Ser o no ser



Dicen que los humanos somos fruto de la herencia y el ambiente y, aunque es universalmente aceptado que son estos dos factores los que determinan de forma conjunta la identidad de cada individuo, jamás se ha conseguido determinar cuál es la proporción exacta en la que interviene cada uno de ellos. No descubro nada nuevo al afirmar que en este último punto las discusiones han resultado continuas, desde siglos atrás, entre los defensores de la teoría de que son los genes los que modulan básicamente nuestra conducta, y quienes postulan, por el contrario, que es el ambiente –es decir, la educación y la sociedad- el que condiciona nuestros actos... Posturas ambas, dicho sea de paso, difícilmente conciliables entre sí.

Claro está que siempre han existido los sujetos ideales, al menos en teoría, para poder calibrar por separado ambas influencias: Me estoy refiriendo, evidentemente, a los hermanos gemelos que, al compartir un patrimonio genético común, tan sólo se diferenciarían, en caso de haber sido criados y educados por separado, en todo cuanto dependiera exclusivamente del ambiente en que hubieran crecido. Por desgracia estos estudios tampoco resultaron determinantes ya que los distintos investigadores acabaron alcanzando conclusiones dispares, lo cual contribuyó todavía más a incrementar la confusión.

Por si fuera poco, estalló entonces una fuerte polémica sobre la clonación aplicada, claro está, a la reproducción humana. A nadie le debería preocupar mayormente que se pudieran reproducir a gran escala, pongo por caso, ovejas o cerdos genéticamente iguales... Pero si se podía hacer con una vaca, no resultaría más difícil aplicarlo a una persona.

En un principio existió una limitación práctica que, ya por sí misma, aconsejaba no cruzar el rubicón: los primeros animales clonados –recordemos la artritis de la oveja Dolly- padecieron diferentes enfermedades degenerativas fruto, al parecer, de un deficiente acoplamiento entre los cromosomas del donante y el óvulo enucleado al que fueron transferidos, lo cual hacía de todo punto desaconsejable la utilización de estas todavía toscas técnicas en nuestra propia especie; pero sólo era cuestión de tiempo conseguir perfeccionarlas lo suficiente para minimizar tan indeseables efectos. Y entonces...

Como todo el mundo sabe, la práctica totalidad de los gobiernos optaron por prohibir cualquier tipo de experimentos de esta naturaleza en humanos, aplicando la prohibición no sólo a la éticamente cuestionable clonación reproductiva sino también, en un discutible exceso de celo producto de la obtusa pacatería de los legisladores, a la deseable clonación terapéutica... Pero ésta es ya otra historia.

Lo cierto es que la clonación humana fue declarada ilegal a todos los efectos... Sin que, como cabe suponer, esto supusiera un freno para este tipo de experimentos. Si desde que el hombre es hombre la violación de las leyes ha sido una constante en cualquier tiempo y en cualquier lugar, ¿por qué razón iba a resultar diferente ahora? Cierto es que la necesidad de una sofisticada tecnología para poder llevarla a cabo limitaba grandemente cualquier intento de clonación ilegal, pero en modo alguno lo impidió... Tan sólo era cuestión de tiempo que tales experimentos fueron llevados a cabo de forma clandestina, pero no por ello menos real.

Soy plenamente consciente de que muchos de ustedes no se creerán la afirmación, máxime cuando carezco de pruebas fehacientes para demostrarlo, de que hubo clonaciones humanas... Lo comprendo. En realidad fueron muchas las que se saldaron en fracasos, produciendo a unos pobres infelices lastrados por diversas taras genéticas, físicas o mentales, que fueron implacablemente eliminados sin que su condición de seres humanos sirviera para infundir el menor atisbo de piedad a sus insensibles creadores; pero en algunas ocasiones estos aprendices de brujo lograron culminar su tarea con éxito trayendo al mundo niños sanos que crecieron convirtiéndose en adultos.

