El ascensor



A pesar de sus largos años de residencia en la gran urbe, José Luis Ortega no pudo evitar un fugaz estremecimiento una vez que se encontró de nuevo en la superficie tras abandonar el cálido y protector refugio que le brindaba la cercana estación de metro. Cierto que el tiempo, frío y lluvioso, contribuía a hacer desapacible ese típico día de enero en el que lo más apetecible era quedarse recluido en casa; pero lo que a José Luis le molestaba no eran las inclemencias del tiempo sino antes bien el tráfago hostil de la metrópoli colapsado aún más a causa de la persistente lluvia.

Armándose de estoicismo, José Luis cruzó la ancha avenida sorteando coches y charcos al tiempo que mascullaba alguna que otra maldición dirigida a todos aquellos a los que no parecía importarles vivir en condiciones tan degradantes. Por fin, tras aguardar de mejor o peor grado en dos semáforos que se interponían en su camino, se encontró frente a su destino: Un edificio, informe en su verticalidad, que se ubicaba en la confluencia de la gran avenida con una de las calles transversales que justo allí formaba una pequeña glorieta.

Era la primera vez que José Luis estaba allí, y ciertamente su aspecto no contribuyó demasiado a calmar su desazón: Nunca le habían gustado los rascacielos en los que la altura constituía la dimensión predominante, y a éste le calculó no menos de veinte pisos alzados sobre un solar que en comparación parecía ser inverosímilmente pequeño. En fin... tan sólo se trataba de recoger un paquete.

Como era de esperar, el portero no se encontraba en su puesto; lo que bien mirado era en realidad una ventaja, dada la probada incapacidad de estos empleados para apreciar la sutil diferencia existente entre una custodia discreta y una impertinente curiosidad. Tampoco lo necesitaba ya que sabía a que piso debía dirigirse, por lo cual se encaminó en derechura al ascensor.

Éste era uno de los llamados de seguridad, con dobles puertas metálicas exteriores e interiores completamente compactas, lo que añadió un granito más a la montaña de su ya decididamente creciente desagrado. Jamás había tenido problemas de claustrofobia, pero prefería los modelos convencionales en los que las ventanitas de las puertas daban con su mortecina luz una impresión de libertad por etapas. Era una tontería, por supuesto, pero ese cubículo tan herméticamente cerrado le inspiraba un sentimiento instintivo de rechazo al parecerle inconscientemente que se encerraba en un bruñido y aséptico ataúd dispuesto a acogerlo en su seno.

Claro está que esta pequeña e instintiva repulsión no llegaba ni mucho menos a condicionarle hasta el punto de obligarlo a renunciar a su uso; amén de que quince pisos no eran precisamente una fruslería para una persona como él que, aunque joven, jamás había destacado por su fervor hacia la práctica deportiva. Tomó, pues, el ascensor pulsando el botón que indicaba el décimo quinto piso, a la par que observaba con satisfacción que se había equivocado en muy poco al calcular a ojo la altura del edificio: el panel indicaba hasta el décimo séptimo, amén de dos entreplantas ocupadas por oficinas comerciales y, claro está, el bajo, junto con un par de sótanos que supuso estarían destinados a aparcamientos.

Mientras divagaba distraído, las puertas se cerraron al tiempo que su estómago comenzaba a sentir el ligero tirón de la inercia que indicaba el arranque del aparato. De forma instintiva fijó la mirada en el contador digital encargado de señalar el piso en el que el ascensor se encontraba en cada momento, pero descubrió que éste tenía varios diodos fundidos, por lo que su lectura se revelaba inútil. Al fin el ascensor se detuvo, o al menos así le pareció; en el panel luminoso la casilla de las decenas se encontraba apagada mientras la de las unidades mostraba una forma ilegible creada por la superposición de varios dígitos encendidos a la vez. Por el tiempo transcurrido supuso que ya habría llegado, pero las puertas no se abrieron.

José Luis no era una de esas personas que se amilanan ante el menor inconveniente, y hacía falta bastante más que un ascensor recalcitrante para conseguir ponerle nervioso. Momentáneamente desconcertado, tal como ocurre siempre que tiene lugar un pequeño fallo que trastorna el funcionamiento de la omnipresente tecnología actual, intentó pulsar el botón que abría las puertas.

