La segunda oportunidad



Una de las facetas más comunes de la estupidez humana es sin duda alguna la petulancia de aquéllos que opinan sobre cualquier tema no sólo sin conocerlo, sino además -y esto es con diferencia lo más grave- ignorando olímpicamente la opinión de quienes sí entienden de ello.

Aunque esta estupidez enciclopédica se extiende principalmente por todo el ámbito de la ciencia y la tecnología, existen también algunos campos concretos en los que una circunstancia determinada, normalmente un repentino interés por parte del gran público, hace que el porcentaje de tonterías dichas al respecto aumente espectacularmente sobre su nivel medio. ¡Qué se le va a hacer! Mientras existan cretinos empeñados en pavonearse con unos ropajes que no les pertenecen, el problema seguirá existiendo y asimismo se continuará ensanchando el foso existente entre los científicos, alarmados con razón ante tamañas tonterías, y todas aquellas personas que, contaminadas por estos falsos divulgadores, ven a la ciencia como algo no sólo inalcanzable y remoto, sino también ensimismado y absorto en su torre de marfil.

Uno de los casos más llamativos que conozco de este problema, seguramente a causa de su mal digerida publicidad, es el de los clones, sobre los cuales tantas han sido las tonterías que se han dicho que resulta realmente difícil separar el grano de la paja. Claro está que los clones habían sido objeto de especulación desde mucho antes de que se hicieran públicos los experimentos realizados con diversos mamíferos tales como vacas u ovejas, y antes también por supuesto de que se desatara cualquier tipo de debate sobre la ética y la legalidad de estos experimentos en seres humanos... Porque también aquí, al igual que en tantos otros casos, los escritores de literatura fantástica o de ciencia ficción tomaron la delantera.

Porque, ¿qué no sino clones eran los individuos de la casta inferior de Un mundo feliz? Cierto es que a Huxley no le importaban en absoluto ni las consecuencias políticas ni las sociales de su novela limitándose a describir una sociedad utópica en la que existían diversas castas perfectamente diferenciadas, la última de las cuales -la clonada- apenas si alcanzaba el umbral de la humanidad.

Mucho menos geniales, y desde luego infinitamente más estúpidas, fueron las propuestas de otros escritores que, carentes de la menor formación científica e interesados tan sólo en el aspecto anecdótico del tema, pergeñaron auténticas aberraciones literarias cuyo destino más piadoso era el olvido, mientras alguna película ha habido, basada asimismo en una novela, que explotaba tan sólo las posibles consecuencias políticas de la aparición de un cierto número de clones de Hitler.

El problema, vuelvo a insistir en ello, estriba en el hecho de que cuando los clones abandonaron el mundo cerrado de la ciencia ficción para ser conocidos por todo el mundo, la cosa no hizo sino empeorar. Libros sensacionalistas aparte, que también los hubo, muchos de los que pretendieron hablar en serio sobre este tema incurrieron en errores todavía más graves, el principal de los cuales fue olvidar algo tan evidente como que los clones han existido siempre.

Fijémonos por ejemplo en el caso de la partenogénesis, una reproducción asexual mediante la cual un animal de género femenino tiene hijas (siempre son necesariamente hembras) sin participación alguna del macho, lo que determina que sus descendientes sean genéticamente idénticas a ella. Recordemos asimismo una práctica hortofrutícola tan común como es la reproducción de una planta por esquejes, o en la consabida práctica de ciencias naturales consistente en partir una lombriz en varios pedazos y ver cómo cada uno de ellos se convierte en una lombriz entera. ¿Acaso no estamos hablando en todos estos casos de auténticos clones?

Claro está que siempre se puede objetar que no es lo mismo estudiar plantas o animales inferiores, sean insectos o lombrices, que hacerlo con aquéllos equiparables en complejidad biológica a la especie humana. Evidentemente las vacas no se reproducen jamás sin el concurso de un semental, y desde luego si troceamos un cordero lo único que obtendremos será la posibilidad de disponer de un apetitoso asado...

Pero ocurre que también existen clones naturales de todos los animales superiores, incluyendo también a la especie humana; me estoy refiriendo a algo tan común como son los gemelos. Gemelos univitelinos, se entiende, es decir, aquéllos procedentes de un único óvulo fecundado por un único espermatozoide y cuyo embrión se ha escindido en dos por causas accidentales. En estos casos el patrimonio genético de los dos hermanos es idéntico para ambos, aunque lógicamente éste difiere del de los progenitores a diferencia de lo que ocurre en la partenogénesis o en la reproducción por esquejes.

