La escalera



Aquella mañana, ignoraba por qué razón, el vagón de metro estaba todavía más atestado que de costumbre, lo que se traducía en unas apreturas que traían completamente magullados tanto a su cuerpo como a su maltrecha dignidad. Pero lo peor de todo era que cualquier otra alternativa posible de transporte resultaba ser todavía más incómoda... Lo que no dejaba de ser francamente difícil. Maldiciendo, pues, las presuntas y para él de todo punto inexistentes bondades de las grandes ciudades, se limitó a resignarse una vez más tal como lo hacía cotidianamente, al tiempo que aprovechaba para maldecir mentalmente a la gorda que acababa de incrustarle el bolso en el hígado con una habilidad producto sin duda de una larga y fructífera práctica.

Le quedaba el consuelo, eso sí, de que la tortura sería corta... Exactamente seis estaciones contadas a partir del trasbordo, a las que había que sumar otras ocho más en una de las líneas más desvencijadas de la red junto con los diez minutos largos de caminatas por los pasillos que enlazaban a ambas. Todo esto sin contar, claro está, el viaje previo en autobús desde su casa -un cubículo de setenta metros cuadrados mal medidos, perdido en los recovecos del piso duodécimo de una mole de hormigón y ladrillo erguida en un anónimo lugar de la periferia metropolitana- hasta la más cercana -es un decir- boca de metro...Claro está que aún podría ser peor; al fin y al cabo, él solamente tardaba hora y media algo largas -eso sí, cuando el tráfico no estaba demasiado mal, todo hay que decirlo- en llegar de su casa al trabajo, lo que no era mucho comparado con el tiempo invertido por algunos de sus compañeros en realizar idéntico trayecto.

La doble apertura de las puertas del vagón le sacó bruscamente de su ensimismamiento devolviéndole a la cruda realidad matutina. Luchando frenéticamente por liberarse de las morbideces sin fondo de la gorda que poco antes le clavara inmisericordemente el bolso, se fue abriendo trabajosamente camino en dirección al andén al tiempo que meditaba con ironía acerca de las ventajas que, pese a todo, tenían las aglomeraciones de cara a amortiguar los efectos desagradables de los frenazos bruscos... Y también las de salir casi en volandas del tren, arrastrado por las feroces fuerzas de convección que ponían en movimiento la ciega marea de viajeros deseosos de apearse en dicho lugar. Claro estaba que, si su destino no era ese sino otro posterior, las cosas podrían ser bastante más incómodas.

Pero como no era ese su caso, se limitó a dejarse arrastrar por la muchedumbre hasta descubrirse finalmente en el andén central de la estación saboreando con agrado el feroz codazo que poco antes había infligido al borrico -había que haberle visto la cara- que se había empeñado en entrar justo en el momento en el que él intentaba salir... Lástima que le escociera bastante el pisotón que le diera la rubia que se le cruzó en el camino aprovechando su momentánea distracción; pero no todo iba a ser perfecto, se consoló filosóficamente antes de continuar su camino.

Abandonó el andén tal como lo hacía siempre, por la escalera mecánica la cual, como cabía esperar, estaba completamente congestionada aunque libre, cuanto menos, de torpes que pudieran venir de frente... Pero no de imbéciles fumando y, con un poco de suerte, quemando la espalda al de delante, como comprobó con desagrado que ocurría dos o tres peldaños por debajo de él. ¿Es que la compañía no iba nunca a arbitrar los medios necesarios para erradicar esta plaga?

Una vez arriba llegó a la conocida bifurcación de pasillos que distribuía el flujo de viajeros por las distintas líneas y las asimismo diferentes salidas. Como siempre, y de una forma completamente automática fruto de la rutina acumulada en los muchos años que llevaba realizando este mismo trayecto, encaminó sus pasos hacia el pasillo que se abría a la derecha, el cual era con diferencia el menos transitado de todos debido a que conducía únicamente a una salida secundaria y no a la principal o al andén de alguna otra de las líneas que allí se cruzaban.

Aunque la inercia de tantos años había acabado por volverle completamente insensible a su entorno más inmediato, no por ello dejaba de recordar veladamente cómo en un principio había acogido con suma extrañeza la brusca disminución del flujo humano que discurría por aquel preciso pasillo... Y es que, por mucho que aborreciera las aglomeraciones, su habituación a las mismas había acabado por hacerle sentirse incómodo muy a pesar suyo en aquellos lugares en los que bruscamente éstas desaparecían.

