Historia de dos gemelos



De entre las múltiples experiencias de cualquier tipo que es susceptible de alcanzar cualquier persona en el transcurso de toda una vida, tan sólo unas pocas son las que llegan a afectar de forma significativa a la mayor parte de la humanidad. De hecho, si prescindiéramos de todo aquello que puede considerarse rutinario, podríamos afirmar que una gran mayoría nace, crece, vive y muere sin que en el registro de su vida llegue a figurar ningún hecho no ya excepcional, sino siquiera singular.

Por lo demás, el reducido número de personas a las que podemos considerar a salvo de la mediocridad general tampoco están libres por lo común de otra mediocridad más reducida, más sublime pero no menor efectiva; ser escritor, músico, pintor o científico es bastante positivo, por supuesto, pero desde que la humanidad iniciara su periplo vital han existido numerosos escritores, músicos, pintores o científicos... Por supuesto que por encima de este nivel está la cúspide de los genios, pero personas tales como Beethoven, Velázquez, Einstein o Alejandro Magno han sido tan sólo unas contadas excepciones dispersas en el mar de la humanidad por más que su existencia haya afectado de forma significativa al devenir de la historia.

Sin embargo, ni las experiencias singulares de los genios ni las colectivas -generalmente traumáticas- que afectan simultáneamente a millones de personas, tales como catástrofes naturales, guerras o epidemias, pueden llegar no ya a igualar, sino ni tan siquiera a imitar a una de las más excepcionales y perturbadoras, al alcance tan sólo de unos pocos: La de tener un hermano gemelo.

¿Se imaginan ustedes lo que significa sentirse duplicado, ser otra persona y a la vez no serlo? ¿Lo sospechan siquiera? No, por supuesto que no. Claro está que pueden realizar un esfuerzo intelectual que les haga concebir una imagen muy superficial de lo que supone, pero jamás podrán ser capaces de sentirlo en toda su profundidad puesto que es algo completamente imposible para alguien que no sea un gemelo.

Yo lo he sido, pero les ruego que no me pidan que se lo explique; sería tan imposible como intentar describirle un color determinado a un ciego de nacimiento. Estas experiencias, vuelvo a insistir en ello, tan sólo pueden ser compartidas por alguien que sea como nosotros.

Intentaré, no obstante, aproximarles a la situación en la que crecí, puesto que ello es fundamental para que pueda relatarles mi tragedia. Mi hermano Juan y yo éramos, como ya he comentado, gemelos. Gemelos idénticos, se entiende, y no mellizos, con una única dotación genética repartida entre dos cuerpos iguales por un azar del destino. Se han dicho muchos tópicos acerca de los hermanos gemelos, tópicos en su mayor parte muy poco ajustados a la realidad puesto que suelen tener su origen en personas que jamás han compartido esta experiencia, pero los cuales habremos de aceptar como válidos puesto que no me es posible darles una explicación mejor.

Aceptemos, pues, la clásica afirmación de que entre mi hermano Juan y yo existía un vínculo especial que algunos han llegado a definir muy impropiamente como telepatía; no, no era telepatía ni nada que se le pudiera parecer, pero el vínculo existía y de ello se daban perfecta cuenta quienes nos rodeaban por más que fueran incapaces de interpretar correctamente su naturaleza. Por si fuera poco nuestros padres, en lugar de fomentar la individualidad de cada uno de nosotros, incurrieron en el involuntario error de acentuar todavía más nuestras similitudes fomentando continuamente que nos pareciéramos todavía más; ya saben ustedes, nos vestían con la misma ropa, nos llevaban al mismo colegio, nos confundían constantemente y no siempre de forma involuntaria al uno con el otro... Justo lo contrario de lo que debieran haber hecho para potenciar nuestras respectivas individualidades.