Así pues, si en lugar de decirse tantas bobadas especulando sobre las hipotéticas similitudes entre dos clones, o entre un individuo adulto y su clon, estos divulgadores de vía estrecha se limitaran a fijarse en estos casos reales, las cosas podrían ir mucho mejor evitándose muchas tonterías, amén de que los gemelos han sido objeto de estudio por parte de la comunidad científica desde hace ya mucho tiempo.

Obviamente, a pesar de las similitudes existentes entre ambos casos -los gemelos y los clones- éstos presentan entre sí unas diferencias importantes que no pueden ser ignoradas. En primer lugar los gemelos siempre son de la misma edad y su gestación ha tenido lugar de forma simultánea en el vientre de su madre, mientras en el caso de los clones habría una gran diferencia de edad (asumiendo que su material genético procediera de un donante adulto) y las dos gestaciones habrían sido asimismo distintas, lo que implicaría unas diferencias apreciables incluso desde el mismo momento del nacimiento.

Por otro lado está también el tema de la influencia del entorno en el desarrollo de una persona o, si se prefiere, la eterna dialéctica sobre la herencia y el ambiente. Que ambos condicionantes existen resulta tan evidente que no necesita siquiera ser recordado, pero el peso relativo del entorno en relación con los caracteres heredados es algo que siempre ha sido objeto de polémica. La pregunta, pues, es inmediata: ¿Un clon desarrollaría unas pautas de comportamiento, una personalidad en suma, similares -aunque no necesariamente idénticas- a las de su progenitor genético, o por el contrario la influencia del ambiente -forzosamente distinto- determinarían que acabara siendo, pese a la identidad genética, un individuo diferente?

También en esta ocasión el estudio de los gemelos puede resultar de gran ayuda ya que existen casos, generalmente a causa de una orfandad y la consiguiente adopción, en los que estos hermanos son separados incluso inmediatamente después de nacer y educados en entornos completamente distintos sin que exista el menor contacto entre ellos con anterioridad a la edad adulta. En estos casos tan singulares se constata una fuerte similitud entre ellos muy superior a la existente entre dos hermanos normales sujetos a las mismas circunstancias, lo que avala el gran peso de los factores genéticos en el desarrollo de cualquier persona, pero no se encuentra una identidad similar que no se llega a dar ni tan siquiera en los gemelos que han crecido juntos. Recurriendo a las palabras de un científico que describía este fenómeno, se puede afirmar que dos hermanos gemelos son el equivalente a dos versiones distintas de una misma sinfonía ejecutada por una misma orquesta -en el caso de dos gemelos educados conjuntamente- o por dos orquestas distintas si recurrimos al ejemplo de los dos hermanos criados por separado. De cualquier modo, siempre se trata de dos personas distintas y perfectamente diferenciadas por más que sus afinidades sean muy superiores a sus discrepancias, y no de unos simples calcos intercambiables entre sí.

La discusión sobre la influencia de la genética y la educación en la personalidad queda de esta manera nítidamente perfilada: La herencia aporta el esquema básico, el armazón si se prefiere, sobre el que se va a desarrollar la vida de una persona, pero el ambiente en el que ésta se vea envuelta será el encargado de moldearla. Veamos un ejemplo sencillo: Aunque son los genes los que determinan específicamente la estatura media de una determinada raza, una alimentación insuficiente durante la infancia impedirá que un individuo determinado consiga alcanzar esa estatura media al final de su período de crecimiento. Dicho con otras palabras, un niño watusi desnutrido crecerá menos de lo previsto para su pueblo, mientras un pigmeo sobrealimentado no rebasará jamás la corta talla permitida por sus genes. Ésta es la razón, asimismo, que explica el espectacular aumento de estatura de las últimas generaciones de españoles que, por primera vez en la historia de nuestro país, han gozado durante la infancia de una nutrición suficiente para poder desarrollar al máximo su potencial genético.

Estos mismos criterios son aplicables a las aptitudes mentales de cualquier persona, desde los rasgos de carácter a la misma inteligencia; un individuo de inteligencia mediocre jamás podrá dar más de sí de lo que determinan sus genes por muy exquisita que haya podido ser su formación, y la historia de las casas reales europeas está repleta de ejemplos que confirman esta aseveración. Por otro lado, la persona potencialmente más capaz se podrá malograr, como desgraciadamente ha ocurrido en infinidad de ocasiones, si se ve privada de una educación mínima.

