Una nueva vida



Son muchas sin duda las personas que cuentan entre sus vivencias con alguna experiencia que se les antoja insólita cuando no decididamente excepcional; pero creo poder afirmar, para desgracia mía, que son muy pocos los que han podido sufrir un calvario siquiera similar al mío... De lo cual soy yo, por cierto, el único culpable.

Todo empezó hace tres largos años. Yo era un próspero empresario que tenía de casi todo; dinero, bienes, una vida regalada... Y cerca de setenta años, para mi desgracia. Había enviudado hacía poco luego de muchos años de un matrimonio tan ejemplar como aburrido, y no me faltaban ganas de disfrutar de toda una serie de placeres que hasta entonces me habían estado poco menos que vedados por culpa de la mojigatería de mi mujer y de mi cobardía a la hora de plantearme alguna aventura extraconyugal.

El problema era mi edad o, por hablar con mayor propiedad, lo decrépito de mi cuerpo, el cual ciertamente no estaba para demasiados trotes ahora que por fin se habían hundido los muros de mi prisión. En circunstancias normales no me hubiera quedado otro remedio que resignarme a hacer lo poco que buenamente pudiera a la par que envidiaba y odiaba a los estúpidos y arrogantes niñatos veinteañeros... Pero yo era de los pocos que conocían la existencia de las Casas del Placer, y de los aún más escasos que podían permitirse el lujo de pagarlo; y ciertamente no lo dudé un solo instante.

Antes de continuar adelante conviene hacer una aclaración. ¿Conocen ustedes los trabajos de Schultz y Ferry acerca de las bases fisiológicas de la consciencia? No, supongo que no. Bien, sus artículos están publicados en varias revistas científicas, pero éstas no suelen ser leídas por el gran público; y como luego vino la ley Beachman prohibiendo en los Estados Unidos este tipo de investigaciones... Esto sí saltó a los periódicos, pero lo cierto es que no llegó a tener demasiada trascendencia ni siquiera cuando poco después la práctica totalidad de los países desarrollados, el nuestro incluido (los demás no contaban demasiado), firmaban un protocolo internacional adhiriéndose a la prohibición. Por aquel entonces un par de guerras razonablemente importantes en el Tercer Mundo junto con una severa crisis de gobierno en nuestro país acapararon el interés informativo de unos periodistas que, siguiendo su costumbre, ignoraron olímpicamente todo aquello que pudiera suponer una información de corte científico. Es preciso reconocer que el tema tenía sus riesgos y que los políticos obraron sensatamente impidiendo que éste continuara adelante; pero lo cierto es que se trataba de algo apasionante no ya para los propios científicos, sino también para cualquier persona mínimamente interesada en algo tan apasionante como la mente humana.

Schultz y Ferry, en definitiva, intentaban desentrañar los sofisticados mecanismos biológicos que permiten el desarrollo de las actividades cerebrales humanas prestando especial atención a todo lo relacionado con el pensamiento abstracto; partiendo de la base, y he aquí la originalidad de su teoría, de que debía de haber una dualidad cerebro-mente similar a la que existe entre un ordenador y los programas que soportan, estos investigadores trataron de hallar las analogías existentes entre estos dos sistemas, el biológico y el informático. Un creyente hubiera pensado rápidamente en el concepto del alma, pero no iban por ahí los tiros dado que tanto Ferry como Schultz se declaraban agnósticos y, lo que es más importante, en todo momento actuaron como tales.

Estudiemos la analogía. Cualquiera que tenga unos mínimos conocimientos de informática sabrá que el ordenador y los programas son cosas completamente distintas y diferenciadas entre sí por más que ninguno de ellos sea capaz de funcionar sin el auxilio del otro; los anglosajones, menos escrupulosos que nosotros a la hora de acuñar nuevas expresiones, los han bautizado respectivamente con las horrorosas -pero precisas- palabras de hardware y software, hoy más o menos implantadas en la jerga informática internacional a falta de una traducción propia mejor y más eufónica que la literal de parte dura y parte blanda... Pero dejémonos de disquisiciones gramaticales y continuemos con el relato. Un programa precisa de un ordenador para poder funcionar, eso es evidente, pero podrá hacerlo en cualquiera siempre que éste reúna ciertos requisitos mínimos de compatibilidad y suficiente complejidad tecnológica. Dicho con otras palabras, un programa no está limitado a un único ordenador y viceversa, sino que unos y otros son perfectamente intercambiables.