La casualidad quiso que no llegara a alcanzar su propósito. Alguien llamó al ascensor desde alguno de los pisos inferiores, y éste comenzó a descender al tiempo que el borroso contador se ponía de nuevo en movimiento, esta vez en sentido inverso. José Luis tardó algún tiempo en reaccionar, pero a la altura del piso noveno (¿o era el octavo?) presionó el botón de parada para, a continuación, hacer lo mismo con el de la apertura de las puertas. El ascensor se detuvo fiel a su mandato, pero no se abrió; probablemente se había quedado detenido entre dos pisos, lo que bloqueaba el sistema automático.

Algunos segundos después éste reiniciaba el movimiento descendente; en esta ocasión tan sólo tardó un piso en volver a detenerlo, pero tampoco consiguió que se abrieran las puertas. Al tercer intento renunció a triunfar en la incruenta pugna mantenida con su desconocido adversario; sin ningún punto de referencia, le resultaba difícil hacer coincidir la detención del ascensor con el nivel de una cualquiera de las puertas exteriores.

A la altura de las entreplantas se reprochó no habérsele ocurrido algo tan sencillo como retornar al piso décimo quinto en vez de intentar abrir las puertas en una planta intermedia; algo que ya no merecía la pena intentar estando como estaba prácticamente en la planta baja.

Allí aguardaban dos señores de mediana edad con aspecto de ejecutivos de empresa, y ambos se apartaron educadamente para dejarle salir. Balbuceando una rápida explicación sobre el fallo del ascensor, José Luis les invitó a entrar reafirmando su intención de subir de nuevo.

El primero de sus compañeros de viaje se apeó en la segunda de las entreplantas, mientras su acompañante lo hizo en el piso séptimo después de haberle comentado la facilidad con la que se averiaba ese ascensor. Por un momento estuvo tentado José Luis de imitarlo subiendo a pie el resto del camino; pero ocho pisos eran demasiados pisos, por lo que optó por seguir en su metálico encierro, esta vez en solitario.

El ascensor cerró silenciosamente sus puertas arrancando obediente en dirección al destino marcado, deteniéndose al llegar al lugar señalado por la nada y el chafarrinón en el panel indicador de los pisos. Y, como ya comenzaba a temer, tampoco en esta ocasión abrió sus puertas ni por propia iniciativa ni obedeciendo al mandato del botón correspondiente pulsado ahora casi frenéticamente por el cada vez mas irritado José Luis.

Podía tratarse de un falso contacto que inutilizara momentáneamente la puerta de este piso; de hecho, y además de en el bajo, sabía que funcionaban las puertas de al menos otros dos pisos. No obstante, ambas se encontraban demasiado lejos y, lo que era peor, bastante más abajo; por ello, y tras un rápido titubeo, José Luis presionó el botón correspondiente al piso superior.

La situación comenzaba a pasarse de castaño oscuro. La puerta del décimo sexto piso también se negó a abrirse al igual que lo hiciera su compañera. Es raro, pensó José Luis ya francamente nervioso; pero la lógica le impedía formular cualquier pensamiento que no culpara de todo una inoportuna cadena de fallos mecánicos. Al fin y al cabo, le bastaba con bajar, en el peor de los casos, hasta el séptimo piso.

No le dio tiempo a hacerlo. Reclamado de nuevo el ascensor desde la planta baja, éste inició el descenso con suavidad dejándole con el índice a menos de un centímetro del botón. Esta vez no se molestó lo mas mínimo en detenerlo; bien mirado, lo mejor sería bajar hasta el vestíbulo y preguntar al portero la manera de llegar hasta el piso de marras.

Se había equivocado. El ascensor se detuvo en la primera entreplanta llamado por una señora gorda -por decirlo sin tapujos llamativamente obesa- embutida en un aparatoso abrigo de malas pieles que contribuía a aumentar todavía más la sensación de agobio que emanaba de su rolliza persona. Completaban su atavío un maquillaje chillón que le daba a su rostro un aspecto de máscara, un perfume barato de olor penetrante y un pequeño chucho de mirada asustada que parecía ser aún mas minúsculo al lado de su oronda propietaria.