Y en cuanto al carácter... ¿Cuántas veces nos hemos encontrado con delincuentes que no son sino ciudadanos malogrados por culpa de un entorno inadecuado? O a la inversa, ¿cómo explicar que en el seno de una familia respetable surja una oveja descarriada cuando tanto esta persona como el resto de sus hermanos han recibido idéntica educación?

Evidentemente, y por fortuna para todos, la inteligencia -o la carencia de ella- no se hereda si por tal herencia interpretamos que unos padres inteligentes siempre tendrán hijos inteligentes mientras unos padres mediocres tan sólo podrán engendrar hijos mediocres; pero la combinación de genes que recibe cualquier persona en el mismo instante de su concepción, producto de una mezcla al azar de los procedentes de sus dos progenitores, determina su capacidad intelectual igual que lo hace con el color de los ojos, la estatura o las huellas dactilares.

En resumen: El patrimonio genético, entendiendo como tal el conservado en nuestros propios cromosomas y no como la herencia que podríamos esperar de nuestros padres (el hijo de un genio difícilmente suele ser otro genio), es el esqueleto sobre el que posteriormente nuestras experiencias personales (nuestra educación, en suma) moldean la personalidad en un complejo proceso que dura la totalidad de la vida, aunque los primeros años resultan ser siempre los fundamentales. Esto, y no otra cosa, es lo que demuestran todos los estudios realizados con gemelos, y esto y sólo esto es lo que cabría esperar de los clones con respecto a sus progenitores genéticos.

Por tal motivo conviene desmontar de una vez por todas los falsos tópicos que se han levantado respecto a los clones. ¿Recuerdan la película, basada en una novela del mismo nombre, que lleva por título Los niños del Brasil? En ella el escurridizo doctor Mengele, tras obtener material genético procedente del cadáver de Hitler, creaba varios clones del dictador con la esperanza de resucitar su siniestra figura. Evidentemente con la identidad genética no bastaba; era necesario reproducir lo más fielmente posible el entorno familiar en el que el joven Adolf Hitler había crecido, haciéndolo además de forma redundante con objeto de poder incrementar las posibilidades de éxito.

Como cabe suponer el experimento resulta ser un fracaso no desde el punto de vista biológico (los clones nacen y crecen hasta llegar a la adolescencia) sino porque estos niños, crecidos en un mundo completamente distinto a aquél en el que vivió el verdadero Hitler (intentar reproducir su ambiente familiar no era, evidentemente, suficiente), lejos de desarrollar sus instintos sanguinarios que probablemente poseían de forma latente, acaban convirtiéndose en personas razonablemente normales.

La moraleja es clara y responde además a la más pura lógica: Si Hitler llegó a ser lo que fue, se debió a la conjunción excepcional de su predisposición genética a la violencia y el poder con unas circunstancias muy determinadas que condicionaron su vida conduciéndola por un camino determinado (el que relata la historia) en lugar de hacerlo por cualquier otro de los muchos que se abrían ante él. El fallo o la modificación de tan sólo uno de todos estos factores, desde los puramente familiares a los de carácter más general (I Guerra Mundial, crisis económica y social de la República de Weimar, auge del comunismo, situación política internacional en el período de entreguerras, avatares personales del propio Hitler...) habría determinado que el Adolf Hitler que arrastró a Alemania a la guerra provocando el mayor conflicto armado de la historia de la humanidad hubiera sido necesariamente diferente... Mejor o peor es algo que nunca se podrá saber, pero sin duda habría sido muy distinto dado que el azar jamás repite sus propias jugadas.

Puestos a elucubrar sobre este tema, podríamos correr el riesgo de internarnos en el resbaladizo campo de los universos paralelos o en el de las ucronías, que viene a ser aproximadamente lo mismo: ¿Qué hubiera ocurrido (y este tema también ha sido abordado hasta la saciedad por infinidad de escritores de ciencia ficción) si alguien, utilizando una hipotética máquina del tiempo, hubiera viajado hasta la infancia de Hitler para asesinarlo en su cuna? ¿Habría cambiado su futuro, es decir, nuestro presente?

La respuesta categórica es no, al menos en lo esencial. Aparte de cuestiones de sentido común tales como que una máquina del tiempo ni existe ni tiene posibilidades de existir, está el tema no menos importante de las paradojas temporales: Cualquier posible modificación del curso del tiempo obligatoriamente habría tenido que ocurrir ya, con lo cual resultaría imposible realizar ninguna nueva alteración sobre la realidad existente.