Y ahora llega la pregunta clave que se formularon Schultz y Ferry. ¿Ocurriría algo similar con la mente humana? ¿Sería posible intercambiar los intelectos de dos personas con sus respectivos cerebros? O, por el contrario, ¿estaba cada mente ligada irrevocablemente a su cuerpo? En contra de lo que el sentido común dictaba, Schultz y Ferry postularon que era así. ¿Era ésta la explicación científica de la existencia del alma? No, al menos en la forma con que era interpretado este tema por las diferentes religiones, ya que estos investigadores dejaron bien claro que, conforme a su teoría, nunca se podría obtener una mente aislada de un cerebro, ya que éste le resultaba imprescindible para poder existir, lo cual descartaba la posibilidad de una mente pura al estilo de las descritas por Arthur C. Clarke en su novela 2.001.

A pesar de las limitaciones impuestas por sus propios creadores, la teoría causó un enorme revuelo en el mundillo científico ya que, de ser cierta, podría abrir el camino a algo tan inquietante como era el tráfico de cuerpos. Mientras la polémica estuvo reducida al campo teórico la sangre no llegó al río, pero cuando los dos investigadores manifestaron su intención de iniciar la experimentación con seres humanos las cosas comenzaron a complicarse. La universidad en la que trabajaban acabó cancelándoles el proyecto de investigación, y para cuando consiguieron financiación privada -las malas lenguas afirmaron ya entonces que se trataba de dinero poco limpio- los legisladores ya habían tomado cartas en el asunto declarando ilegal toda investigación en ese campo.

Que la Administración estadounidense se tomara tan en serio algo que a muchos científicos les parecía simplemente descabellado, indica bien a las claras el temor de la misma a que las revolucionarias ideas de Schultz y Ferry pudieran ser llevadas a la práctica, aunque no faltó quien dijera que se trataba tan sólo de una medida electoralista por parte de unos políticos que, cual nuevos inquisidores, volvían a condenar a Galileo sin haberle siquiera escuchado.

Lo cierto fue que, a la vista de los resultados posteriores, el remedio acabó siendo peor que la enfermedad. Estigmatizados por su gobierno, marginados por su propia universidad y con sus carreras científicas virtualmente acabadas, los pobres de Schultz y Ferry, interesados únicamente en sus teorías, no comprendieron que obstáculos tan peregrinos pudieran interponerse entre ellos y sus objetivos... Así pues, cayeron fácilmente en las redes de aquéllos que descubrieron rápidamente el filón que acababan de descubrir; y Schultz y Ferry se embarcaron ingenuamente en una aventura clandestina de inciertos resultados de la cual ellos sólo fueron capaces de ver la posibilidad de continuar con sus experimentos.

Y así lo hicieron. Poco después ambos desaparecían en un oportuno accidente de avión sobre la selva amazónica, comenzando a trabajar, ya sin trabas de ningún tipo, en un magnífico laboratorio secreto montado expresamente para ellos. Nadie sabe con seguridad que es hoy de Schultz y Ferry, pero lo que sí es conocido es que consiguieron culminar con éxito su trabajo... El cual, por culpa de la cerrazón de los gobernantes de su país, vino a caer en las peores manos posibles.

Dicen las malas lenguas que desde entonces los grandes capos de la delincuencia mundial cambian periódicamente de cuerpo tanto por motivos de seguridad como por el deseo de disfrutar de una eterna juventud convertida de hecho en una virtual inmortalidad, y dicen también que todo fugitivo de la justicia capaz de pagar su astronómico precio podrá disponer de esta manera de una perfecta nueva identidad. Personalmente, yo dudo que esta técnica de traslación de mentes pueda ser útil de una forma indiscriminada, ya que salvo en casos muy concretos la compatibilidad entre mentes y cerebros distintos es muy relativa. Una parte de nuestra personalidad es ciertamente independiente por completo de la estructura fisiológica del cerebro, pero el resto está amoldado a nuestras redes neuronales de forma tan íntima que no podrá encajar, o encajará muy mal, en otro diferente.

