había provocado una drástica alteración de la historia desde el siglo III antes de Cristo hasta el presente.

Si se me permite un inciso, he de aclarar una cuestión importante. Como cabe suponer, en caso de surgir una perturbación temporal capaz de cambiar la historia ésta no sería percibida por las personas que vieran modificados tanto su pasado como su presente, puesto que los cambios afectarían también a sus recuerdos, a los registros históricos e incluso a sus propias vidas, trocadas por otras que para ellos serían las normales sin la menor consciencia de haberlas visto alteradas. Incluso habría quienes desaparecerían al no existir en la nueva realidad y, al contrario, quienes aparecerían materializados de la nada.

Este argumento es válido en todos los casos con una única excepción: quienes nos encontramos en la base de la Agencia del Tiempo. Ello se debe a que la base se encuentra situada fuera del tiempo protegida por un campo de éxtasis temporal, lo que la mantiene inmune a los posibles cambios cronológicos. Por fuerza tiene que ser así, si se quiere que nuestras intervenciones sean efectivas. Así pues, aunque nadie en la Tierra recordara la antigua historia en un caso de cambio, nosotros sí seríamos conscientes de ello y tendríamos la obligación de intentar corregirlo.

Volvamos a nuestra historia. Según me explicó el director, el vórtice había surgido, a principios del año 208 antes de Cristo, en vísperas de la batalla de Baecula en la que Escipión había derrotado al hermano de Aníbal, lo que supuso la primera piedra de lo que acabaría siendo la victoria final de los ejércitos romanos sobre los cartagineses.

Así había ocurrido, tal como he explicado, en la historia oficial, pero ahora el devenir histórico había derivado por cauces muy diferentes. Alguien -no se sabía quien-, burlando a los centinelas, había logrado introducirse en el campamento romano y, tras colarse en la tienda en la que dormía Escipión, le había asesinado. La pérdida de su carismático general en vísperas de la batalla desmoralizó a sus tropas hasta tal punto que, sin que a ninguno de sus lugartenientes le diera tiempo a reaccionar, fueron derrotadas de forma aplastante por Asdrúbal. Acto seguido, y con su ejército prácticamente intacto -no había sido así en la historia que yo recordaba-, el hermano de Aníbal había marchado sobre Italia y, tras una nueva victoria frente a los romanos en Metauro, se reunió con su hermano en el sur de Italia. Una vez reforzado el ejército cartaginés Aníbal marchó contra Roma, a la que conquistó finalmente tras una sangrienta batalla en la que, a decir de los cronistas, las aguas del Tiber se tiñeron de sangre.

Muertos o esclavizados sus habitantes, y con la orgullosa ciudad arrasada hasta los cimientos, la batalla de Roma del 19 de octubre de 202 marcó el final de sus ambiciones imperialistas. Por contra los bárcidas, aureolados por el inmenso prestigio ganado tras el aniquilamiento de su mortal enemigo, entraron triunfantes en Cartago, ciudad que pronto dominaron tras desembarazarse de los principales cabecillas del partido rival que varias décadas atrás obligaran a su padre a abandonar Cartago fundando las bases de un nuevo imperio en las costas mediterráneas españolas.

A partir de ese momento la historia derivaba ahora por derroteros completamente distintos. El nonato imperio romano fue reemplazado por un imperio púnico que, si bien experimentó una expansión territorial bastante similar a la de éste, lo hizo partiendo de unas bases completamente distintas. También fue muy diferente la evolución europea, en particular, y la mundial en general a través de los siglos, llegándose a un momento actual en el que a cualquiera que hubiera nacido y vivido en el mundo anterior al cambio le habría resultado extremadamente difícil identificar al actual.