Sin embargo, no fue ésta la perfidia mayor de tan maquiavélico plan. A los promotores del proyecto no les movía un simple interés científico, malsano quizá en su desprecio a la vida pero carente de cualquier tipo de motivaciones que no fueran las de incrementar sus conocimientos; en realidad, lo que pretendían era resucitar –por decirlo de alguna manera- a algún personaje histórico cuyo ADN hubieran logrado conseguir a saber por qué inconfesables métodos. Evidentemente tenía que tratarse de alguien singular que se hubiera significado en su época, con objeto de poder comprobar el éxito de la reconstrucción no de un cuerpo gemelo al suyo, sino de su personalidad y, en definitiva, de su figura. Dicho en pocas palabras, querían recuperar el pasado con todas sus consecuencias.

¿Adivinan ustedes a quién eligieron? Podrían haber intentado volver a la vida a un científico como Einstein, a un escritor como Dostoievsky, a un artista como Gaudí, a un músico como Tchaikovsky, a un estadista como Gandhi... Pero optaron por Hitler.

Adolf Hitler... Uno de los mayores genocidas de la historia de la humanidad, pero también uno de los escasos protagonistas de la misma que, a lo largo de los siglos, fueron capaces de cambiarla... Sí, ya sé que esta fantasía había quedado plasmada, en multitud de ocasiones, tanto en las páginas de los relatos de anticipación como en los fotogramas de alguna conocida película; pero ahora era distinto, porque se trataba de algo real. La misteriosa sociedad secreta que aglutinaba a los cada vez más escasos supervivientes, junto con sus cada vez más numerosos cachorros, de la locura nazi, llevaba décadas preparando silenciosamente su revancha. No tenían la menor prisa, y al abrigo de la clandestinidad gestaban con sigilo el advenimiento de un nuevo Reich que esta vez sí estaría predestinado a durar mil años... Porque no contarían con un Führer, sino con una serie indefinida de ellos que convertirían el régimen en eterno.

No, no crean que se trataba de una extravagancia alentada por unos nostálgicos chiflados, sino de una amenaza muy real. Nada tenían que ver los promotores del proyecto con los energúmenos descerebrados que disfrutaban apaleando inmigrantes pobres y constituían la cara oficial del nazismo; aunque dañinos, estos salvajes eran incapaces de ir más allá de una alteración más o menos grave del orden público, y en modo alguno podrían sacudir los firmes pilares de la sociedad occidental.

Los verdaderos nazis eran mucho más sutiles y, por ende, infinitamente más peligrosos. Su intención no era otra que la de implantar el nazismo primero en Europa y posteriormente en el resto del mundo, retomando el ambicioso proyecto que había quedado truncado tras la derrota alemana en la II Guerra Mundial. Contaban con sobrados medios para ello, tenían a su favor -aunque ellos no lo sospecharan siquiera- a una opinión pública cada vez menos proclive a ver sus ciudades inundadas por emigrantes extraeuropeos a la par que desencantada de sus gobernantes, y preparaban en secreto su gran baza en forma del advenimiento de un nuevo Hitler que sirviera de catalizador al descontento popular que afloraba por todos los rincones del Viejo Continente.

Claro está que la sola mención de este personaje hubiera causado escalofríos a buena parte de los europeos cuyos abuelos habían sido, en definitiva, las principales víctimas de su locura; pero esto también estaba previsto en el meticuloso plan. Hitler no había sido únicamente el loco criminal que había bañado en sangre a Europa enviando a Alemania a la catástrofe y asesinando a millones de víctimas inocentes; Hitler había sido también el artífice de la recuperación de una Alemania que, humillada en Versalles y postrada en una profunda crisis económica y social, apenas unos años después había logrado recuperar un lugar de privilegio en el concierto mundial a la par que su orgullo. Este mensaje, unido al populista argumento de que Europa debía ser para los europeos, podría calar hondo en un continente a la deriva al que de repente se le ofreciera no el Hitler histórico anatemizado por sus brutalidades, sino un avatar suyo despojado de sus facetas más negras pero poseedor de sus virtudes...