Pero esto era algo que hoy ya no le importaba en absoluto. Siguió, pues, su camino enfrascado en sus propias meditaciones, las cuales saltaban erráticamente de las brumas del último sueño -interrumpido como siempre por el maldito despertador- al problema que se había quedado pendiente la víspera en su trabajo, todo ello salpicado con fugaces incursiones a la última discusión habida con su mujer -todavía no zanjada, por cierto-, los planes para el próximo fin de semana -era martes, por desgracia- o el libro que leería una vez que hubiera conseguido terminar el que ahora llevaba en el bolsillo.

Llegado al fin a la primera de las escaleras mecánicas -eran tres en total-, la abordó de manera automática sin prestar más atención en ello que la estrictamente necesaria para evitar un tropezón que no habría sido el primero. Para su disgusto no pudo hacer lo mismo en el siguiente tramo ya que éste se encontraba parado por avería; así que, farfullando calificativos de grueso calibre que tenían como destino tanto a los empleados del servicio de mantenimiento como a sus sufridos progenitores, se vio obligado muy a su pesar a subir fatigosamente unos peldaños que comenzaban a ser alarmantemente incómodos para sus sedentarias piernas. Afortunadamente la última escalera sí funcionaba normalmente, lo que le permitió recuperar, siquiera parcialmente, el momentáneamente perdido resuello.

Apoyado en la banda del pasamanos y recuperando poco a poco el ritmo normal de respiración, miró de reojo hacia arriba constatando cómo un viajero que en ese momento llegaba al final de la escalera desaparecía bruscamente de su campo visual. Esto era algo totalmente normal debido al reducido ángulo visual del que disfrutaba desde el lugar en el que se encontraba, pero le divirtió durante un instante pensar que tras la escalera pudiera haber un pozo sin fondo en el cual fueran cayendo los desprevenidos viajeros. Sí, ésta sería sin duda una buena manera de acabar con las aglomeraciones del metro.

Un segundo viajero llegó arriba y, asimismo, desapareció. ¡Otro más al bote! -se dijo traviesamente-. Detrás venía un tramo de escalera vacío y el tercero era él, que en aquel momento rebasaba la línea imaginaria que marcaba la mitad del trayecto. Sería divertido, se dijo de nuevo, que cayera en un agujero negro, un desgarro del espacio-tiempo o algo por el estilo; al menos, así se libraría definitivamente tanto de su mujer como del cretino de su jefe. Lamentablemente esta circunstancia no tenía demasiados visos de llevarse a efecto: frente a él comenzaba a vislumbrarse la pared que formaba el pasillo al doblar en ángulo recto apenas rebasado el rellano de la escalera. No pasaría nada excepcional, eso era evidente, y él acabaría saliendo al maremágnum de la calle exactamente igual que lo hacía todos los días. ¡Qué se le iba a hacer! -se lamentó, jocoso.

Por el tacto, ya que seguía encerrado en sus pensamientos, notó que los peldaños se aplanaban anunciando el final del recorrido. Apartó, pues, la mano del pasamanos al tiempo que maquinalmente levantaba el pie izquierdo para apoyarlo en el suelo del pasillo... Encontrándose con el vacío allá donde debería haber estado el esperado pavimento.

Lo demás fue desconcertantemente rápido. Sin posibilidad material de recobrar el equilibrio perdido, extendió maquinalmente los brazos en un intento de frenar un choque que preveía inminente y que, para sorpresa suya, nunca llegó a producirse. Lo que sí sucedió, en contra de toda lógica, fue la aparición de un pozo negro y sin fondo que se le tragó sin que pudiera hacer el más mínimo intento por evitarlo.

Nunca supo si estuvo cayendo durante un tiempo infinitesimal o si, por el contrario, el proceso duró toda una vida. Tampoco llegaría a conocer la razón que pudiera explicar tan inverosímil incidente... Ni tan siquiera pudo alcanzar a pensar qué era lo que le estaba ocurriendo: Porque, mientras caía por el abismo sin fin, ya no estaba vivo... Aunque tampoco muerto. Mientras tanto, el túnel sin fondo por el que caía continuaba mostrándose eterno; ¿o había acabado, acaso, antes incluso de empezar?


Publicado el 30-1-2005 en NGC 3660