La explicación es sencilla. Al contrario de lo que ocurre con los ordenadores, los cuales son fabricados todos en serie sin mayores diferencias que las existentes entre los distintos modelos, cada cerebro humano es algo único y diferente de los demás. Sobre este cerebro singular se desarrollará la personalidad -es decir, el programa- a lo largo de toda la vida también de una manera singular, lo que marca también otra diferencia con la informática al ser cada programa distinto del resto. Si tanto el cerebro como la mente de una persona son únicos y están hechos además a medida, ¿qué ocurriría si a pesar de todo tuviera lugar un intercambio de mentes? Bien, resultaría algo así como calzarse un zapato estrecho o vestirse con ropa varias tallas menor; la mente implantada se encontraría incómoda en un cerebro distinto del suyo, viéndose entorpecida para desarrollar buena parte de sus actividades normales... Pero de no mediar una incompatibilidad demasiado grande, el cambio sería posible y perfectamente soportable, al menos durante un período de tiempo. Eso sí, la mente huésped siempre acogería con alivio la vuelta a casa, es decir, a su cerebro, único lugar donde se podría encontrar completamente a sus anchas.

Como es fácil suponer tales limitaciones reducían la viabilidad del descubrimiento de Schultz y Ferry a poco más que el simple interés científico y, como mucho, a algún que otro caso desesperado; pero los patrocinadores del proyecto, deseosos como estaban de rentabilizar su costosa inversión, acabaron encontrándole una aplicación práctica: Las Casas del Placer.

Pese a que el erotismo y el sexo son tan antiguos como la propia especie humana, nunca se había llegado tan lejos en el goce de los placeres carnales... Aunque, claro está, nunca hasta entonces hubiera sido posible hacerlo... Y no precisamente por falta de ganas. Porque, ¿Quién no ha soñado alguna vez -o muchas- con tener un cuerpo perfecto capaz de conquistar a cualquier mujer? ¿Quién no ha soñado con tener por compañera -o compañero- a alguien con un cuerpo tan perfecto como el suyo? ¿Quién no ha mirado con envidia y desesperación a esas personas tan deseables y a la vez tan inalcanzables?

Ya no importaba ser feo, gordo o viejo... Bastaba con tener el suficiente dinero y estar dispuesto a gastárselo. Completamente ilegales en buena parte del planeta, las Casas del Placer estaban repartidas por diversos países del Tercer Mundo cuyas autoridades, bien engrasadas con dinero, hacían la vista gorda a todo lo que tenía lugar en su interior... Aunque, objeciones morales aparte, ningún daño se causaba a nadie ni nadie era obligado a actuar en contra de su voluntad. Voluntarios, y bien pagados, eran los que prestaban sus cuerpos para disfrute de sus disipados clientes, hombres y mujeres jóvenes todos ellos convertidos en profesionales de una extraña variante de la prostitución... La prostitución más perfecta jamás imaginada, puesto que aquí no sólo se compraba el cuerpo del compañero sino también el suyo propio. Mientras tanto, los cuerpos de los clientes yacían narcotizados en una camilla conteniendo en sus cerebros las mentes dormidas de los vendedores de cuerpos, puesto que a pesar de todos los esfuerzos realizados no se había conseguido conservar una mente en ningún otro lugar que no fuera un cerebro humano, lo que forzaba a que el intercambio fuera forzosamente simultáneo y recíproco.

Pero creo que ya me he extendido demasiado con la narración, por lo que volveré a explicar mi propia aventura. Tras un largo período de indecisión, y animado por varios amigos bastante más calaveras que yo, acepté finalmente acudir a una de las Casas del Placer; en mala hora, puesto que esta iniciativa habría de ser la que labrara mi infortunio. Pero entonces, claro está, todavía no lo sabía.