Porque no se crean que ser gemelos ha de significar forzosamente ser dos adultos idénticos hasta en el más mínimo rasgo; el hombre es, como dijo el filósofo, herencia pero también ambiente, y si la herencia de ambos era la misma desde el primer hasta el último gen, una educación individualizada nos hubiera permitido a mi hermano y a mí ser dos personas diferentes por mas que nuestros rasgos físicos fueran los mismos y por más que nuestras tendencias innatas hubieran sido también similares. Al fin y al cabo una persona es producto en buena parte de los avatares que ha experimentado a lo largo de toda su vida, y puesto que estos avatares suelen estar regidos mayoritariamente por las reglas del azar, no es de extrañar que una misma persona enfrentada ante experiencias vitales distintas podrá acabar sedimentando diferentes tipos de personalidad, próximos si se quiere, pero no idénticos. Extrapolemos esta situación a dos hermanos gemelos enfrentados al destino cada uno por separado; sería virtualmente imposible que no surgieran diferencias, menores o mayores pero siempre significativas, en sus respectivas vidas, lo cual acabaría acentuando sus respectivas personalidades a la par que serviría para diferenciar al uno del otro.

Éste no fue por desgracia nuestro caso. Empeñados nuestros padres en que ambos fuéramos como dos gotas de agua, lo único que consiguieron fue arruinar nuestras vidas. Y no exagero; potenciando nuestras similitudes malograron irremisiblemente toda posibilidad de que alcanzáramos, tanto mi hermano como yo, una personalidad diferenciada y madura.

Las consecuencias de ello fueron sumamente graves para los dos. Nuestra relación especial ciertamente existía y era fructífera y satisfactoria... siempre y cuando se limitara a nuestro mundo particular, ya que los problemas empezaban cuando teníamos que relacionarlos con la gente de fuera. Que te confundan continuamente con tu hermano, que te nieguen aunque sea por ignorancia el derecho a algo tan fundamental como es tu propia identidad, créanme que puede acabar siendo realmente molesto.

La estancia en el colegio, primer enfrentamiento con el mundo exterior a excepción de nuestra propia familia, no resultó ser demasiado traumática; al fin y al cabo los niños suelen tomar la vida como si fuera un juego, e inmaduros como éramos todavía encontrábamos placer en nuestra singularidad compartida. Al fin y al cabo Juan y yo nos aceptábamos como una pierna acepta a la otra, y ni tan siquiera se nos pasaba por la imaginación que uno cualquiera de los dos pudiera pasarse un solo instante sin la continua compañía del otro.

La situación empeoró, lógicamente, cuando llegamos a la adolescencia. En una persona normal este difícil tránsito de niño a adulto viene acompañado por una reafirmación de la personalidad, siendo entonces quizá por vez primera cuando comienza a ser consciente de su propia individualidad. Este descubrimiento del yo nos estuvo vedado por desgracia a mi hermano y a mí, convirtiéndose en una pesada losa lo que hasta entonces hubiera sido un divertido juego.

Como consecuencia de ello nuestras relaciones se agriaron. Tanto Juan como yo intentábamos desesperadamente diferenciarnos el uno del otro, por desgracia sin resultado; tantos años de mimetismo provocado convirtieron en inútiles nuestros cada vez más desesperados esfuerzos sin que nuestros torpes intentos (uso de ropa diferente, salidas siempre en solitario) lograran cosechar mas que desconciertos, cuando no directamente burlas por parte de quienes nos rodeaban.

Cuando finalmente llegamos a la edad adulta las cosas comenzaron a ir de mal en peor. Una estúpida disposición determinó que en el servicio militar ambos fuéramos destinados a la misma unidad, viéndonos forzados a convivir estrechamente no sólo entre nosotros, sino también con una multitud de gente de afuera... Y además vistiendo un uniforme, lo que hacía completamente inútil todo intento de diferenciarnos al tiempo que provocaba situaciones tan molestas como la de ser arrestados ambos de forma sistemática al ser incapaces de determinar nuestros superiores cual de los dos había sido el causante de la falta.

