El extraño caso del manuscrito olvidado



El libro que ahora tienen en sus manos es producto de una extraña y quizá irrepetible casualidad. El autor del manuscrito original hace ya muchos años que falleció; sólo de esta manera ha podido ser rescatado del olvido el relato de un acontecimiento insólito que fue deliberadamente silenciado por su autor, el cual lo ocultó una vez escrito de manera tan eficaz que únicamente ahora, más de un siglo después de ocurridos los hechos, han podido éstos ser dados a conocer sin que el tiempo transcurrido desde entonces le haya hecho perder un ápice de su interés.

Encontré el manuscrito original escondido entre las páginas de un Quijote de finales del siglo XIX que poco antes había comprado en una librería de viejo. Se trataba de un amarillento fajo de cuartillas repletas con una apretada escritura que, aunque constituían un relato completo, era evidente que habían sido arrancadas de un cuaderno mucho más amplio, quizá un diario.

El Quijote tenía un ex-libris con un nombre impreso: Andrés de Buitrago y Céspedes. Movido por la curiosidad, y sospechando que el dueño del libro pudiera ser también el autor del manuscrito, comencé a investigar sobre la biografía del antiguo dueño del Quijote. Ya desde un principio supuse que debía de tratarse de una persona culta y probablemente acaudalada; la cuidada encuadernación del libro, la elegante letra del manuscrito y la delicada filigrana del ex-libris, así parecían indicarlo. Como comprobaría más tarde, acerté plenamente en mis apreciaciones.

Lo más inmediato para averiguar el origen del libro era contactar con el librero que me lo vendió; así lo hice y, no sin vencer su reticencia inicial a suministrarme los datos que yo le pedía, pude saber que este profesional lo había adquirido algunos meses antes, procedente de la biblioteca en venta de una familia venida a menos, como parte integrante de un lote de varias docenas de libros antiguos. No era un ejemplar excesivamente valioso, por lo que mi informador se mostró extrañado al comprobar mi inusitado interés por el mismo ya que, obviamente, había evitado comentarle la verdadera razón de mi búsqueda.

El resto resultó sencillo. Por mediación del librero pude contactar con Juan Alberto Sánchez Contreras, un hombre de mediana edad que me confirmó la venta del libro al tiempo que se me presentaba como el nieto de una hermana de Andrés de Buitrago. Según mi interlocutor su tío abuelo falleció víctima de un accidente de tráfico en mil novecientos veintitrés y, al estar soltero y carecer de descendencia, su importante patrimonio había sido repartido entre varios sobrinos. Uno de ellos, el padre de Juan Alberto Sánchez, había heredado la biblioteca, la cual pasó a ser propiedad suya tras el fallecimiento de su progenitor quince años atrás.

La biblioteca era importante y, sin ser excepcional, también era valiosa. Juan Alberto Sánchez puso en un principio todo su interés en conservarla, pero sus dificultades económicas en los últimos años le habían obligado a vender parte de la misma incluyendo el Quijote que ahora era de mi propiedad; en cuanto al resto de la historia, ya me era conocido.

Puesto que no tenía ningún objeto ocultar las verdaderas razones de mi interés, le interrogué acerca del manuscrito encontrado dentro del libro; y en contra de lo que yo esperaba mostró tal sorpresa, que no me cupo la menor duda de su sinceridad al afirmarme que nada sabía al respecto, aunque me confirmó que había sospechado su existencia desde hacía varios años atrás sin que lo hubiera conseguido encontrar.

Como yo había supuesto su tío había llevado un diario que él conservaba y en el cual se apreciaba una mutilación que había hecho desaparecer varias hojas, precisamente las que correspondían cronológicamente con uno de los numerosos viajes realizados por su tío abuelo, y más en concreto el efectuado por toda la cornisa cantábrica a principios de la primavera de mil ochocientos noventa y siete.

A pesar de sus esfuerzos Juan Alberto Sánchez no pudo descubrir estas hojas, por lo que supuso que su tío abuelo las debía de haber destruido. Tampoco halló la menor referencia a ese viaje en el resto del diario, lo que le hizo pensar que algo desagradable le debía haber sucedido en el transcurso del mismo, algo lo suficientemente incómodo como para que ni tan siquiera su familia alcanzara a conocer lo acaecido en aquellos dos largos meses durante loa cuales estuvo vagabundeando sin rumbo fijo entre Navarra y Galicia.