Fueron tan sólo unos segundos los que invirtió José Luis en estudiar a la inoportuna matrona, lapso de tiempo más que suficiente para que ésta le bloqueara el camino hacia la libertad, colándose en el habitáculo con una agilidad insospechada en alguien de su envergadura, arrinconándolo contra el fondo de la cabina, mientras el pobre chucho, tironeado ferozmente por su dueña, se acurrucaba en una esquina al tiempo que le contemplaba con ojos lastimeros.

-¡Huy, perdone! -exclamó poco convincentemente la arpía al tiempo que aplastaba el pulsador del sexto piso con su rechoncho dedo- A lo mejor había querido usted bajar a la calle...

-Da igual, señora, ya lo haré luego. -masculló resignado José Luis al tiempo que la asesinaba mentalmente- No tengo prisa.

Prisa, en efecto, no tenía; pero ganas de salir de allí sí, y todavía más de perder de vista al monstruo aquél que le robaba el aliento mareándole con los efluvios de su repelente perfume, al tiempo que le atontaba con una insustancial cháchara acerca de los peligros de los ascensores.

Para su fortuna el viaje fue corto. Una vez que el mamotreto hubo salido y, tras él y casi a rastras el infeliz perrillo, José Luis pudo respirar de nuevo, y no sólo metafóricamente. Estaba en el sexto piso, según pudo comprobar; ¿valdría la pena intentarlo de nuevo? Aparentemente al menos hasta el octavo las puertas parecían abrirse correctamente, y quizá los pisos comprendidos entre el noveno y el décimo cuarto también estuvieran accesibles, pero eso era algo que sólo podría comprobar intentándolo de uno en uno; lo cual, visto lo mal que funcionaba el dichoso ascensor, no le apetecía lo más mínimo.

Otra opción era bajarse allí mismo para subir por la escalera los nueve pisos restantes, algo que tampoco le atraía demasiado no sólo porque se vería obligado a seguir el rastro oloroso dejado por la gorda, sino también porque no se encontraba de humor para realizar ese ejercicio físico.

No mucho más agradable se le antojaba descender a pie las ocho plantas -contando las dos entreplantas- que le separaban del portal; pero puesto que aparentemente las puertas de salida del ascensor no habían ofrecido allí ningún problema, podría intentar bajar en el propio ascensor; una vez en el vestíbulo principal, sería cuestión de intentarlo en el otro ascensor, esperando que fuera más de fiar que el cacharro de su compañero. Así pues, se reafirmó en su frustrada decisión inicial pulsando con firmeza el botón marcado con el número cero.

Al menos en esto el ascensor obedeció con docilidad; cerradas de nuevo las puertas, el contador comenzó a desgranar lentamente los pisos que le faltaban para llegar a su destino: seis, el manchón del cinco, cuatro, tres, apagado para el dos, uno, apagado de nuevo para las dos entreplantas, carentes al parecer de dígitos identificadores... el intervalo de tiempo comprendido en el paso por ambas entreplantas era breve, apenas unos segundos, pero a José Luis comenzó a antojársele eterno. La aprensión, sin duda, se dijo para sí mismo.

No obstante, por muy subjetivo que pudiera parecerle, lo cierto era que el cero seguía sin aparecer en la pantalla de cristal líquido, a pesar de que este número sí se había encendido en las anteriores ocasiones.

Miró el reloj: las diez y treinta y nueve minutos con diecisiete segundos. Aguardó y volvió a mirar: las diez y treinta y nueve con cuarenta segundos. Aguardó una vez más: las diez y cuarenta con cuatro segundos. Las puertas seguían cerradas, y el indicador apagado.

No podía ser. Tendría que haber llegado ya... ¿O acaso se habría detenido entre dos pisos? Desde luego José Luis no notaba ahora sensación alguna de pérdida de peso; el maldito vaivén a que había estado sometido, unido al azoramiento que por momentos sentía, habían embotado completamente su sentido del equilibrio.

Pulsó el botón que abría las puertas. No ocurrió nada. Pulsó el botón de la segunda entreplanta. Tampoco. El del séptimo, el del décimo quinto, todos a la vez... el ascensor se había convertido en un objeto inerte insensible por completo a su nervioso aporreo. El timbre de alarma estaba aparentemente mudo, aunque podía ocurrir que no sonara en la cabina del ascensor pero sí en la portería.

