Error fatal



-Siéntese.

El tono glacial de la invitación dejaba pocas dudas del estado de ánimo del comisario. La interpelada, una mujer entrada en años de aspecto más bien tirando a insignificante, obedeció en silencio acomodándose en el borde de la silla como si fuera un pollito. Era evidente que la situación la amedrentaba.

-Y bien -le reprochó el policía, tomando la iniciativa al ver que ésta no despegaba los labios-. ¿Es usted realmente consciente de la magnitud de lo que ha hecho?

La respuesta fue un encogimiento de los escuálidos hombros.

-Está bien -continuó el agente, incómodo con el monólogo-. Ya que usted no quiere hablar, hablaré yo.

Y, quizá más para él que para la detenida, inició la perorata.

-¿Sabe? Aunque a mí nunca me han gustado los animales, entiendo que quien decide tener una mascota deberá asumirlo con todas sus consecuencias; me parece una canallada maltratar a un animal indefenso, y tanto me da que ese maltrato sea físico como que se trate de un abandono o simplemente de un mal cuidado. A nadie le obligan a tener un animal en casa, pero si lo tiene está obligado a atenderlo.

»Pero -continuó con severidad- lo mismo que digo una cosa, digo la otra; si malo es maltratar a un animal por acción o por omisión, no es mejor tratarlo de una forma exagerada, no como el animal que es sino como si fuera una persona... o un niño, defecto en el que suelen caer muchas mujeres maduras como usted. ¿Me comprende?

Claro que le comprendía. Precisamente por eso era por lo que estaba ella allí. Asintió con la cabeza y clavó firmemente la vista en su regazo.

-Hay incluso quienes tratan mejor a los animales que a las personas -se ensañó el policía-. Ya sabe, esos que le dan de comer solomillo a su perrito o a su gatito mientras la gente anda rebuscando restos de comida en los cubos de la basura. Pero bueno -suspiró-, no se trata de nada ilegal y por lo tanto no es mi obligación perseguirlo, con independencia de que pueda resultarme repugnante. No, no es por eso por lo que está usted aquí.

-¿Entonces? -habló por vez primera la mujer con un hilo de voz.

-En lo que a mi responsabilidad profesional compete, es usted muy libre de alimentar a sus bichos con caviar y angulas, o de tratarlos como si fueran sus hijos -le espetó con brutalidad-. Pero lo que hizo es ya harina de otro costal, no por su importancia en sí ya que no dejaba de ser una completa estupidez, sino por las consecuencias que acarreó y que usted debería haber previsto.

-Yo... -balbuceó la acusada- yo no sabía... yo no quería hacer ningún mal a nadie.

-Por supuesto; ni se me ha pasado por la imaginación que usted fuera una criminal -respondió su interlocutor con un esbozo de compasión-. Pero el caso es que lo hizo. Y mucho, además.

La interpelada volvió a sumirse en el silencio. El policía, sin poder evitar sentir lástima por ella, se vio obligado a continuar.

-Vamos a ver -concedió-. Puedo entender que usted tratara a sus mascotas como si fueran sus hijos; por aberrante que pueda parecer, mucha gente lo hace. Puedo entender, incluso, que cometiera con ellos todo tipo de extravagancias insólitas incluso tratándose de niños.

Hizo una pausa y, tras lanzar una mirada de conmiseración a la abatida mujer, remachó:

-Pero, ¿a quién se le ocurre la idea de llamar al Ratón Pérez?

-Es que se le había caído un colmillo... -musitó ella, avergonzada.

-¡Como si se le cae toda la dentadura! Era un gato, y todo el mundo sabe que a los gatos les gusta cazar ratones. ¿No cayó usted en la cuenta de este pequeño -enfatizó el adjetivo- detalle?

-Pero es que Zipi era tan bueno... jamás me había dado el menor disgusto. No arañaba a nadie, no bufaba... Y yo quise darle una sorpresa.

-Pues vaya si se la dio. El pobre ratón acudió a su cita, como hacía siempre, ignorante por completo de lo que le aguardaba. Tropezó con su gato y... bueno, pasó lo que tenía que pasar cuando hay instintos animales por medio. En consecuencia, ahora ya no tenemos Ratón Pérez, lo que ha ocasionado un grave quebranto a millones de niños. Y a sus padres, claro.

-Algo se podrá hacer...

-¿El qué? ¿Buscar un sustituto? Eso ya se está intentando, pero mucho me temo que no resultará nada fácil, por más esfuerzos que se estén haciendo. El Ratón Pérez era un caso único en su especie, una rara mutación de la que no se conocen más casos. Así pues, lo más probable es que esta entrañable tradición se haya perdido para siempre. Y todo, por culpa suya. Aunque el proceso civil lo tiene ya garantizado, si al final consigue librarse de una acusación de homicidio involuntario, como pretende el fiscal, será tan sólo porque los juristas no logran ponerse de acuerdo sobre si se puede aplicar este concepto legal a la muerte de un roedor, por muy excepcional que éste pudiera resultar.

-¿Qué va a ser de mí? -imploró la acusada retorciéndose las manos.

-No se lo puedo decir; mi tarea se limita a detenerla, a poner en su conocimiento de que se la acusa, y a ponerla a disposición judicial. Ya he cumplido con los dos primeros puntos, tan sólo me queda el tercero. Así pues, si quiere saber algo antes de que la enviemos al juzgado...

-No, no quiero nada. Pero si me encarcelan... ¿qué va a ser de mis pobres animales?

-No se preocupe por ello, señora. En primer lugar, no sabemos si el juez decretará o no su ingreso en prisión, y aun cuando fuera así, ya se arbitraría una solución para que sus mascotas no queden desamparadas. Ahora, si es tan amable... -dio por terminada la conversación, levantándose de su asiento.

Y tiene suerte de que el juez de guardia no tenga hijos pequeños” -añadió para sí mientras acompañaba a la detenida fuera de su despacho.


Publicado el 15-3-2014