Así pues, había que intentar enmendar el cambio sin pararse a pensar si la nueva realidad podía ser mejor, igual o peor que la antigua; eso no importaba, dado que la misión de la Agencia del Tiempo consistía en evitar cualquier tipo posible de alteración histórica con independencia de su valoración. Y aunque el devenir de la humanidad hubiera sido probablemente mejor tras la supresión quirúrgica de varios de los personajes históricos más nefastos que jalonaban la historia, ninguno de nosotros estaba dispuesto a correr el riesgo de intentarlo ante la posible aparición de efectos colaterales imprevistos e indeseables. La historia, mejor o peor, era como había sido, y así debería seguir siéndolo.

Pero yo, como agente ejecutor, no tenía que preocuparme por ello. Ésta era la labor de los cronohistoriadores, encargados de registrar toda esta nueva historia paralela antes de que se desvaneciera, mientras mi misión consistiría en evitar que Escipión fuera asesinado. Para ello me preparé minuciosamente, apoyándome no sólo en las antiguas crónicas romanas anteriores al cambio sino también, dado que éstas no eran lo suficientemente precisas, en la información recopilada por los prospectores en sus trabajos de campo de los días previos a la muerte de Escipión.

Finalmente, y cuando todo estuvo preparado, me apresté a viajar a ese remoto rincón de la Turdetania prerromana... o prepúnica, según se mirara. A diferencia de otras misiones en las que los ejecutores teníamos que mimetizarnos con la época histórica que visitábamos, en esta ocasión no sería necesario nada de ello; bastaría con materializarme en el interior de la tienda de Escipión momentos antes de que apareciera su asesino y, una vez que éste estuviera a tiro, descerrajarle un disparo. Nada de complicaciones disfrazándome de romano ni recurriendo a las armas de la época ya que podría llevar todo mi equipo, lo cual me daba bastante tranquilidad, y recurrir a una automática moderna, mucho más efectiva que un dardo o una daga. Por los anacronismos no tendría que preocuparme, ya que yo desaparecería de inmediato y la superstición de los romanos se encargaría del resto atribuyendo a los dioses la inexplicable muerte del sicario.

Así lo hice. El interior de la tienda estaba sumido en la oscuridad, pero gracias a mi visor de infrarrojos podía apreciar todos los detalles. Escipión, entonces un joven de veintisiete años, dormía plácidamente en su litera; aunque estaba solo en la tienda, cabía suponer que el exterior estuviera custodiado por soldados, lo que me planteaba una duda: ¿cómo lograría esquivarlos el asesino? Por si acaso, había activado los sensores de movimiento en previsión de que éste pudiera aparecer a mis espaldas rajando la lona.

Había olvidado comentar que, aunque no teníamos la menor idea de cual pudiera ser la identidad del sicario -las “nuevas” crónicas históricas no lo aclaraban, y los prospectores no se habían arriesgado a apurar tanto sus misiones de exploración-, dábamos por supuesto que se trataría de alguien perteneciente a esa época, quizá un espía cartaginés o un turdetano aliado, quizá incluso un renegado romano al que Asdrúbal hubiera comprado. Alguien que, cabía suponer, se propondría acercarse con sigilo hasta el durmiente para clavarle un puñal en el corazón. Alguien, en definitiva, a quien sería sencillo neutralizar con una tecnología adelantada a la suya en más de dos milenios.

Estábamos equivocados.

El débil zumbido del sensor de movimiento llamó mi atención cuando apenas llevaba unos minutos agazapado. Una figura se acababa de materializar a mi derecha formando ángulo recto conmigo y con la litera de Escipión, y no se trataba en absoluto de un nativo del siglo III antes de Cristo, sino de alguien pertrechado con un sofisticado equipo muy similar al mío. Es decir, un visitante del futuro.

Aunque la sorpresa me hizo perder unos preciosos segundos, a él le debió de ocurrir lo mismo. Ambos nos miramos desafiantes a través de nuestros visores de infrarrojos y, apuntándole con mi arma -él hizo lo propio conmigo-, le pregunté:

-¿Quién eres? ¿Qué pretendes hacer?