Fui recibido con toda amabilidad por el director de la Casa del Placer, hecho éste que no es de extrañar dado que mi escapada iba a dejar en sus arcas el equivalente a varios años de sueldo de un ejecutivo medio. Me fue enseñado un catálogo fotográfico repleto de opciones tan explícitas que hubieran hecho palidecer de envidia a un director de películas pornográficas, decidiéndome finalmente por un mocetón rubio digno de competir con el propio Adonis... Un verdadero atleta, según me explicó mi interlocutor tras felicitarme por la elección. Claro está que si quería podría optar también por un cuerpo femenino; aunque el encaje de mi mente con su cerebro sería peor, por supuesto, el placer extra proporcionado por el goce del sexo desde el otro lado compensaría con creces las incomodidades.

Decliné el ofrecimiento ya que lo que yo quería era tan sólo retozar con unas cuantas muchachas; con el cuerpo del mocetón, pues, me conformaba. Tras esto fue informado de algunos requisitos que tenía forzosamente que respetar, los cuales eran básicamente dos: Mantener el anonimato y no hacer nada que pudiera suponer un daño físico al cuerpo que me sería prestado. Lo primero se explicaba dado que las personas con las que reuniría serían asimismo clientes de identidad desconocida, mientras que lo segundo excluía explícitamente todo tipo de prácticas sadomasoquistas por razones tan obvias como la de evitar el deterioro del parque móvil con el que contaba el centro. Hechas estas salvedades todo lo demás estaba permitido y quedaba a la libre discreción de los usuarios; sexo en grupo, homosexualidad, cualquier tipo de fantasía erótica... Esto ya no era asunto suyo.

No voy a extenderme más de lo necesario relatando los pormenores de mi aventura, amén de que desconozco por completo las técnicas que permitieron el milagro. Sólo sé que me pusieron desnudo en una camilla, me conectaron una serie de electrodos por distintas partes del cuerpo, me inyectaron una droga narcótica que me sumió rápidamente en la inconsciencia... Y desperté sintiendo un molesto dolor de cabeza.

-Aguarde un momento con los ojos cerrados. -dijo una voz perteneciente a alguien situado fuera de mi campo visual- El dolor de cabeza se le pasará en unos instantes.

Así fue. El dolor desapareció sin dejar rastro, pero me quedó una extraña sensación como si tuviera un eco en el cerebro... Efecto secundario de la transferencia mental, según supe más tarde. Abrí finalmente los ojos, me incorporé -mientras tanto habían retirado los electrodos- y me miré ansiosamente en el espejo que oportunamente habían colocado ante mí.

¿Han experimentado ustedes la sensación de ver a través de los ojos de otra persona? No, claro que no; pero les puedo asegurar que la experiencia resulta ser de lo más perturbadora. Allí estaba yo -¿realmente era yo? -erguido y desnudo, convertido en alguien distinto capaz de causar la admiración de cualquier mujer que se cruzara en mi camino... Todo un cuerpazo como jamás hubiera soñado poseer.

El resto fue sencillo. Una vez satisfecha suficientemente mi curiosidad, fui vestido con un albornoz y llevado, todavía tambaleante, a un lugar mitad hotel mitad jardín en una de cuyas suntuosas habitaciones fui dejado. A partir de entonces, todo era ya cosa mía. Allí no había nadie que no fueran los propios clientes, todos ellos embutidos en unos cuerpos de ensueño; existía, por supuesto, un servicio de mantenimiento, pero éste era tan eficaz como invisible.

Apenas unas horas después había trabado conocimiento, en el más amplio sentido de la palabra, con una rubia despampanante capaz de quitar el hipo a cualquiera. Y a partir de aquí... El delirio. Sin entrar en detalles innecesarios, puedo asegurarles que no lamenté en absoluto la fortuna que me había costado la broma, ya que el resultado merecía realmente la pena.

El contrato era por una semana, pero a los dos días había tenido ya más ración de sexo que la disfrutada en toda mi vida; y lo que me quedaba todavía, puesto que con mi nuevo cuerpo había heredado no sólo un vigor físico sorprendente sino también, producto sin duda del cerebro que tenía prestado, una para mí totalmente desconocida lascivia.