Prescindiendo de elucubraciones metafísicas se llega asimismo a conclusiones similares sin más que recurrir a razonamientos de lo más obvio. ¿Fue Hitler, el Hitler histórico se entiende, el que provocó la II Guerra Mundial o, por el contrario, fue la II Guerra Mundial (o por hablar con mayor propiedad, las circunstancias que la originaron) la que creó a Hitler, un Hitler que en un entorno distinto no habría pasado de ser un pacífico y anónimo ciudadano? La respuesta correcta ha de ser necesariamente la segunda, al igual que una molécula no puede condicionar el comportamiento de un gas mientras el gas en su conjunto sí condiciona a las moléculas individuales que lo componen.

Dicho con otras palabras: Las complejas circunstancias políticas, económicas y sociales existentes en la Europa de principios del siglo XX, que desembocaron indefectiblemente en la II Guerra Mundial después del trágico prólogo de la I, requerían la existencia de un Hitler independientemente de cual pudiera ser el apellido de la persona elegida por el destino para encabezar la gran locura alemana.

Por esta razón, si Hitler hubiera fallecido en su infancia desapareciendo de esta manera de los planes de la historia, probablemente otro hubiera ocupado su lugar comportándose de forma similar a como lo hizo éste, ya que resulta fácil suponer que en su época debió de existir una multitud de Hitleres en potencia que, por los caprichos del azar, nunca llegaron a cuajar como tales... Pero independientemente de quien llegara a ser el Führer del III Reich, la II Guerra Mundial habría estallado de igual manera y, con toda probabilidad, habría acabado de forma similar a como lo hizo, puesto que la inercia histórica (llamémosla así) era infinitamente más fuerte que la hipotética capacidad de alteración de la misma por parte de cualquier individuo determinado.

Tomemos un símil físico. Siempre que calentamos un gas éste se expande, aumenta su presión o hace ambas cosas simultáneamente dependiendo de las condiciones particulares en las que se realice el experimento; y si repetimos éste varias veces el comportamiento del gas será idéntico en su conjunto, aunque las moléculas individuales que lo conforman no actuarán necesariamente de la misma manera. Este postulado básico de la mecánica estadística fue magistralmente utilizado por Isaac Asimov en su serie de las Fundaciones como fundamento de la psicohistoria, la ciencia social inventada por él que permitía predecir (aunque sería más correcto decir extrapolar) la evolución futura de una sociedad humana, aunque no el comportamiento individual de una persona aislada que sería, por lo demás, totalmente irrelevante dentro del conjunto global.

Aunque en el mundo real estamos muy lejos de aproximarnos siquiera a los planteamientos de la psicohistoria, su idea básica es perfectamente válida no para predecir el futuro, sino para interpretar el pasado: De acuerdo con estos criterios ningún personaje histórico, ni siquiera aquéllos más significados como Alejandro Magno, Julio César o Napoleón, habrían modificado realmente la historia desviándola hacia un curso diferente del que habría descrito de no haber intervenido ellos; muy al contrario, todos estos personajes habrían sido seleccionados primero, y moldeados después, por unas circunstancias históricas muy determinadas que, de no haber existido ellos, habrían puesto en su lugar a otros personajes equivalentes que hubieran actuado de forma similar a como lo hicieron ellos. Dicho con otras palabras, ni nadie es insustituible, ni nadie es jamás providencial.

Esta larga digresión conduce, pues, al mismo resultado que ya antes había sido apuntado: Utilizando técnicas de clonación resultaría imposible duplicar una persona (entendiendo como tal a alguien no sólo genética, sino también mental y culturalmente similar), ya que siempre se obtendría una variante diferente de este mismo individuo, es decir, no lo que era sino lo que hubiera podido ser... Y las opciones posibles, aunque no infinitas, son tan elevadas que impedirían en la práctica acercarse más (y con toda probabilidad menos) en las similitudes entre ambos que las existentes entre dos hermanos gemelos criados por separado.

Esta conclusión, que cierra de forma tajante todo intento de polémica sobre la posibilidad de duplicar a una persona, abre no obstante un nuevo campo todavía más interesante. ¿Quién no se ha preguntado alguna vez qué hubiera sido de su vida si ésta hubiera derivado por otros derroteros distintos a los que lo hizo? ¿A quién no le gustaría volver atrás en el tiempo y enmendar esa decisión equivocada de la que tanto se ha lamentado porque marcó para siempre su vida privándolo de una alternativa mejor?