Por supuesto, para lograr estos objetivos no bastaría, ni mucho menos, con conseguir una réplica genética de Hitler... Tal como he comentado ya, buena parte de nuestra personalidad es fruto del entorno en el que hemos vivido, y si incluso dos gemelos idénticos educados por separado acababan desarrollando diferencias entre ellos; ¿qué cabría esperar de un clon del dictador criado en unas condiciones que en nada se parecían a las que tuvo su progenitor genético? Por mucho que su intentaran recrear artificialmente estas circunstancias poco o nada su hubiera conseguido, puesto que el nuevo Hitler tarde o temprano tendría que abandonar su burbuja enfrentándose al mundo real... Un mundo real diametralmente opuesto al de la despreocupada Europa de la Belle Époque en cuyo seno se estaba gestando ya la tragedia que, por partida doble, desgarraría al continente con apenas veinticinco años de intervalo.

Pero no se buscaba eso, sino una especie de Hitler depurado que, evitando todos los errores cometidos por su antecesor y conservando cuanto teóricamente (de acuerdo, claro está, con los particulares criterios de los neonazis) tuvo de bueno el extinto caudillo, pudiera llevar de nuevo al poder a la doctrina nacional-socialista... Sin guerras y sin campos de concentración a ser posible, y también más maquillada conforme a los nuevos tiempos, pero no por ello menos férrea en sus postulados ni menos tesonera en sus objetivos. En resumen, se trataba de implantar un nazismo menos brutal y de aspecto amable, pero no por ello (o quizá a causa de esta razón) infinitamente más peligroso, al estar desprovisto de ese aura de malignidad que los delirantes excesos del III Reich le habían insuflado a modo de marca indeleble.

¿Por casualidad no serán ustedes aficionados a la ciencia ficción? Si fuera así, me resultará mucho más sencillo explicárselo. ¿Recuerdan el argumento de la conocida película Los niños de Brasil? En ella el actor Gregory Peck encarna a un doctor Mengele que, tras crear un nutrido número de clones de Hitler, procedía a entregar a los niños a unas familias nazis comprometidas a educarlos de forma que éstos acabaran pareciéndose lo más posible al extinto Führer.

Claro está que en otras obras menos conocidas del género fantástico se abordan también otras posibles facetas de este mismo fenómeno. Así, en una novela se planteaba una interesante ucronía: El protagonista principal, conocedor del futuro nada halagüeño que le aguarda a la humanidad, consigue alterar el curso de la historia evitando que estalle la I Guerra Mundial y, en consecuencia, todas las terribles secuelas que ésta acarreó, incluyendo la llegada al poder del nazismo y, lógicamente, el advenimiento de Hitler al gobierno de Alemania. La ironía del autor estriba en presentar a un Adolf Hitler que, privado de las excepcionales circunstancias históricas que favorecieron su meteórica carrera política, no pasa de ser un insignificante e inofensivo artista de tercera fila cuya única meta es ganarse el sustento diario.

No crean que se trata de un argumento disparatado; de no haber estallado las crueles guerras de Yugoslavia a finales del siglo XX, que muchos analistas coinciden en afirmar que pudieron haberse evitado, Radovan Karadzic, el sanguinario tirano serbo-bosnio, no habría pasado de ser un oscuro psiquiatra aficionado a escribir poesías. Dándole la vuelta al razonamiento, ¿imaginan ustedes cuántos dictadores en potencia no llegaron a cuajar debido, precisamente, a que no se dieron las condiciones adecuadas para ello? Por fortuna jamás lo podremos saber, pero cabe la sospecha de que por cada Calígula, Atila, Gengis Khan, Robespierre, Hitler, Stalin, Mao, Franco, Pol Pot... hubiera habido, a lo largo de la historia de la humanidad, muchos otros que no pasaron de ser, por fortuna, unos oscuros y anónimos ciudadanos que pasaron de puntillas por el mundo sin dejar la menor huella en él.