Por otro lado todos los familiares y amigos de Andrés de Buitrago, escasos ambos, estaban ya acostumbrados a las excentricidades de éste, por lo que no extrañaban sus largas ausencias. Moderadamente rico y liberado de toda clase de cargas familiares (su soltería era asociada maliciosamente a un turbio suceso de su juventud que él nunca se molestó en desmentir), se había dedicado desde muy joven a practicar uno de los deportes favoritos de la gente ociosa de su tiempo: viajar. Su inquietud le había llevado a recorrer, más por afán de aventuras que por sed cultural, todas las rutas que conducían a los más remotos rincones del planeta.

Eran frecuentes sus viajes a lugares entonces tan exóticos como Egipto, la mortecina China imperial o la decadente Turquía; viajes alternados con breves recorridos por las regiones más recónditas de España, que entonces eran todavía muchas. De todo ello dejaba constancia en un prolijo diario, el cual era de hecho una crónica ágil y veraz de sus largos periplos por toda la faz del planeta... Con la única excepción del consabido viaje por el norte de la península, del cual había hecho desaparecer hasta el menor rastro, perdurando el recuerdo del mismo entre sus familiares y amigos sólo gracias a los breves y escuetos comentarios realizados por el impenitente viajero antes de su partida; porque a su vuelta, inexplicablemente, ni una sola palabra había salido de su boca.

El hallazgo de las hojas perdidas del diario de su antepasado interesó tan vivamente a Juan Alberto Sánchez que por un momento llegué a temer que éste las reclamara alegando el carácter privado de las mismas, a pesar de que se había cumplido con creces el plazo concedido por la ley para el disfrute de los derechos de autor... O al menos eso creía yo, que nunca me he caracterizado por un conocimiento demasiado profundo de la normativa legal. Lo cierto era que, de ocurrir como yo me temía, se verían trastrocados todos mis planes, ya que por entonces yo había decidido publicar el relato dentro de mi línea de investigación de las realidades heterodoxas. Sin embargo, y a pesar de mis temores, Sánchez Contreras accedió a la publicación del manuscrito consciente de la importancia de lo ocurrido a su tío abuelo en aquella lejana primavera de finales del siglo pasado, sin más condición que la de colaborar en la misma.

No fue difícil comprobar que efectivamente las hojas encontradas por mí en el viejo Quijote correspondían a las arrancadas del diario; eran el mismo papel y la misma letra, y la coincidencia cronológica era absoluta. Todo lo demás fue, pues, sencillo. Entre mi compañero, y ya amigo, y yo estudiamos exhaustivamente el manuscrito hallándolo extraño quizá, pero perfectamente coherente; Andrés de Buitrago podía ser una persona extravagante, pero no quedaba la menor duda acerca ni de su inteligencia ni de su cultura. Resultó, de hecho, una persona totalmente digna de confianza en sus apreciaciones, hecho éste no demasiado frecuente en su época.

De común acuerdo ninguno de nosotros dos ha querido modificar ni comentar el relato original limitándonos a transcribirlo, tal como aparece redactado, sin más rectificación que la supresión de las ligeras diferencias de puntuación y acentuación con respecto al idioma actual; dejamos que sean ustedes quienes obtengan por sí mismos sus propias conclusiones acerca de un texto que, a pesar de pertenecer a un diario personal, está redactado en forma novelada, lo que le hace si cabe más ameno y moderno. Lean, pues, la extraña historia de Andrés de Buitrago.




Cuando hoy, transcurridos ya varios meses desde que ocurriera el suceso, escribo este relato refugiado en la tranquila soledad de mi gabinete, no tengo por menos que sentir un escalofrío al recordar lo sucedido aquel gélido día todavía invernal... A través de la ventana veo brillar ahora el apacible y cálido sol septembrino, recio sol castellano que hace dudar de la posible existencia de otros climas diferentes del nuestro... Climas que a pesar de todo existen, y no todos tan bonancibles como el que hoy caldea mi habitación de una manera quizá excesiva para mi gusto, pero indudablemente plácida.

No; todo fue muy distinto cuando tuvo lugar mi viaje por todo el Cantábrico español, y no me cabe la menor duda de que, de no haber ocurrido aquel fuerte temporal, hoy no estaría escribiendo estas líneas, porque nada fuera de lo normal habría entonces sucedido. La verdad es que, pese a todo, encuentro muy dudosa la necesidad de dar cuerpo a este desagradable y caluroso relato... Quizá fuera mejor dejar que su recuerdo se sumiera en el oscuro anonimato del olvido; pero hace ya bastantes años tomé la decisión de llevar cumplida cuenta de todo lo acontecido en mi agitada vida... Interrumpir esta autodisciplina aun cuando fuera por una única vez sería para mí una auténtica felonía, cosa que nunca podré consentir.