A mí en concreto siempre me había fascinado esta cuestión, ya que cuando mi vida se acerca al ocaso estimo (y no se trata de falsa modestia, sino de una resignada convicción) que mi potencial humano ha resultado infrautilizado y me lamento de que mucho de lo que hubiera podido hacer jamás llegó a materializarse por culpa de toda una serie de circunstancias adversas que jalonaron mi vida marcándome para siempre. Sí, soy rico, muy rico gracias a mis negocios, y según los baremos seguidos por la mayor parte de la humanidad podría presumir de ser un triunfador; pero en mi fuero interno soy consciente de que no es así, ya que mi alma de artista (mi auténtica vocación) jamás pudo ver satisfechas sus inquietudes, ahogada por la faceta práctica (y despreciable) que se adueñó de mí sin que yo pudiera, o quisiera, evitarlo.

Es por esta razón por la que me dirijo a ti, hijo mío (mucho más hijo que si hubieras contado con una verdadera madre) ya que mi deseo no es otro que el de conseguir que puedas llegar a ser todo lo que yo quise, y no pude, ser. Cuentas con mi mismo patrimonio genético y por lo tanto con mismo potencial; pero partes de cero y tienes toda una vida por delante durante la cual ese potencial podrá cristalizar, para lo cual deberé desviarte del camino por el que me condujeron a mí encauzándote por el que estimo más adecuado, aquél que te permitirá satisfacer tus verdaderas inquietudes. Todo está calculado hasta donde se ha podido prever, y tú gozarás de una educación y de un entorno apropiado para alcanzar nuestros fines... Completamente distintos a los que experimenté yo, puesto que se trata de evitar que tú también te desplomes por el precipicio.

El precio que he de pagar por ello es muy alto, extremadamente alto ya que se trata de mi propia vida; la menor interferencia mía resultaría perjudicial para tu destino, por lo cual me veo obligado a desaparecer de tu entorno... Y lo hago satisfecho, puesto que tú eres el yo que nunca pude ser pero me hubiera gustado alcanzar. Al fin y al cabo, si todos los padres desean lo mejor para sus hijos ¿no lo voy a hacer yo todavía con más razón?

Cuando leas esta carta serás ya mayor de edad (concretamente te la entregarán el día que cumplas los dieciocho años) y bien... Supongo que entonces serás ya una espléndida realidad mientras de mí tan sólo quedarán unos polvorientos huesos. Legalmente tú serás mi hijo y mi heredero, y ni tan siquiera tu madre (biológica, pero no genética) conocerá tu verdadera naturaleza, ya que para ella tú habrás sido engendrado por técnicas de fecundación in vitro y no como ha sido en realidad, por clonación.

Créeme que es mejor así. Ella será una excelente madre para ti, precisamente por esta razón la elegí; pero si llegara a conocer tu secreto, es muy posible que desbaratara mi proyecto aunque fuera de forma involuntaria. Así pues, será mejor que la sigas dejando al margen tal como yo lo he hecho. En cuanto a tu educación, de ella se habrán encargado mis albaceas; ellos sí están al corriente de la situación y son de mi entera confianza, razón por la que quedas en buenas manos pudiendo confiar en su buen criterio.

Tan sólo me queda despedirme de ti; acabas de nacer y los médicos han comprobado que tu salud es perfecta, razón por la que ya estorbo. Dentro de unos pocos días un accidente de automóvil acabará con mi vida de forma que puedas iniciar la tuya libre por completo de las trabas que condicionaron la mía. He tenido que luchar con la tentación de evitar el suicidio fingiendo mi muerte y refugiándome en una falsa identidad; con mis medios, es decir, con mi dinero, no me habría resultado difícil hacerlo, siguiendo discretamente tu evolución sin que jamás llegaras a sospechar siquiera mi existencia... Pero no, eso no resultaría. En primer lugar correría el riesgo de intervenir cada vez que sospechara la existencia de algún tipo de desviación sobre el proyecto previsto, y además... ¿Qué ocurriría cuanto tú llegaras a la edad adulta? ¿Cómo encajarías convivir con alguien cuya sola presencia te recordara tu futura ancianidad? Probablemente no lo soportarías, y yo no tengo el menor derecho a hacerte sufrir.

Así pues moriré de verdad, con la esperanza de saber que te dejo detrás. No me compadezcas; en estos momentos en los que mi vida se acaba soy feliz, extremadamente feliz, puesto que al final he conseguido alcanzar mis objetivos... Porque tú eres mi segunda oportunidad, aquélla que te permitirá alcanzar todo de lo que yo me vi privado.

Adiós, hijo mío... ¿O he de decir mi otro yo?


Publicado el 28-11-2006 en NGC 3660