Síndrome de Diógenes



-Discúlpeme si le resulto brusco, señor Pérez, pero prefiero hablarle con toda sinceridad -el psiquiatra adoptó su mejor pose profesional y continuó-. Usted padece el síndrome de Diógenes en su grado más elevado, y cuanto antes lo admita mayores posibilidades de curación habrá.

-Yo... -el aludido se rebulló inquieto en su asiento- yo nunca he creído que pudiera tener ese problema.

“Como todos los que han pasado por aquí” -se dijo el médico para su coleto. Y recurriendo a todas sus dotes de persuasión, explicó:

-Eso es normal en los casos como el suyo, tenga usted en cuenta que los... -estuvo a punto de decir enfermos- pacientes no suelen ser conscientes de ello. De ahí mi interés en que lo asuma.

-Pero...

-Lo siento, pero las pruebas son concluyentes. ¿Sabe usted cuántos camiones de... -evitó decir la palabra basura- cosas acumuladas por usted hubo que sacar de su domicilio? Y luego hubo que fumigarlo, porque las condiciones higiénicas en las que usted vivía no podían ser más precarias, a la par que potencialmente peligrosas. Sus vecinos, señor Pérez, estaban hartos de poner denuncias, y hasta sus propios familiares...

-¡No me hable de esos buitres! -le interrumpió el hasta entonces tranquilo paciente con ademán furibundo- ¡Pensar que los de mi propia sangre son los que quieren expoliar mis bienes!

-Permítame que le corrija, no es precisamente así. En realidad lo que sus familiares denunciaron era que usted estaba dilapidando de forma indiscriminada su patrimonio a cambio de... lo que guardaba en su domicilio.

-Sí, por eso me pusieron una denuncia porque según ellos les estaba privando de su herencia... como si el dinero no fuese mío, y yo no fuera libre de gastármelo como mejor me parezca. Si ellos quieren dinero que trabajen y se lo ganen, en vez de esperar a que yo me muera para embolsarse mis ahorros.

-Bien -suspiró el psiquiatra-, yo no soy abogado y apenas entiendo de leyes, así que poco puedo decir al respecto. Lo que sí sé es que el juez estimó su reclamación y me hizo llegar una orden que, como médico y como ciudadano, me veo obligado a cumplir. Por otro lado, no fui yo quien ordenó que se desalojara su domicilio y se le trajera a usted aquí, sino el propio juez.

-En el fondo todos son iguales -rezongó el aludido-. Y para el caso es lo mismo; me han despojado de todos mis bienes y me tienen aquí retenido en contra de mi voluntad.

-No se le ha despojado de nada, señor Pérez, simplemente se ha limpiado su domicilio de todo lo que no podía estar allí y se han puesto en custodia sus bienes hasta que se determine que usted está curado de su afección, eso es todo.

-Ya, y mientras tanto me encierran en un manicomio -el presunto enfermo hizo caso omiso del gesto de desagrado del galeno- donde a saber hasta cuando me mantendrán encerrado. Quizá para siempre.

-Señor Pérez, permítame que le recuerde que los manicomios hace ya mucho tiempo que desaparecieron, usted estará ingresado en una clínica mental tan sólo el tiempo que sea estrictamente necesario; nada diferente a lo que le hubiera ocurrido de ser víctima de una apendicitis o de cualquier otra afección que requiriera hospitalización.

-¡Pero yo tengo una tarea que realizar! ¡La ilusión de muchos niños depende de mí!

-Seamos sinceros -el psiquiatra se permitió abrir la espita de su sarcasmo-. Admito que en el pasado pudiera ser así, pero mucho me temo que su loable misión hace ya tiempo que pertenece al pasado; las nuevas generaciones han cambiado mucho en sus gustos y en sus hábitos, y se lo digo yo que tengo en casa -suspiró- a dos adolescentes que no paran de darme guerra. Y si ni tan siquiera yo soy capaz de entenderlos y controlarlos... -suspiró resignado.

-No pienso lo mismo -objetó Pérez con tozudez.

-Eso es algo que forma parte de todo lo que tendrá que asimilar usted para poder lograr su curación. ¿Usted se cree que a los chavales de ahora les importa algo su tarea? Es más, ¿cree que tan siquiera le conocen? Ahora los chicos se preocupan por cosas muy distintas, desde los videojuegos hasta las redes sociales, y en cuanto crecen un poco pasan absolutamente de todo lo que pudiera haber interesado a sus padres o a sus abuelos. Así de sencillo, nos guste o no.

-Pero se les seguirán cayendo los dientes...

-Por supuesto, pero por mucho que usted se empeñe en seguirlos recogiendo, dejándoles a cambio una moneda con la que no se podrán comprar ni tan siquiera unas chucherías tal como está la vida, no va a conseguir ni que se lo agradezcan, tal como se han vuelto de egoístas, ni tan siquiera que lo reconozcan. Y tiene suerte de que el cambio siempre lo hacía cuando estaban dormidos, porque de no ser así seguro que incluso le recriminarían que les diera tan poco dinero. Usted no sabe como las gastan los chicos de ahora.

-Y mi colección de dientes... me han privado ustedes de una labor de muchos años -reprochó Pérez.

-La mayoría estaban podridos y eran una fuente potencial de enfermedades y epidemias, si no de cosas peores; reconozca usted que una madriguera no era el mejor sitio para conservarlos. Además, ¿para qué los quería conservar? ¿No hubiera sido mejor desprenderse de ellos una vez cambiados por las monedas?

-¿Usted nunca ha sido coleccionista? Le resultará difícil entenderlo si no comparte esta pasión. Y ahora, si no me dejan seguir con mi tarea ni tampoco disfrutar con mi colección, ¿qué va a ser de mí? Me han dejado ustedes sin la razón de mi vida.

-Eso es algo que tendremos que resolver de forma conjunta, ya que forma parte de su proceso de curación. Usted es inteligente y cuenta con una gran experiencia, así que no dudo de que podamos encontrar algo. Que se vea obligado a empezar una nueva vida no quiere decir que ésta vaya a ser menos satisfactoria que la anterior. Ya verá como lo solucionamos -concluyó.

-Si usted lo dice... -respondió el roedor con resignación- En fin, me temo que tampoco me queda otra alternativa. Si me lo permite, desearía retirarme; la verdad es que estoy cansado.

Y ante el mudo asentimiento de su custodio se levantó de su minúscula silla y renqueando -tantos años de frenético trabajo le habían pasado factura a su frágil cuerpecillo- cruzó la mesa del despacho, introduciéndose en una jaulita que había allí preparada. El mudo celador, que hasta entonces había permanecido inmóvil en un rincón, se acercó, cerró la puerta de la jaula y, cogiéndola con cuidado por el asa superior, marchó con ella saliendo al pasillo.

-Otra tradición menos -se lamentó el psiquiatra, que cuando no se encontraba frente a sus pacientes se permitía el lujo de volver a ser humano-. ¿No estaremos pagando un precio demasiado alto por el progreso? -se preguntó, al tiempo que agitaba dubitativo la cabeza.


Publicado el 25-2-2014