Retomo así la pluma no con tanta repugnancia como para impedirme cumplir con mi labor, pero sí con la inquietud que me supone tener que volver a recordar acontecimientos que desearía ver enterrados para siempre en lo más profundo de mi mente. Sin embargo, soy plenamente consciente de que ésta es mi obligación, y la asumo con todas sus consecuencias. Quizá lo que aquí relato sea objeto de repudio, por extraño a la razón, por parte de toda persona medianamente ilustrada... Confieso que éste es mi propio caso y que, de no haber vivido personalmente la experiencia, yo mismo dudaría de su veracidad. Ahora bien, puesto que no escribo esto para nadie sino solamente para mí, y quizá ni tan siquiera eso, no me siento obligado a buscar la menor justificación... Si es que acaso esta justificación existe.

Todo comenzó una fría mañana de marzo en las proximidades de un pequeño pueblecito perdido en la costa asturiana. Hacía ya tres semanas que había partido de Pamplona iniciando un recorrido que me llevaría hasta Galicia después de recorrer toda la cornisa cantábrica de este a oeste... Curiosamente, a pesar de haber visitado lugares tan remotos como la India, Argentina o Rusia apenas si conocía algunas regiones de mi propio país; por tal motivo a mi vuelta de Italia, y casi sin descansar, me dirigí junto con mi criado hacia la capital del antiguo reino de Navarra. Una vez allí compré -hubiera sido inútil alquilarlo para un viaje tan largo- un pequeño coche con su correspondiente caballo. Puesto que mi criado iba a ser quien oficiara de cochero no habría más viajeros que él y yo, cosa ésta por lo demás bastante habitual en la mayor parte de mis viajes. Yo pretendía en esta ocasión ir evitando las grandes ciudades, en el fondo todas iguales, trazando mi ruta sobre la marcha en busca de los innumerables pueblecitos y aldeas que jalonaban el verde territorio de estas provincias norteñas... Daba por supuesto que el hospedaje tendría que tener lugar, en la mayor parte de las ocasiones, en fondas y mesones carentes por completo de las comodidades más elementales; pero esto, para una persona que como yo había recorrido más de medio mundo en condiciones muchas veces precarias, no supondría mucho más allá de una leve molestia.

Apenas nos quedaría un kilómetro para alcanzar las primeras casas de un pueblecito cuyo nombre no consigo recordar, cuando tras saltar sobre un enorme bache el coche se inmovilizó al tiempo que emitía un crujido que no hacía presagiar nada bueno. Bajé a la carretera al tiempo que Juan, mi criado, descendía del pescante tras haber inmovilizado al animal, bastando unos breves segundos para constatar la naturaleza del daño sufrido por nuestro vehículo: a consecuencia del fuerte golpe recibido, el eje delantero se había partido por la mitad.

Estábamos, pues, inmovilizados puesto que en esas condiciones no podríamos recorrer con nuestro vehículo ni tan siquiera unos pocos metros; pero por otro lado, tampoco podíamos quedarnos allí de brazos cruzados ya que el cielo estaba encapotado y el fuerte viento reinante hacía presagiar la cercanía de una tormenta. Hicimos, pues, lo único que podíamos en aquellas circunstancias: recorrer a pie la distancia que nos separaba de la aldea.

Por fortuna, ésta quedaba cerca. Una vez en ella nos resultó fácil encontrar a un artesano (en realidad, el único) que nos pudiera reparar el coche... Aunque inevitablemente tendríamos que pernoctar en la aldea, lo cual aun sin tenerlo previsto en un principio tampoco resultaba una grave alteración de mis planes. Dejé, pues, que Juan, acompañado por varios mozos de la aldea, fuera a recoger al abandonado coche y al caballo, dedicándome yo a la tarea de buscar alojamiento para ambos. Esto no resultaría demasiado difícil ya que, según me informaron, tan sólo había una fonda en el pueblo, la cual además hacía las funciones, también únicas por cierto, de tienda y de taberna.

Al franquear la puerta de entrada me encontré en el interior de una típica taberna marinera: el local, grande y destartalado, estaba en esos momentos semivacío, apenas ocupado por un reducido grupo de madrugadores parroquianos, evidentemente pescadores a juzgar por sus trazas, los cuales se encontraban sentados en torno a una gran mesa de mármol situada en un rincón de la vasta sala.

Ignorándolos por completo, cosa que por cierto no hicieron ellos, me dirigí hacia la persona que parecía ser el dueño del local, un orondo cincuentón embutido en un no muy limpio delantal que fregaba con parsimonia una gran pila de vasos detrás del mostrador. El acuerdo fue rápido y, tras reservar un par de habitaciones y con un generoso vaso de sidra en la mano, me dispuse a aguardar la vuelta de mi criado.