Las cosas comenzaron a torcerse el cuarto día. Me encontraba en mi habitación descansando plácidamente de la orgía de la noche anterior, cuando de repente se presentó un criado solicitándome que le acompañara a la clínica para resolver -dijo- un pequeño problema. Esta iniciativa se salía por completo de lo normal, por lo que temiéndome que en realidad se tratara de algo realmente grave, me apresuré a ponerme un albornoz como única indumentaria corriendo en pos del hermético sirviente.

El problema era realmente grave. Según me comunicó un atribulado médico, mi cuerpo original, que había continuado estando narcotizado durante todo ese tiempo, había sufrido un infarto. En esos mismos momentos se le estaba tratando médicamente, pero el ataque había sido bastante fuerte... No, no tenía por qué preocuparme, ya que en ningún lugar iba a estar tan bien atendido como allí.

Esto último era cierto, pero ¡qué carape! Era mi cuerpo, por lo que forzosamente tenía que preocuparme. Bien pensado la situación era absurda: Estaba asistiendo, desde fuera, al desarrollo de una gravísima crisis que podía afectar de forma decisiva a mi propia vida... Y la afectó, vaya si la afectó, puesto que a pesar de todos los esfuerzos realizados fallecía algunos minutos después sin que pudieran hacer nada por impedirlo.

Estaba muerto... Rematadamente muerto. Y sin embargo ahí estaba yo, contemplando como un estúpido mi cadáver a través de los ojos de otro; de hecho, desde el cuerpo de otro. Esta situación hubiera sido capaz de volver loco a cualquiera, y yo estuve al borde mismo del precipicio. Por su parte, los responsables del centro estaban todavía más desconcertados que yo; según repetían una y otra vez con insistencia, era la primera ocasión que les ocurría un desastre de esta magnitud... Y debía de ser cierto, por cuanto se mostraban totalmente incapaces de reaccionar ante una situación cuyo control se les había escapado por completo.

El revuelo, huelga decirlo, fue monumental. Creo recordar que tuve un ataque de histeria y hube de ser sedado, o quizá simplemente me desmayé... No lo sé a ciencia cierta, aunque esto realmente no tiene mayor importancia. Desperté en una camilla, ya tranquilizado, encontrándome frente al propio director de la Casa del Placer, el cual me contemplaba fijamente con una expresión entre inquieta y preocupada tallada en su rostro.

Tras aclararse la voz me planteó la situación en toda su crudeza: Mi cuerpo estaba muerto, y con él la mente de quien me prestara el suyo; el retorno a la situación original era, pues, imposible, por lo que estaba condenado a permanecer tal como estaba durante el resto de mi -su- vida. Pero no acababan aquí los problemas. Legalmente yo había fallecido y, puesto que mi país consideraba ilegal el cambio de mentes, jamás podría reclamar el reconocimiento de mi nueva y forzada identidad. A partir de entonces, me gustara o no, tendría que asumir la personalidad del joven en cuyo cuerpo me encontraba.

Y ahí radicaba el otro gran inconveniente. Mi... fallecimiento había puesto en una situación sumamente incómoda a los gestores de la Casa del Placer, tanto por la publicidad negativa que pudiera suponer de cara a los futuros clientes, como por la más que previsible desbandada de unos trabajadores a los cuales evidentemente no les haría ninguna gracia correr el riesgo de acabar siendo enterrados dentro de un cuerpo decrépito y roto.

Dicho con otras palabras, se me pedía -en realidad se me exigía- una discreción absoluta renunciando por completo a dar a conocer mi desventura. La Casa no quería escándalos de ningún tipo, pero si yo colaboraba con ellos todo iría sobre ruedas y recibiría toda la ayuda necesaria para salir de mi difícil situación. Por el contrario si yo no lo hacía, lamentándolo mucho se verían obligados a adoptar medidas poco agradables contra el inmigrante ilegal indocumentado que accidentalmente había pasado por allí.