No es de extrañar, pues, que al licenciarnos fuera ya odio el sentimiento que alentábamos el uno hacia el otro. Los dos deseábamos desesperadamente ser nosotros mismos, y los dos tropezábamos inexorablemente con el otro a la hora de intentar llevarlo a la práctica. Rotas definitivamente nuestras relaciones para desesperación de nuestros padres, tanto Juan como yo intentamos seguir nuestros respectivos caminos olvidándonos mutuamente; intento inútil, puesto que al ser tan exasperantemente idénticos siempre acabábamos adoptando idénticas iniciativas de forma que no hacíamos sino tropezar una y otra vez el uno con el otro por mas desesperados que fueran nuestros esfuerzos por evitarlo.

¿Telepatía? No, simplemente coincidencia. Si nada había en nuestras respectivas personalidades que las diferenciara en lo más mínimo, era completamente lógico que coincidiéramos absolutamente en todo por mas que ello nos desesperara. Y si esto acarreaba pérdida de amigos e incluso de puestos de trabajo (hubo empresarios que interpretaron como una burla lo que en realidad era tan sólo una desesperada pugna entre nosotros), no resulta difícil suponer que cada vez nos aborreciéramos más viéndonos como una maldición que se cruzaba en nuestras vidas... Y me consta que la actitud de Juan hacia mí era absolutamente idéntica a la que yo mostraba ante él.

Pero lo peor estaba por llegar. Un buen día me enamoré de una chica y, como cabe suponer, mi hermano hizo lo propio. La chica respondió a mis galanteos y por desgracia hizo lo mismo con Juan, lo cual desembocó en una situación ciertamente embarazosa. La chica, huelga decirlo, al principio lo encontró divertido para más adelante acabar decidiendo que tener un novio por duplicado podría tener bastantes más inconvenientes que ventajas, máxime si se tenía en cuenta que Juan y yo nos aborrecíamos a muerte.

Ambos exigimos a la pobre muchacha que se olvidara del otro y la pobre, que era incapaz de distinguir entre nosotros, se vio metida en un verdadero brete ya que a ella en realidad le daba exactamente igual uno que otro... Pero a nosotros no. Así pues, la guerra estalló no por las rencillas acumuladas durante tantos años, sino por algo tan prosaico como la propiedad del botín.

Aunque la literatura está repleta de historias similares nunca se había abordado, al menos que yo supiera, el tema de dos hermanos gemelos peleándose por una misma mujer; dos hermanos que además se odiaban a muerte. Quizá lo mejor para todos habría sido que nuestra chica se hubiera hartado de nosotros buscándose una vida sentimental menos complicada; pero por desgracia no ocurrió así. Ella nos quería, en plural, puesto que era completamente incapaz de distinguir entre uno u otro, aunque por supuesto sólo nos aceptaba de uno en uno... En esas condiciones era inevitable que tarde o temprano tuviera que suceder lo que finalmente ocurrió.

Había olvidado decir que tanto Juan como yo no éramos lo que se dice unos corderitos en lo que a nuestro carácter se refiere. No me interpreten mal; no éramos delincuentes ni nada parecido, y jamás tuvimos problemas ni con la justicia ni con la policía. Pero éramos jóvenes, teníamos la sangre caliente... Y ganas de vengarnos de quien considerábamos no sólo nuestro rival, sino también nuestro principal enemigo. Un día que había quedado citado con mi chica ésta me dio plantón hasta que yo, harto de esperarla, procedí a buscarla por todos los lugares en los que pensaba que pudiera estar.