Me dirigí hacia una de las mesas vacías con la intención de sentarme en ella, pero al pasar junto al grupo de pescadores éstos interrumpieron su conversación para dirigirse a mí con esa espontaneidad que sólo se puede encontrar lejos de las grandes ciudades. La pregunta resultó ser, como cabía esperar, la solicitud de la confirmación de mi carácter de forastero... Como si no resultara evidente que yo no tenía absolutamente nada que ver con ellos.

Rápidamente me hicieron sitio en su propia mesa por lo que, con no demasiado interés por mi parte, me vi obligado a relatarles mis circunstancias personales, las razones de mi viaje y los motivos por los que me había visto obligado a detenerme allí. Como era natural mi afán viajero fue algo que les sorprendió; no resultaba nada habitual encontrarse, en un ambiente tan provinciano como aquél, con una persona capaz de relatar experiencias personales acontecidas en el otro extremo del planeta, algo tan lejano para ellos como si se tratara de la propia Luna.

Por su parte, ellos también me contaron su historia. Como había supuesto todos eran pescadores, pero aquel día habían desistido de salir a la mar debido a que ésta se encontraba muy picada esperándose la aparición de una galerna para aquella misma noche. Así pues, mataban su tiempo libre en la taberna contándose mutuamente las ingenuas mentiras que, desde tiempos de los fenicios, solían ser habituales entre la gente de la mar.

Por lo que pude colegir, la interrumpida conversación había estado versando sobre la naturaleza (la existencia la daban por supuesta) de los diferentes tipos de monstruos marinos: ballenas gigantes capaces de tragar barcos enteros, pulpos de enormes tentáculos y refinados gustos alimenticios (al parecer el plato fuerte de su dieta solían ser los marineros arrancados de la cubierta de sus embarcaciones), y un largo etcétera de seres tan increíbles como terroríficos empeñados al parecer en disputar a los hombres el dominio de las vastas extensiones marinas.

Huelga decir que apenas saciada su curiosidad sobre mi persona, y aceptado ya como tertuliano presuntamente experto en la materia, la conversación retorno rápidamente a sus primitivos cauces. Yo me encontraba entonces muy divertido al comprobar la vehemencia infantil con que eran aceptados estos delirantes relatos, y no pude evitar adoptar el papel de abogado del diablo cuando fui interrogado sobre los distintos tipos de seres marinos que con toda seguridad debía haber avistado en el curso de mis numerosos viajes.

Como cabía esperar, mi respuesta les decepcionó. No, nunca había visto a ninguno de esos espeluznantes seres... Todo lo más, había alcanzado a vislumbrar algún que otro delfín, numerosos tiburones (ninguno de ellos de talla mayor de lo habitual), una ballena apenas avistada de lejos y, en una ocasión, una manta de varios metros (pero no más de cinco o seis) de envergadura.

Pero convencer a tan obstinados sujetos de un hecho tan científico como prosaico como era la inexistencia de monstruos marinos, quedaba mucho más allá de lo que yo podía (y quería) hacer. No cabe duda de que la superstición en cualquiera de sus múltiples vertientes es una de las palancas que mueven el mundo... Y que apenas un par de siglos de progreso científico poco pueden hacer frente a varios milenios continuados de ignorancia y barbarie; y está muy claro, lamentablemente, hacia que lado acostumbra a decantarse la balanza.

-Pero, ¿y las sirenas? -me espetó con tozudez uno de los marinos más jóvenes- Usted si que las habrá visto; aunque la verdad es que suelen ser las más difíciles de ver. -se corrigió- Pero a pesar de todo...

-Mi querido amigo, le puedo asegurar que nunca jamás, en ninguno de mis numerosos viajes, he tenido ocasión de ver ninguna sirena... -respondí divertido- Y nunca las podré ver, puesto que se trata de unos seres mitológicos que no existen en la realidad... Y ni tan siquiera eran mujeres con cola de pez.

-¡Alto ahí! -me interrumpió mi interlocutor- Las sirenas siempre han tenido cola de pez. Yo vi una vez una lámina en la que...

-Sí, esos seres existen en la mitología griega. -concedí al tiempo que sonreía- Pero no se llamaban sirenas, sino nereidas. Las sirenas tenían cabeza de mujer y cuerpo de pájaro.

-¡Cuerpo de pájaro! ¡Bah! -exclamó despectivamente el pescador al tiempo que recogía con la mirada la unánime aprobación de sus incultos compañeros- ¿Dónde se ha visto eso? Las sirenas siempre han sido así... Y siempre lo serán. Yo lo he visto.

Era tan inútil como intentar derribar un muro de piedra a cabezazos. Desistí de convencerlos.

-Nereidas o sirenas; ¿qué más da? -concedí resignado- Tan irreales son las unas como las otras.