Acepté; no me quedaba otra elección. Estaba en sus manos y ellos lo sabían, y yo sabía que no tendrían el menor escrúpulo a la hora de hacerme desaparecer si por una u otra razón comenzaba a resultarles incómodo. Arreglaron fácilmente lo de mi cadáver -apareció en la cama de mi hotel, y todos los empleados juraron a la policía que la noche anterior había entrado normalmente en la habitación- y me ofrecieron su ayuda... Con la inexcusable condición de que admitiera ser trasladado a cualquier otra Casa del Placer, por cuanto allí no podría continuar por evidentes razones de seguridad.

Acepté asimismo el forzoso traslado, aunque era consciente de que mi riesgo personal continuaría siendo prácticamente el mismo por muy sumiso que me mostrara... Y tenía muy claro lo que debía hacer. Así pues, me perdí sigilosamente a mitad del camino auxiliado eficazmente por una de mis acompañantes, a la que seduje; curiosa paradoja para quien durante toda su vida había contado sus conquistas prácticamente por fracasos.

De esta manera me encontré con lo puesto perdido en los bajos fondos de una capital sudamericana, único lugar en el que esperaba poder vivir en paz; aunque lo cierto es que me inclino a creer que se olvidaron de mí apenas comprendieron que ya no era ningún peligro para ellos. Alejado por voluntad propia de sus dominios y convertido en un paria, ¿quién iba a creer mi disparatada historia?

Había salvado la vida, eso era cierto, pero me había quedado sin todo lo demás. Legalmente no existía y ni tan siquiera me quedaba la menor posibilidad de recuperar tan sólo una mínima parte de mi dinero, ya que hasta las tarjetas de crédito me habían sido arrebatadas a raíz del accidente... La muerte tenía que parecer natural, me dijeron, y no tenía mucho sentido que con posterioridad a la misma se retirara dinero de mis cuentas corrientes. No tenía, pues, ni oficio ni beneficio alguno, ni más patrimonio que mis ropas y mi prestado cuerpo... Triste trueque el mío, reducido a una existencia de miseria después de haber disfrutado de una vida regalada y cómoda ya que no demasiado feliz.

Cierto es que gracias al cambio de mente no desaparecí del todo a la par que mi viejo cuerpo... Aunque son muchas las veces que me he preguntado si la vida que me veo obligado a llevar ahora merece realmente la pena. Yo hubiera preferido no despertar en la camilla, pero así lo ha querido el destino y así he de aceptarlo yo, puesto que no tengo valor suficiente para dar el paso que me libraría definitivamente de mis problemas.

Han pasado ya más de tres años. Tres años durante los cuales me he visto obligado a arrastrarme amargamente por los estercoleros más inmundos de la sociedad. Yo, que había sido uno de los empresarios más importantes de mi país; yo, que estaba considerado como un genio de los negocios capaz de sacar dinero hasta de debajo de las piedras, me veo ahora incapaz de realizar hasta la venta más sencilla... Y no porque haya olvidado mis antiguas habilidades, sino porque a mi nuevo cerebro le es imposible hacerlo por mucho que lo intente. Soy, en definitiva, como un conductor de coches de carreras al que le hubieran arrebatado su vehículo condenándolo a circular en un modesto utilitario; porque, ahora lo sé, la mente no lo es todo y necesita el soporte de un cerebro para poderse desenvolver en toda su capacidad, y yo tuve la mala suerte de caer en el de un auténtico cretino incapaz de realizar las tareas intelectuales más simples.

¿Cómo me gano ahora la vida? De la única manera que sabía hacerlo mi limitado anfitrión: Vendiendo mi cuerpo. Ésta era y es mi única baza, y la aproveché tal como la había aprovechado mi antecesor: Prostituyéndome una y otra vez. Atrapado en este rincón del planeta sin poder retornar a un país que no me reconoce ya como suyo, tan sólo me queda el recurso de esperar, esperar hasta que el destino decida finalmente sobre un vida, la mía, de la cual me quise burlar cual Ícaro ingenuo al que su osadía habría de abrasar.


Publicado el 19-11-2008 en NGC 3660