He de explicar, una vez más, un par de detalles. Nuestra comunicación se hizo en silencio, al menos desde el punto de vista de Escipión y sus soldados, subvocalizando a través de la microemisora de radio que todos llevamos insertada en la faringe y que nos sirve para intercambiar mensajes de una manera discreta sin que quienes estén a nuestro alrededor se percaten de nuestra conversación. Sorprendentemente mi rival me respondió por el mismo sistema, una vez que ambos equipos sincronizaron automáticamente sus respectivas frecuencias.

Como cabe suponer él no hablaba español sino, tal como se pudo comprobar más adelante gracias a mis grabaciones, una lengua de naturaleza semítica descendiente del antiguo idioma púnico, o fenicio occidental, apenas conocido por los lingüistas del mundo anterior al trastorno provocado por el vórtice pero cuyas lenguas derivadas estaban ampliamente extendidas por los continentes europeo y americano en la nueva realidad histórica.

Huelga decir que el problema del idioma hacía tiempo que lo habíamos resuelto; ¿cómo, si no, nos hubiera sido posible infiltrarnos en épocas históricas en las que no sólo no se hablaban los idiomas modernos, sino que incluso, en el caso de las muy antiguas, éstas no eran lo suficientemente conocidas como para poder aprenderlas. De hecho, ni siquiera se había sabido como se hablaba el latín clásico hasta que no fue posible visitar esa época. Así pues, todos los que remontábamos el pasado llevábamos implantado un chip en el cerebro que nos permitía entender cualquier idioma, incluso los más desconocidos. Y al igual que ocurriera con la emisora, mi oponente resultó disponer de otro similar.

Y me respondió. En un principio creí que se trataría de un renegado de nuestra Agencia, el único organismo internacional -y secreto- que disponía de la tecnología que hacía posible realizar viajes por el tiempo; aunque nuestros superiores negaban tajantemente que se hubieran producido deserciones, desde siempre habían corrido rumores de que algunos agentes dados por desaparecidos en el transcurso de una misión en realidad no habrían fallecido, sino que desvinculados de la Agencia se habrían quedado anclados voluntariamente en algún período histórico especialmente atractivo para ellos. Aunque no les sería posible viajar por el tiempo al ser necesarios para ello los complejos sistemas instalados en nuestra base, sí habrían podido preservar todo su sofisticado equipo, lo que sin duda les proporcionaría una impagable ventaja en la época pretecnológica que hubieran elegido para residir.

Pero me equivocaba de nuevo. El potencial asesino de Escipión no era un desertor de mi Agencia sino, para sorpresa mía -la segunda en apenas unos instantes-, un agente ejecutor enviado por su Agencia... una Agencia paralela a la nuestra existente en la nueva realidad histórica que yo trataba de borrar y de cuya existencia, huelga decirlo, no habíamos tenido la menor noticia hasta ese momento.

La conversación fue breve y tensa, puesto que ambos contendientes intentábamos sonsacar el máximo de información al contrario ofreciéndole a cambio la mínima posible sobre nosotros... a la par de que estábamos convencidos de que uno de los dos debería morir para evitar que pudiera frustrar los antagónicos planes del otro.

Según me dijo él, sus cronohistoriadores habían detectado una alteración en el pasado que hacía desaparecer su línea temporal, sustituida por otra espuria en la que la civilización púnica era reemplazada por la romana. Tras descubrir el foco de la perturbación -o vórtice, según nuestra terminología-, sus superiores habían llegado a la conclusión de que la única manera de recuperar el flujo histórico correcto sería matando a Escipión en vísperas de su decisiva batalla frente a Asdrúbal.

Yo le respondí que eso no era cierto, que los fantasmas eran ellos y que era su línea temporal la perturbada, por lo que era a mí a quien correspondía evitar que cambiara la historia.

No hubo respuesta, al menos verbal; pero ambos nos disparamos de forma simultánea y fui yo quien tuvo la suerte de abatirlo. Tras comprobar que el intruso estaba muerto y de que Escipión seguía beatíficamente dormido -tanto nosotros como nuestras respectivas armas éramos totalmente silenciosos-, abandoné el siglo III antes de Cristo retornando a casa con la satisfacción del deber cumplido, no sin antes asegurarme -no era cuestión de dejarse atrás anacronismos incómodos- de la desaparición del cadáver, por ser éste incompatible con la primitiva realidad que acababa de restaurar.