El orgullo es el orgullo, pero la tozudez es la tozudez. Los lugareños seguían en sus trece.

-¡Pues yo digo que existen! -insistió el grandísimo cabezota- Yo vi una hace dos años.

-¡No me diga! -respondí con sorna- ¿Y cómo era?

-¿Cómo va a ser? Como todas. Pero las sirenas son muy pocas, y normalmente no se dejan ver. Viven en sus maravillosas cuevas submarinas excavadas en coral -evidentemente mi interlocutor quería dar la versión completa de la historia- y sólo salen a la superficie una vez cada varios años, siempre en las noches de tempestad en las que el mar está solitario y oscuro. Salen a la orilla en los acantilados y se sientan en las rocas para contemplar cómo las olas rompen con furia a sus pies... Bueno, a su cola, y esperan en silencio hasta que empieza a amanecer. Entonces vuelven a sumergirse en las profundidades, quizá para no volver a salir hasta pasados muchos años.

Realmente la historia era curiosa y, por lo que yo sabía, completamente original: nunca en mis numerosos viajes me había encontrado con una leyenda similar a ésta, la cual no coincidía tampoco con lo relatado en los mitos clásicos. Me preguntaba de dónde habría obtenido una persona tan inculta como este pescador un relato tan elaborado; y a pesar de todo, su fábula comenzaba a interesarme. Por mi mente pasó fugazmente la idea de intentar convencerle de que poco coral podría haber en un mar tan poco cálido como el Cantábrico; pero después del fracaso cosechado tras mi anterior intento de aclaración, estimé que lo más prudente era desistir de ello.

-¿Y para qué salen del mar precisamente en las noches de tempestad? -pregunté con un tono no exento de malicia- ¿A qué esperan hasta el amanecer?

-¿Qué van a esperar? -la ingenuidad de la respuesta me hizo sonreír- La llegada de los marineros.

Hasta aquel mismo momento el resto de los contertulios habían guardado un respetuoso silencio mientras escuchaban con interés nuestro duelo dialéctico; pero fue ahora un veterano marinero de tez curtida por el sol y la brisa del mar quien intervino planteando una objeción que, por obvia, a mí me había pasado inadvertida.

-¡Pero Antonio! -por fin sabía cuál era su nombre- Tú mismo has dicho que salían a la superficie tan sólo en las noches de tormenta; ¿cómo van a encontrar a alguien en tales ocasiones? Hace falta estar loco para echarse a la mar en esas condiciones.

-Te equivocas, Tomás. -respondió el aludido- No son sólo los locos los que salen a navegar en medio de una tempestad; también lo hacen los audaces, los que no temen a la muerte... Los únicos dignos de unirse con las sirenas.

-¡Un momento! -interrumpí yo, molesto por haber perdido la iniciativa- ¿Para qué quieren las sirenas a los marino? Aún no ha contestado a mi pregunta.

-¿Para qué va a ser? -se sorprendió Antonio- Las sirenas son eso... Sirenas. Mujeres en suma. Y, puesto que no existen hombres de su especie, nos necesitan a nosotros para...

Aun cuando no concluyera la frase, su gesto fue tan expresivo que hizo estallar en un coro de risotadas a sus zafios compañeros. Yo, por mi parte, opté por mostrarme dignamente inexpresivo.

-Se equivoca usted. -insistí de nuevo olvidándome de mi anterior fracaso a la hora de explicarle la mitología clásica- Existen los tritones, que son el equivalente masculino de las sirenas y que, por lo tanto, también tienen colas de pez.

-¿Los tritones? -me interrogó dubitativo- Nunca había oído hablar de ellos. ¿Y vosotros?

El apagado coro de negativas me hizo ver bien claro que no contaba, como era de esperar, con el menor apoyo; por lo tanto, tampoco habría tritones... ¡Qué se le iba a hacer!

-Como iba diciendo. -No cabía duda de que Juan era tesonero- Las sirenas no son inmortales... Viven cientos de años, mucho más que nosotros, pero también acaban muriendo. Necesitan reproducirse, y lo consiguen así.

-Curiosa pareja. -respondí con sorna; la bola de nieve de las incongruencias y los despropósitos continuaba engordando, pero a pesar de ello en vez de irritación o incomodo sentía, para sorpresa mía, tan sólo un divertido interés- Ahora bien, suponiendo que estas uniones pudieran tener descendencia, ésta estaría constituida tanto por varones como por hembras.

La objeción era intachable, o al menos así lo creía yo, pero para sorpresa mía también fue refutada.

-Así es. Pero mientras los niños nacidos de estas uniones son completamente humanos, las niñas son, por el contrario, sirenas al igual que sus madres.