Estuvo dos minutos ininterrumpidos apretando el timbre de alarma. Aguardó otros cinco -¿o habían sido seis?- y volvió a insistir de nuevo. ¿Cómo era posible que nadie se enterara de que él estaba atrapado? El edificio estaba lleno de oficinas, y el trasiego de personas era continuo.

Despechado, recordó que los ascensores eran dos. Esto complicaba las cosas, pero no impedía su rescate. Tenían que darse cuenta, tarde o temprano, de que uno de los ascensores no funcionaba. El portero... ¿Dónde diablos se habría metido el portero? ¿Por qué no funcionaba tampoco la línea telefónica de emergencia?

Las once y catorce.

Llevaba alrededor de media hora encerrado. Le dolían los puños de aporrear inútilmente el metal, y comenzaba a escocerle la garganta por los gritos que había dado. Sentía calor, cada vez más calor. Se quitó el abrigo y se desabrochó la chaqueta. También aflojó el dogal de la corbata y soltó el botón que cerraba el cuello de la camisa. Se enjugó la frente con el dorso de la mano descubriendo que tenía ésta empapada de sudor frío, frío como la misma muerte. Dio una patada a una de las puertas. Esfuerzo inútil; tan sólo consiguió lastimarse el pie.

Las doce y cincuenta y dos. En mangas de camisa y sentado en el suelo José Luis Ortega meditaba lúgubremente sobre lo absurdo que a veces se mostraba el destino. Hacía como media hora había encontrado en uno de sus bolsillos un rollo de cinta adhesiva; ahora el botón de alarma estaba sujeto con la cinta y teóricamente debería estar sonando de forma insistente e ininterrumpida...

Las tres de la madrugada.

¿Es que nunca se iba a acabar este suplicio? El ascensor era algo muerto, inhóspito y frío como un ataúd. Una ominosa luz brillaba impasible en el techo a través de un panel traslúcido. Su blanco fulgor, duro como un cuchillo, le producía la sensación de estar prisionero no en un prosaico ascensor, sino en un sofisticado y tecnológico infierno. El hambre, y lo que era peor la sed, comenzaban a atenazarlo. La excitación inicial había cedido paso a la abulia, prólogo a su vez de la desesperación.

Habían pasado tres días según su reloj. ¿Tres días ya? Era imposible; nunca podría haber estado cerrado el ascensor durante tanto tiempo sin que alguien hubiera decidido investigar. No, no podía haber pasado tanto tiempo... Aunque su barba de varios días, el rincón maloliente que había convertido en forzoso excusado y, sobre todo, la debilidad creciente producida por un hambre y una sed en constante aumento, se encargaban de convencerle de lo real de su disparatada situación.

Y la puerta no se abría... Junto a él yacían los restos de sus gafas, inútil palanca con la que había intentado puerilmente forzar a su cruel carcelero sin más resultado que el destrozo de su improvisada herramienta.

Abrumado por su insólita pero a la vez completamente tangible situación, José Luis Ortega contempló con ojos mortecinos el arrugado pingajo en que se había convertido su corbata de seda, péndulo burlón que colgaba fláccido de su cuello. Por un momento pensó dar un uso digno a tan inútil prenda, ahorcándose con ella como manera rápida de acabar con sus sufrimientos; pero acabó desechando esta solución a causa, tanto de la inexistencia de saliente alguno que pudiera utilizar como soporte, como por su instinto de supervivencia que, aunque debilitado y adormecido, le gritaba aún alentándolo a resistir mientras pudiera. Aunque remotas, todavía alentaba algunas esperanzas de que tarde o temprano vinieran a rescatarlo.

¿Cuánto tiempo había pasado ya? Lo ignoraba. Sin fuerzas siquiera para alzar el brazo y mirar el reloj, José Luis Ortega se moría de inanición. En el delirio final su mente calenturienta había creído atisbar sombras fantasmales que entraban y salían de su prisión, burlándose de sus desesperados e inútiles esfuerzos por seguirlos a través de las férreas mamparas que le separaban de la libertad. Ya no imaginaba, ya no veía nada que no fuera un círculo luminoso que se iba estrechando poco a poco...