Si he de ser sincero, volví a la base con el convencimiento de que sería recibido triunfalmente tras haber conjurado la grave amenaza creada por el vórtice púnico, tal como había dado en bautizarlo. Pero no fue así. A mi llegada no encontré gente sonriendo de oreja a oreja recibiéndome con los brazos abiertos, sino rostros taciturnos que semejaban estar de vuelta de un funeral, en los cuales se reflejó al verme una fúnebre expresión de sorpresa. Diríase que habían visto un cadáver, y lo cierto es que, desde su punto de vista, era así.

Una vez que estuve frente al director supe la razón, aunque ello tan sólo sirvió para acrecentar mi estupor. Según me explicó yo había fracasado en mi misión, ya que los encargados de sondear el presente y, en consecuencia, la evolución de la historia, tras detectar una fluctuación momentánea habían constatado que volvía a la situación anterior, es decir, la errónea. En consecuencia me habían dado por muerto, puesto que estaba claro que no había opción a sobrevivir tras el fracaso.

Pero yo estaba vivito y coleando, lo cual era una refutación evidente de su derrotismo, y además tenía constancia de que había matado al agente cartaginés, o lo que fuese, y no al contrario tal como al parecer estaban empeñados en defender mis fúnebres compañeros. De hecho, mi equipo había registrado todos los detalles de la operación.

Mientras los técnicos se hacían cargo de las grabaciones fui enviado a descansar... como si esto hubiera sido posible. Horas más tarde fui llamado de nuevo por el director, que en esta ocasión estaba acompañado por los responsables de la sección técnica y de la cronohistórica. La reunión no podía ser a mayor nivel.

Rápidamente me explicaron las conclusiones a las que habían llegado, bastante desalentadoras por cierto. Efectivamente, yo había eliminado al agente enemigo provocando un retorno al equilibrio inicial, pero éste había sido efímero dado que, según todos los indicios, la Agencia rival había enviado a un nuevo agente -o quizá incluso al mismo, dudaban al verme vivo- al escenario del enfrentamiento sólo que algunos segundos antes del momento en el que yo aparecí allí, ventaja que habría aprovechado para matarme apenas asomé en la tienda. Esta acción habría contrarrestado mi intervención anterior ya que, al matarme, yo ya no había podido matar a mi vez al agente púnico, por lo cual la balanza había vuelvo a inclinarse hacia su lado.

Que lo habían logrado era evidente, puesto que la realidad actual era la púnica, no la romana -estos términos se habían extendido rápidamente entre nosotros para diferenciar respectivamente a la historia espuria de la real-, pero había algo que no encajaba en el esquema: yo. Si me había matado mi rival, ¿cómo era que me encontraba de una pieza y gozando de buena salud? Aunque, eso sí, desempeñando un papel de Lázaro que no me satisfacía en absoluto.

En realidad ellos tampoco lo entendían demasiado bien, por lo que no sin reluctancia -no hay nada más desagradable para los miembros de la Agencia que tenerse que enfrentar a las siempre incómodas consecuencias de las paradojas temporales- habían llegado a la conclusión de que me había salvado el hecho de estar en tránsito dentro del continuo espacio-temporal cuando el agente enemigo había disparado -y matado- a mi otro yo de unos minutos atrás... les ruego que me disculpen, pero yo soy un ejecutor, no un teórico, por lo que me resulta difícil entender, y todavía más explicar, las sutilezas del viaje a través del tiempo.