-¿Y qué pasa con los niños?

-¡Oh! Está bien claro. Como es natural -yo no veía que lo fuera- estos niños nacen bajo el agua, y al no poder respirar se ahogan. Las niñas, sin embargo, sobreviven ya que son unos seres marinos.

-¿Cómo sabe usted eso? ¡Ah, se me olvidaba! Usted vio una.

-Ya se lo he dicho. -respondió ingenuamente Juan, incapaz de captar la ironía- Fue hace algo más de dos años, para el mes de noviembre. Yo había salido en una barca para pescar... con caña. Era domingo, tenía la tarde libre y tan sólo deseaba descansar un rato. La mar estaba tranquila y el cielo, aunque cubierto, no parecía amenazar lluvia. Sin embargo, bastaron unos minutos para verme en mitad de la tormenta más salvaje que jamás he conocido. ¿Os acordáis? -preguntó a sus compañeros, los cuales como era de suponer se apresuraron a afirmar vigorosamente con la cabeza.

-Mi barca no tenía velas, y con los remos poco podía hacer. Durante varias horas me vi zarandeado de un lado para otro temiendo que mi barca naufragase; confieso que sentí miedo. En una ocasión las olas me arrastraron hasta muy cerca de los acantilados; apenas un poco más y me hubiera estrellado contra las rompientes. Gracias a Dios de repente cambió la corriente y me vi llevado de nuevo mar adentro. Y entonces -aquí su voz se tornó trémula- la vi.

-¿Cómo era? -preguntó ansiosamente uno de los marineros.

-Bellísima. La mujer más hermosa que jamás haya visto hombre alguno. Estaba sentada sobre una roca en actitud pensativa, y miraba hacia el mar. De repente me vio; y me llamó.

-Al menos en eso sí concuerda con la Odisea. -rezongué sin poderlo evitar- Aunque las de allí tenían alas.

-¿Y fuiste? -indagó otro de los contertulios haciendo caso omiso de mi impertinente comentario.

-Lo intenté, os juro que lo intenté con todas mis fuerzas. Pero no pude hacer nada. La corriente me arrastraba mar adentro, y poco después la vi desaparecer tragada por la oscuridad. Media hora más tarde mi barca encallaba en la playa; yo me había salvado, pero desde entonces no hago sino lamentarme de mi mala suerte. Si yo hubiera podido arribar a aquel arrecife... -concluyó lastimero.

-¡Pero usted habría fallecido ahogado o destrozado contra las rocas! -exclamé estupefacto.

-Sí, hubiera muerto con toda seguridad. -respondió el pescador con una gravedad que me heló la sangre- Pero antes habría disfrutado de algo que muy pocos mortales pueden llegar a alcanzar: el amor de una sirena, infinitamente más placentero que el que se pueda obtener con una mujer normal.

-¿Cree usted que hubiera merecido la pena? -insistí perplejo.

-Por supuesto. -Juan no dudó un solo instante en contestarme- Cuando se alcanza un placer tan elevado todo lo demás, incluso la propia vida, está de sobra. Le aseguro que es la muerte que desearía cualquier marino.

-Si usted lo dice... -me rendí.

-¿Y no podrías volver a verla? -medió otro de los pescadores el cual, al parecer, no compartía mi escala de valores.

-Nada hubiera deseado más en este mundo. -confesó escuetamente Juan- Pero nunca desde entonces me he atrevido a desafiar de nuevo a la mar... Quizá no sea digno de ella. -musitó con amargura.

-Quien sabe... -comenté en un deliberado intento de echar agua al fuego- Quizá tan sólo fuera una alucinación.

-¡No! -exclamó con rabia- Era real, tan real como usted y como yo... Y me llamaba, me llamaba por mi propio nombre.

-Fuera lo que fuese, lo cierto es que ya no tiene remedio. -apacigüé.

-Quizá todavía pueda subsanarse. -masculló entre dientes- Esta noche habrá tormenta, y esta misma noche volveré a la roca. Estoy seguro de que ella me estará esperando.

Tras pronunciar tan rotunda frase la práctica totalidad de los contertulios prorrumpieron en exclamaciones de horror mientras yo optaba, por el contrario, por guardar un sepulcral silencio. Estaba convencido de que el pescador no era sino un pobre desequilibrado mental, y lamenté sinceramente haber sido yo quien de forma involuntaria le hubiera inducido a su pueril arrebato.

-¡Pero Antonio! -gimió Tomás leyéndome aparentemente el pensamiento- ¡Tú estás loco!

-Puede que sea así. -respondió el aludido- Pero hay ocasiones en las que la cordura está de más, y estoy convencido de que ésta es una de ellas. Iré a buscar a mi sirena; tan sólo os pido que recéis por mí.