Conocedores de todo ello, los promotores del Proyecto Fénix -éste era el nombre del plan de resurrección de Hitler- procedieron a someter a los involuntarios candidatos a Führer a una severísima educación que los encauzara hacia las metas marcadas; se trataba de moldear la cera virgen para darle la forma deseada, diferente por supuesto a la del Hitler histórico pero acorde con sus deseos... Y aquí fueron implacables, no tolerando la menor desviación de los desdichados muchachos objeto del experimento. Puesto que por razones evidentes de las varias docenas de clones engendrados tan sólo se necesitaría uno, todos los demás estarían forzosamente condenados, aplicándoseles la condena con la misma frialdad que se ejerció en los tristemente famosos campos de concentración nazis.

Poco a poco, cual un jardinero que clarea sus viveros dejando vivir únicamente a los árboles más aptos, los siniestros científicos neonazis fueron haciendo desaparecer uno por uno a todos aquellos cuya única culpa era la de no compartir los impulsos homicidas de su padre genético. Evidentemente ninguno de ellos era consciente de la existencia del resto, desconociendo asimismo la misión histórica para la que habían sido designados y cuya meta tan sólo alcanzaría uno de ellos.

Finalmente, cuando tan sólo quedaban ya dos únicos supervivientes y se acercaba la hora de la elección definitiva, uno de los científicos del Proyecto Fénix, arrepentido quizá de su infamia o quizá tan sólo abrumado por la responsabilidad que recaía sobre sus hombros, antes de suicidarse procedió a revelar a los dos muchachos la amenaza mortal que les atenazaba. Éstos reaccionaron de formas muy distintas pese a ser, en la práctica, hermanos gemelos y haber recibido una educación similar, aunque por separado: Uno de ellos enloqueció repentinamente, demostrando con ello que la paranoia de Adolf Hitler había tenido sus raíces en su herencia genética. En cuento al otro... Bien, el otro era yo.

Al conocer la maldición de mi pasado huí despavorido, intentando escapar de las garras implacables de un destino que no había elegido y me había sido impuesto no por el ciego destino, sino por la soberbia cruel de unos aprendices de brujo que, al igual que el mitológico Ícaro, habían sido abrasados por el fuego purificador al cual imprudentemente se habían acercado.

Es evidente que el universo atesora multitud de arcanos que el hombre no está preparado aún para conocer, e incluso cabe la posibilidad de que no lo llegue a estar nunca; por desgracia, yo soy una víctima inocente que, al igual que los héroes de las tragedias griegas, se va a ver obligada a purgar en vida un castigo que en justicia no se merecía. Debo esconderme de mis creadores, que me buscan afanosamente para asesinarme; pero debo esconderme también de todos aquellos que, temerosos de la repetición de un pasado tenebroso, no dudarían en sacrificar mi vida pese a que yo tan sólo deseo vivir en paz renegando de un pecado que yo no cometí ni deseo en modo alguno cometer.

Pero lo peor, lo más trágico de todo, es que soy plenamente consciente de que albergo en mi seno la semilla del mal y, por mucho que lo intente, jamás lograré liberarme de este estigma que me escarnece. No quiero ser Adolf Hitler, no quiero ser un criminal; pero todo y todos me empujan a ello. Envidio a mi hermano, que en su locura encontró la salvación, y envidio también a mis otros hermanos que fueron liberados piadosamente de tan abrumadora carga. Deseo la muerte, única forma de redimirme de la maldición que me consume, pero sé que jamás seré capaz de poner fin a mi vida por mi propia mano, ni de ofrecerme voluntario al sacrificio, a causa de la educación que para mi desgracia recibí. Tan sólo me queda, pues, esperar a que Dios se apiade de mí. Ojalá sea pronto.


Publicado el 29-3-2004 en Ochocientos y el 1-10-2007 en NGC 3660