Sí soy consciente, como todos los agentes, de lo inconveniente que puede llegar a resultar una bilocación temporal, es decir, la aparición simultánea de un mismo agente procedente de dos puntos temporales distintos, razón por la que siempre intentamos evitar este problema... que según todos los indicios, era lo que me había librado de una muerte cierta. En realidad yo no había coincidido conmigo mismo en ningún momento, pero durante nuestros desplazamientos por el tiempo sí se producen como algo normal no las temidas bilocaciones temporales, sino las espaciales. Dicho con otras palabras, yo me encontraba en tránsito en el mismo momento en el que el agente púnico me disparaba provocándome la muerte, lo cual fue una suerte puesto que de haber estado todavía allí o, mejor dicho, de no haber estado en tránsito fuera pues de cualquier marco temporal, la bilocación espacial no se habría producido y, por lo tanto, yo estaría total e irreversiblemente muerto.

Con independencia de las connotaciones teóricas que pudiera tener mi experiencia, lo cierto era que me había salvado la vida... así como las esperanzas de mis superiores, que pronto imaginaron la manera de poder revertir los acontecimientos a nuestro favor. Porque si los púnicos lo habían hecho en una ocasión contrarrestando mi triunfo momentáneo, ¿por qué no darles su propia medicina?

Problemas de tiempo no había ninguno, nunca mejor dicho, puesto que nuestro tiempo subjetivo no coincide con el real -llamémosle así por sencillez- al sernos posible viajar al momento justo que queramos. Así pues, aunque nos permitiéramos el lujo de tomárnoslo con calma, siempre sería posible enviar un agente a unos instantes antes de que el agente enemigo me hubiera matado a mí, antes de que yo hubiera podido matar a su compañero...

He dicho un agente, dado que cualquiera de mis compañeros habría podido hacerlo tan bien como yo... pero no, tuvieron que elegirme de nuevo con el peregrino argumento de que yo era el único que había estado en la escena del crimen -o de los crímenes- y, por lo tanto, el más adecuado para repetir la faena. Aunque no lo reconocieron, estoy convencido de que mis superiores sospechaban que el segundo agente púnico, es decir, el que me había matado, pudiera ser el mismo al que justo antes matara yo, rescatado de las garras de la Parca por la misma paradoja temporal que me había beneficiado a mí. Era lógico pensar esto, como también era lógico suponer que su mayor experiencia le daría ventaja sobre cualquier agente nuestro que no fuera yo... al tiempo que me la daría a mí en caso de enfrentarme con un rival bisoño.

Vamos, que me tocó de nuevo la papeleta sin que ni siquiera me fuera posible alegar cansancio o estrés post traumático, ya que me dejaron descansar todo lo que quise. Así pues, cuando estuve listo me enviaron de nuevo a la dichosa tienda en la que descansaba Escipión, justo unos segundos antes del momento en que habían calculado que aparecería por segunda vez mi enemigo, procurando evitar una posible bilocación temporal mía dado que suponían -no hacía falta ser un genio para llegar a esa conclusión- que me podría traumatizar bastante ver como me mataba ese hijo de mala madre.

Y atinaron, puesto que cuando emergí en la tienda en ésta sólo estaba yo -mi yo actual, se entiende- a excepción claro está del dichoso Escipión, que roncaba como un bendito, sin rastro alguno ni de mi enemigo ni de mi otro yo, anterior a mí según mi propia cronología interna, pero posterior según la del campamento romano... un lío, lo reconozco, y ahora comprenderán por qué razón los agentes del tiempo preferimos no calentarnos demasiado los cascos con estas historias.

Pero estaba ojo avizor, por lo que en cuanto apareció el fulano le descerrajé un cargador completo sin saludarle siquiera. Cayó sin decir ni pío y se desvaneció en la nada, lo que me confirmó que no sólo había pasado a mejor vida, sino que la historia había vuelto a sus cauces normales, es decir, a los míos.

De vuelta a casa me bastaron unos segundos para descubrir que las cosas seguían sin estar bien. Y efectivamente, así era. Mi intervención había supuesto una vez más un retorno a la línea temporal primitiva, pero al igual que en el caso anterior éste también se había desvanecido puesto que los malditos púnicos habían vuelto a repetir una vez más la jugada... y en esas estábamos.