Todo lo sucedido a continuación aparece en mis recuerdos de una manera borrosa. La discusión alcanzó rápidamente unos tonos bastante elevados, por lo que opté por escabullirme de la mejor manera posible; la oportuna llegada de mi criado, solucionado ya el traslado de nuestro coche, me proporcionaría la excusa perfecta para abandonar el local.

El resto del día, olvidada por mí la conversación mantenida en la taberna, transcurrió con suma rapidez. Acompañado de Juan visité el cobertizo donde se encontraba guardado el coche, ajustando con el herrero el importe de la reparación al tiempo que éste nos confirmaba la imposibilidad de concluir el trabajo antes del mediodía del día siguiente; estuvimos también en el establo donde habíamos dejado nuestro caballo y, puesto que entonces ya había comenzado a llover, retornamos a la taberna para almorzar. Según pude observar cuando llegamos allí mis interlocutores ya se habían marchado... Y no me molesté en preguntar por ellos.

La tarde discurrió con placidez en el interior de nuestro refugio mientras afuera la tormenta arreciaba. Llegó por fin la hora de acostarnos, pero no habían transcurrido ni tan siquiera treinta minutos, cuando me despertó un gran revuelo organizado, al parecer, en la taberna. Tanto Juan como yo bajamos apresuradamente a la planta baja comprobando cómo aparentemente la mayor parte de la población de la aldea se hallaba reunida en el interior del amplio local. No resultó difícil enterarnos de lo ocurrido: Antonio había desaparecido del pueblo y, puesto que también había sido echada en falta su barca, todo era suposiciones acerca de la posibilidad de que hubiera llevado a cabo su infantil idea.

Como era fácil de suponer se estaba organizando la búsqueda del marino y, por ser la taberna el lugar de mayor capacidad del pueblo, había sido convertida ésta en el cuartel general de la operación de rescate. Lamentablemente la galerna se encontraba ahora en todo su apogeo, lo que dificultaba enormemente las labores de rastreo. A pesar de todo se habían comenzado a organizar batidas por toda la costa, lo único que en tales circunstancias se podía hacer ya que el hacerse a la mar en tales condiciones hubiera supuesto un suicidio seguro.

Juan y yo colaboramos en todo lo que pudimos, aunque nuestro desconocimiento del terreno hizo que nuestra utilidad resultara más bien escasa. Por tal motivo ambos nos quedamos en la misma taberna ayudando en las labores de coordinación de los distintos grupos de rescate, lo cual nos permitió librarnos de pasar a la intemperie una noche realmente infernal.

Lentamente fueron desgranándose las horas. La tormenta seguía descargando auténticas montañas de agua y Antonio continuaba sin aparecer. Para entonces ya no cabía la menor duda de que, cumpliendo con su amenaza, el pescador se había echado realmente a la mar; pero, en tan adversas condiciones climatológicas, seria muy difícil, por no decir imposible, encontrarlo antes de que amainara el temporal, lo que reducía hasta niveles mínimos las posibilidades de hallarle con vida.

Eran casi las cinco de la madrugada cuando un muchacho de unos catorce años entró gritando en la taberna, tan empapado de agua que, de haberle podido escurrir como a una esponja, se hubieran podido llenar con él varios cubos. Pero esta circunstancia resultaba completamente trivial en aquella situación ya que, al escuchar sus entrecortadas palabras, todos nos dirigimos hacia él como movidos por un resorte: acababan de encontrar el cadáver de Antonio.

Todo lo demás está grabado en mi mente de una manera tan confusa que me resulta muy dificultoso separar lo real de lo imaginado... Como si estos hechos no hubieran ocurrido apenas unos meses atrás sino hace muchos, muchos años. Pero continuaré. De repente, y sin saber como, me encontré junto a la playa aguantando estoicamente bajo la torrencial lluvia mientras miraba atónito hacia el inerme bulto que, hasta pocas horas antes, fuera un fornido mocetón lleno de vida.

La búsqueda había concluido. Retornamos al pueblo en silencio, cabizbajos e insensibles a todo, llevando con nosotros el cuerpo del infortunado pescador. Por el camino, no obstante, pude recabar algunos datos sobre las circunstancias del accidente: A pesar de la fuerte marejada Antonio había conseguido cruzar los varios kilómetros de mar que separaban al pueblo de los arrecifes: su cadáver había sido encontrado sobre una gran roca plana, arrojado allí sin duda por las encrespadas olas.