* * *

Encontraron lo que quedaba de él a la mañana siguiente: un puñado de piel y huesos cubierto por un manojo de ropas caídos en un rincón del piso del ascensor. El macabro hallazgo movilizó rápidamente a policías y jueces que, a su vez, requirieron la ayuda de los forenses para tratar de desentrañar tan insólito caso.

En un primer momento se pensó que el misterioso cadáver pudiera haber sido trasladado al ascensor desde algún otro lugar de dentro o fuera del edificio, pero un rastreo minucioso no dio el menor resultado acerca de ese hipotético lugar. Su identificación fue inmediata gracias al carnet de identidad hallado entre las ropas, confirmándose que se trataba efectivamente de José Luis Ortega gracias al estudio de su dentadura y al análisis del ADN. También determinaron los forenses que la muerte se había producido aparentemente por causas naturales, según todos los indicios por inanición; un estudio detallado de los restos no había hallado el menor signo de violencia ni de substancias venenosas que pudieran haber provocado el trágico desenlace.

Todas las piezas encajaban a la perfección a excepción de un detalle: José Luis Ortega había sido visto con vida apenas veinticuatro horas antes de que se descubriera su cadáver, lo que entraba en contradicción con la rotunda afirmación de los forenses de que el cadáver había sufrido una putrefacción natural que había durado, como mínimo, varios años.

Se sabía por varios testigos -los ejecutivos y la señora del perrito- que José Luis Ortega había utilizado el elevador aproximadamente entre las diez y las once de la mañana de la víspera. En su oficina informaron que había ido a recoger un paquete a una delegación técnica situada en el piso décimo quinto del edificio; a la cual nunca llegó tal como informaron los responsables de la misma.

El portero del edificio explicó que no había visto subir a ese señor, y eso que sólo había faltado cinco minutos durante los cuales había ido a tomar café a un bar cercano; bueno, puede que hubieran sido diez, pero en cualquier caso habían sido muchas las personas que habían utilizado el ascensor durante todo el día, tanto antes como después de la presunta hora de su muerte, sin que nadie viera nada extraño y sin que en ningún momento saltara la alarma. Además, aprovechando que todavía no estaban abiertas las oficinas él mismo había limpiado ambos ascensores apenas un par de horas antes de que fuera descubierto el cadáver, sin encontrar nada fuera de lo normal en ninguno de ellos. Por su parte, los empleados de la empresa de emergencias con la que estaba conectado el ascensor por línea telefónica corroboraron la afirmación del portero de que en todo el día nadie había solicitado ayuda desde el interior del mismo, y una revisión del mecanismo demostró que éste funcionaba perfectamente.

Se trataba, pues, de un problema en apariencia irresoluble. Durante algún tiempo los medios de comunicación serios se interesaron por el tema, mientras los sensacionalistas hicieron su agosto explotando el fácil filón de la noticia hasta extremos tan exagerados como inverosímiles. Por su parte la policía, completamente desconcertada, acabaría por archivar el caso dictaminándolo como muerte natural.

Varios meses después de aquel frío y lluvioso mes de enero nadie, o casi nadie, se acordaba ya del “Extraño caso del muerto del ascensor”, como fuera bautizado por algún periodista avispado. Un año más tarde un programa de televisión especializado en parapsicología y temas afines publicó la teoría de un profesor extranjero de apellido impronunciable, según la cual existiría un conjunto de universos paralelos yuxtapuestos al nuestro pero mutuamente aislados entre sí; tan sólo de forma accidental se producirían entre ellos breves y discontinuos contactos, durante los cuales podría haber fugaces intercambios de materia y energía antes de volver a la situación original de aislamiento total. Especulaba también el autor con la posibilidad de que cada universo tuviera una frecuencia temporal diferente, lo que conduciría a paradojas cronológicas que darían así sentido real a la conocida frase de la Biblia que afirmaba que para Dios un día era como mil años.

Como es natural nadie prestó demasiada atención a esta teoría a excepción de los seguidores incondicionales del programa. Pero durante algún tiempo, fueron bastantes las personas que afirmaron haber visto en aquel mismo lugar al popularmente llamado fantasma del ascensor; un joven pálido y de aspecto demacrado que alzaba hacia ellos sus manos crispadas, implorando una ayuda que nunca llegaría, antes de desvanecerse en la nada...


Publicado el 12-10-2008 en Erídano