Bien, si le había matado ya dos veces todavía podría hacerlo una tercera... conste que esto es lo que pensaron los jefes, no yo, que muy a mi pesar me volví a ver envuelto una vez más en este rigodón que aparentemente no parecía tener fin.

Y no lo ha tenido. Puesto que las estrategias de las dos Agencias Temporales son al parecer similares, mi viejo enemigo -estoy convencido de que siempre es él, al igual que él debe de estarlo de que siempre soy yo- y yo seguimos matándonos de forma alternativa una y otra vez, sin que esto cambie las cosas excepto en el hecho de que ahora nadie en la base es capaz de determinar cual es la situación real allá en el exterior, puesto que las dos historias alternativas cambian de una a otra con tal rapidez que todo acaba quedando borroso e indeterminado.

Y así seguimos. Mis compañeros no dejan de imaginar ardides intentando pillar a los púnicos en un renuncio pudiendo así afianzar de forma definitiva nuestra línea temporal; pero como ellos hacen lo propio, la consecuencia práctica de todo ello es que seguimos haciendo tablas. Y como ninguna de las dos Agencias tiene la menor intención de rendirse, mucho me temo que seguiremos así por tiempo indefinido.

Sí, he dicho indefinido, lo cual puede chocarles a ustedes al igual que me chocó a mí la primera vez que se planteó esta extraña guerra de trincheras sin aparente final; puesto que en cada intervención temporal, sea mía matando al agente púnico o sea suya matándome a mí, es necesario remontarse al menos unos segundos en la propia línea temporal de Escipión, cabe suponer que llegará un momento en que éste “despierte” o, por decirlo con mayor propiedad, anterior a aquél en que quedó dormido... pero los técnicos aseguran que todavía disponemos de varias horas de margen, y además están apurando cada vez más los intervalos entre salto y salto -lamentablemente los púnicos también hacen lo propio-, de manera que, salvo imprevistos, todavía tendremos cuerda para rato. Incluso barajan la posibilidad de generar un campo de éxtasis temporal provisional, de forma que el tiempo quede congelado en el interior de la tienda hasta que podamos desembarazarnos definitivamente de ese pelmazo.

Esto es lo que piensan los jefes, pero ¿qué pienso yo? De momento, como cabe suponer, a estas alturas estoy más que harto, puesto que han pasado ya varios meses en mi tiempo subjetivo desde que la cosa empezara y ésta no tiene visos de resolverse en un futuro más o menos inmediato. Durante todo este tiempo he barajado varias opciones, empezando por la de tirar la toalla; bastaría con no retornar a la base inmediatamente después de mi enésimo asesinato, lo cual, al evitar la bilocación espacial, provocaría mi muerte definitiva a manos del agente púnico. Esto no impediría que el plan siguiera adelante ya que yo podría ser sustituido por otro agente, pero al menos me daría la tranquilidad de la que ahora estoy privado, aunque se tratara de la paz del cementerio.

Otra posible opción sería la de negarme a continuar con este absurdo vaivén, lo cual supondría mi destitución automática y el encierro indefinido en la prisión que la Agencia mantiene en algún momento del Oligoceno, hace alrededor de unos treinta millones de años. Dicen que, aunque al principio choca un poco, allí no se vive mal del todo una vez que te acostumbras.

Pero mi especulación favorita es la de intentar ponerme de acuerdo con mi rival, al que supongo tan harto como yo, desertando ambos de nuestras respectivas agencias y refugiándonos, juntos o por separado, en algún lugar del siglo III antes de Cristo donde pudiéramos ser acogidos, quizá en una ciudad helenística en la que gracias a nuestros conocimientos podríamos vivir razonablemente tranquilos. Por desgracia no tengo manera de saber si mi colega piensa igual, ni sé como podría proponérselo antes de que me descerrajara un tiro.

Lo que sí tengo meridianamente claro es que a estas alturas no me importa ya lo más mínimo cual haya podido ser el devenir de la historia. Porque, confío en que me comprendan, de todo se acaba hartando uno.


Publicado el 27-10-2017