Pero había, a pesar de todo, algunos detalles que convertían en singular aquel suceso. En primer lugar el cuerpo había sido hallado completamente desnudo, hecho éste que en condiciones climatológicas tan desfavorables resultaba ser, cuanto menos, extraño. Pero además quedaba aún otro factor todavía más intrigante incluso para una persona tan poco versada en temas marinos como yo: Su rostro mostraba no el rictus crispado que cabría esperar en un ahogado, sino una pasmosa expresión de paz y tranquilidad insólitas en tan dramáticas circunstancias.

A mediodía del día siguiente, apenas estuvo reparado nuestro carruaje, abandonamos la aldea dejando atrás el recuerdo de este insólito y desagradable suceso; o al menos, así lo creía yo. Porque cuando paramos para almorzar, ya cruzado el límite con la provincia de Lugo, mi criado Juan me hizo una pregunta que a pesar de todo mi racionalismo me dejó completamente helado.

-Don Andrés. -me espetó- ¿Usted recuerda de qué color era el pelo del muerto?

-¿Cómo no? -respondí extrañado- Era muy oscuro, prácticamente negro. ¿Pero por qué me preguntas eso?

-¿Vio usted a alguna persona rubia en la aldea? -insistió, haciendo caso omiso de mi observación.

-No, creo que no... -comenté- Todas las personas a las que yo vi eran morenas. No había ninguna rubia... ¿Acaso importa ahora eso?

-Tenga, señor. -zanjó él mostrándome su mano abierta- Estaba en el puño del muerto cuando lo trajimos de la playa, y tuve que recurrir a todas mis fuerzas para podérselo arrebatar.

Intrigado, acerqué mi vista hacia aquello que mi criado me enseñaba en la palma de su mano... Y al instante mi curiosidad morbosa se trocó en horror: Ante mis ojos tenía un puñado de largos y sedosos cabellos dorados.




El relato original de Andrés de Buitrago termina aquí, pero apenas transcurridas algunas semanas después de que yo efectuara mi hallazgo Juan Alberto Sánchez Contreras me comunicó que, revolviendo entre los documentos personales de su tío abuelo, había encontrado un curioso recorte de periódico que creía pudiera tener alguna relación con el hecho aquí narrado.

Lamentablemente el recorte carece de toda indicación acerca del nombre del periódico en el que fue publicado y la fecha en que apareció; pero merced a una serie de criterios indirectos que sería demasiado prolijo describir aquí, tanto el señor Sánchez como yo creemos, casi con toda seguridad, que debe de tratarse de un ejemplar de principios de siglo publicado probablemente en Madrid. De ser cierta esta suposición la noticia sería posterior, y muy próxima, a los hechos descritos por Andrés de Buitrago en su diario. También la localización de los dos sucesos es muy próxima al haber ocurrido ambos en la costa asturiana, aunque al no conocer el nombre del pueblo descrito por Buitrago tampoco podemos precisar si se trata de la misma localidad.

De cualquier forma estos detalles no afectan en lo más mínimo a la innegable relación entre ambos hechos, como podrán ustedes comprobar tras la lectura de la trascripción del aludido artículo.




¿UN MONSTRUO MARINO EN EL CANTÁBRICO?

Según noticias recogidas por nuestro corresponsal en Oviedo, el pasado día 27 unos pescadores de Ribadesella recogieron en sus redes el cuerpo semidescompuesto de un extraño animal marino. De acuerdo con las manifestaciones de estos pescadores, este ser tendría una longitud de aproximadamente un metro y medio y pesaría alrededor de unos cincuenta kilogramos. A pesar de que se avanza do estado de descomposición impedía efectuar un estudio detallado del cadáver, sí se pudo comprobar la existencia de dos extremidades superiores mientras la parte inferior del cuerpo terminaba en una larga cola similar a las de los delfines. En lo que respecta a la cabeza, ésta se hallaba tan deteriorada que no se pudo observar ningún rasgo en ella, aunque lo que más sorprendió a los pescadores fue la existencia de una larga melena de color dorado.

Debido al fuerte hedor que desprendía los pescadores se vieron obligados a arrojar de nuevo el cuerpo al mar, con lo que la ciencia ha perdido la oportunidad de estudiar detenidamente a este extraño animal. Consultados varios profesores de la universidad de Oviedo, éstos manifestaron su creencia de que debía de tratarse del cadáver de algún mamífero marino arrastrado por las fuertes corrientes desde las frías aguas del Océano Ártico, lugar en el que estos animales habitan. Carecen pues, de todo fundamento los rumores aparecidos por todo el litoral del Principado acerca de la existencia real de seres marinos desconocidos por la ciencia, rumores que propalados por personas de escasa formación científica no hacen sino confundir a los supersticiosos habitantes de nuestra costa cantábrica.


Publicado el 26-4-2005 en Alfa Erídani