El postrer castigo



Agonizaba. Completamente solo, tal como había elegido vivir. Y ahora se estaba muriendo, sin arrepentirse de todo el mal que había causado lo largo de su vida, que había sido mucho, y sin lamentar lo más mínimo haber sido lo que comúnmente se conoce como una mala persona. Muy mala persona.

Tampoco eso le preocupaba. Descreído desde siempre, el temor al castigo eterno era algo que le traía completamente sin cuidado, ya que tras exhalar el último suspiro tan sólo esperaba oscuridad y vacío. Únicamente lamentaba verse obligado a echar el telón a su existencia por cuanto esto le privaría de seguir disfrutando de los beneficios que le había proporcionado ésta.

Pero las cosas no fueron como él esperaba. Para su sorpresa, en la solitaria habitación y ante su lecho se materializó una figura antropomorfa a la que no le fue posible identificar como ángel, demonio o, simplemente, la personificación de la Muerte.

En un principio pensó que se trataba de una alucinación previa al colapso definitivo de su cuerpo, razón por la que intentó apartarla de las brumas que comenzaban a velar su mente. Pero pronto pudo comprobar que no se trataba de un ensueño sino de un ente real, aunque no por ello necesariamente tangible.

-¿Quién eres? -preguntó con fatigada voz al visitante, más irritado que temeroso.

-Soy... -respondió éste con voz cavernosa-. En realidad, esto no importa demasiado. Bástate con saber que soy tu Némesis, y que mi misión es la de castigarte por tu maldad.

-¿Un demonio? -se burló el moribundo-. Lamento desilusionarte, pero nunca creí en el infierno.

-Te equivocas. En realidad careces de conceptos capaces de hacerte comprender quien soy yo y de donde vengo, aunque aciertas al suponer que nada tengo que ver con lo que secularmente ha predicado tu religión. Pero eso no quiere decir que no seamos reales, como real será también tu castigo.

-¿Qué pretendes...? -pese a su impostado cinismo, el yacente comenzaba a sentirse atemorizado.

-Ya te lo he dicho. He venido a castigarte.

-Me temo que llegas tarde -respondió esbozando una carcajada-. Me estoy muriendo, y como nunca he creído en todas esas monsergas post mortem, difícilmente me vas a asustar con amenazas de castigos eternos. Y por razones obvias, tampoco veo demasiado factible que intentes acelerar mi muerte.

-Es que yo no he venido para matarte -fue la desconcertante respuesta-, sino para evitar que mueras.

Tan insospechado giro tuvo la virtud de dejar perplejo al enfermo.

-¿Qué no quieres que muera? -exclamó excitado-. ¿Qué clase de castigo es ese? Además, ¿cómo vas a hacerlo? Estoy desahuciado.

-No quiero que mueras ahora -puntualizó el ente con suavidad-. En cuanto a tus preguntas, las respuestas son sencillas: a veces vivir puede resultar mucho más penoso que morir. Y no subestimes unos poderes que están muy por encima de tu capacidad de comprensión.

-Permíteme que siga dudando -porfió el agonizante-. Yo siempre he vivido muy bien, para mi fortuna, puesto que estaba libre de la mayor parte de las ataduras que atenazan al común de los mortales. A no ser... -titubeó, con un punto de temor- que tus poderes consistan además en infligirme enfermedades penosas o en condenarme a la miseria más absoluta, las dos únicas cosas que temo.

-De ningún modo. Te puedo asegurar que no sólo salvarás tu vida, sino que además, mientras vivas, gozarás de una excelente salud y de una situación económica desahogada. Y tampoco te sentirás acosado por ninguna perturbación externa, por lo que tu vida continuará siendo tan plácida como lo venía siendo hasta ahora.

-¿Hablas de castigarme, y me ofreces el paraíso? -se burló de nuevo-. ¿Dónde está el truco?

-No hay ningún truco. Simplemente, todavía no te he dicho en que consistirá el castigo -respondió, imperturbable, el ser.

Y tomando el mutismo de su interlocutor como una interrogación implícita, continuó:

-Hoy es el primer día del mes. Pues bien, desde este momento te anuncio que, para sorpresa de los médicos que te atienden, te recuperarás de forma milagrosa de esta enfermedad que casi te lleva a la tumba. Pero has de saber que el día de tu muerte está ya escrito, y que tendrá lugar también un día primero de mes. ¿Cuándo? Eso no lo sabrás, y en ello consiste precisamente el castigo: en la incertidumbre que te acometerá cada vez que un mes concluya, puesto que podrá acaecer bien al próximo o a cualquier otro... tu condena a muerte ha sido aplazada, pero no retirada. Y, al igual que quienes aguardan en el corredor de la muerte, nunca tendrás manera de saber cuando concluirá esta prórroga.

El enfermo, conforme asimilaba la sentencia, comenzó a sentirse aterrado.

-Te conocemos bien -continuó su implacable verdugo-. Por esta razón, elegimos el castigo que más daño podría hacerte, en justo pago por todo el mal que sembraste a lo largo de tu miserable vida. Vivirás angustiado sin saber cuando llegará tu hora, consciente de que cada primero de mes podrá suponer el final de tu existencia. Y te puedo asegurar que se tratará de una muerte penosa. Ciertamente, no se trata de una situación envidiable.

Sin despedirse siquiera aquel ser desapareció, dejándole en la soledad de sus temores. Y por primera vez en su vida adulta, lloró desconsoladamente.


Publicado el 26-6-2015