No tuve éxito, lo que hizo anidar en mí el germen de la sospecha. ¿Y si Juan me la había birlado haciéndose pasar por mí? Visité, pues, aquellos lugares a los que yo la hubiera llevado de habérsela quitado a mi hermano, y puesto que él y yo éramos idénticos hasta en los menores pensamientos, los encontré finalmente en el apartamento de un amigo que yo mismo había utilizado en varias ocasiones y del cual poseía una llave. Allí estaban, tremendamente acaramelados; y lo peor de todo fue que ella le llamaba por mi nombre, cosa que no era de extrañar puesto que el muy sinvergüenza hasta se había vestido con una ropa idéntica a la mía. Sentí que la sangre me subía a la cabeza, y ofuscado como estaba fui incapaz de medir las consecuencias de mi acción; así pues, instantes después estábamos peleándonos a puñetazo limpio ante la consternación de la chica.

¿Saben ustedes lo que significa pelearse con uno mismo? No sólo teníamos exactamente la misma fuerza y la misma habilidad, sino que además se nos ocurrían las mismas tretas exactamente al mismo tiempo. Minutos después estábamos magullados y tumefactos pero con ganas todavía de continuar la pelea.

En uno de los lances de la pelea el azar puso en mis manos, en mala hora, un vaso de combinado que rompí con un golpe seco convirtiéndolo en una cortante arma, aunque según pude comprobar mi hermano había hecho exactamente lo mismo. Nos acometimos mutuamente con ansias homicidas; los afilados cristales cortaron nuestra piel, nuestros músculos, nuestras venas. Mi último recuerdo antes de perder la consciencia fue el de mi hermano, tan malherido como yo, agarrado convulsamente a mí mientras la chica gritaba desesperadamente. Y luego... La oscuridad.

Desperté en la cama de un hospital. Tenía vendadas varias partes de mi cuerpo, pero lo que más me sorprendió fue la presencia de un silencioso policía en la habitación. Despejadas al fin las brumas que velaban mi cerebro fui informado de lo ocurrido por el propio agente: Mi hermano había muerto y yo había estado al borde mismo de correr la misma suerte; ambos nos habíamos desangrado y sólo el azar había querido que yo me hubiera salvado por unos segundos que resultaron ser cruciales. Por supuesto estaba detenido acusado de homicidio.

Durante mi forzada estancia en el hospital tuve ocasión sobrada de meditar sobre la situación en la que ahora me hallaba. Tenía la turbadora impresión de haberme asesinado yo mismo; los médicos me comunicaron, sorprendidos, que mi hermano y yo presentábamos las mismas heridas y que la sutil diferencia que había determinado que yo viviera y él no se debía tan sólo a una sutil diferencia: Los servicios sanitarios reclamados urgentemente por la chica no habían podido atendernos simultáneamente a los dos; yo había sido el primero en serlo y gracias a ello me había salvado.

Ciertamente he de confesar que no lamentaba en modo alguno la desaparición de mi hermano; él había sido mi pesadilla durante años y por fortuna ya no me volvería a molestar más, pero a cambio de la liberación había arruinado irremisiblemente mi vida. Del hospital pasé directamente a la prisión, y ahora me enfrento a una larga condena por parricidio. La chica, huelga decirlo, desapareció horrorizada de mi vida, y tanto mis padres como el resto de mis familiares, así como la totalidad de mis amigos se apartaron de mí. Por si fuera poco, hasta las duras y particulares reglas sociales que rigen la convivencia entre los reclusos premiando con la admiración y el respeto a los culpables de los delitos más duros, me marginan sin compasión ya que mis compañeros me consideran autor del más execrable crimen que puede imaginarse, el asesinato consumado de uno mismo.

Por todo ello me encuentro solo, completamente solo, puesto que tardíamente he descubierto que aborrecer a mi hermano era en definitiva aborrecerme a mí mismo, mientras su ausencia la interpreto como mi propia desaparición.

Pero lo peor de todo, lo más espantoso, es que ni siquiera soy capaz de saber si realmente fue Juan el muerto o si, por el contrario, yo soy Juan y el otro el muerto.


Publicado el 21-10-2004 en NGC 3660