El ladrón de puertas



Últimamente volvía a casa con una puerta sobre la espalda. Era lógico, puesto que se trataba de un ladrón de puertas. Pero no de un ladrón normal, de esos que primero expugnan las puertas para poder desvalijar las casas; a él sólo le interesaban las puertas, y jamás tocaba nada del interior de éstas.

Porque él lo único que pretendía era privar a las casas de sus puertas, abrirlas a todos de manera que sus moradores no pudieran encerrarse en ellas viéndose obligados a hermanarse con sus vecinos, obligados a ser humanidad. A su modo era un idealista, y la manera de predicar su particular utopía era arrancando las puertas para, tras cargárselas sobre sus espaldas, acarrearlas hasta la orilla del río que pasaba por detrás de su casa y arrojarlas a él en un ritual purificador, contemplando con la satisfacción de la labor cumplida como las aguas aceptaban su ofrenda llevándola consigo hacia su lejano destino. Y esto le parecía bueno.

En un principio temió que le descubrieran y le impidieran continuar con su labor humanitaria, por lo que procuraba adoptar precauciones para realizar su tarea sin ser descubierto. Pero pronto descubrió que nadie se lo impedía y que, cuando le veían cargando con una pesada puerta, nadie le preguntaba, nadie le detenía ni nadie le ofrecía ayuda. En cuando a aquéllos a los que dejaba a su casa privada de puerta, se limitaban a sustituirla por otra más difícil de abrir, más difícil de arrancar, más difícil de olvidar.

Pese a ello, él proseguía incansable arrancando puertas y arrojándolas al río ante la indiferencia general. Pero cada vez le resultaba más difícil. El esfuerzo continuado iba minándole las fuerzas, y le resultaba más dificultoso liberar a sus conciudadanos de las prisiones en las que voluntariamente se hallaban encerrados. Y llegó un momento en el que hasta las propias aguas del río se negaron a seguir llevándolas al mar, abandonándolas en el almacén del olvido de su cenagoso lecho.

Fue entonces cuando el ladrón de puertas, agotado y apesadumbrado, acabó llegando a la conclusión de que de nada serviría seguir arrancando puertas, ya que la humanidad se resistiría a aceptar el beneficio que tan altruistamente le ofrecía. Así pues un buen día, convencido ya de la inutilidad de su tarea, fue él quien se ofrendó a las aguas, las cuales le acogieron amorosamente en su seno llevándole consigo hasta el lejano confín que a decir de los poetas es el morir.


Publicado el 7-7-2017