La Zanahoria



Sucedió por casualidad, como suele ocurrir tantas veces. Animada por el éxito cosechado por la sonda Dawn, que envió imágenes espectaculares del planeta enano Ceres y del asteroide Vesta, la Nasa decidió programar una segunda misión gemela de la anterior, y por ello bautizada como Dawn II, cuyo objetivo sería visitar los otros dos cuerpos de mayor tamaño del Cinturón de Asteroides, Palas y Juno.

Siguiendo el programa previsto la Dawn II orbitó en primer lugar en torno a Juno y, una ver terminada la primera parte de su misión, encendió sus motores propulsores poniendo rumbo al más alejado Palas.

En principio no estaba previsto que la sonda realizara ningún trabajo entre ambas etapas, pero los responsables de la misión descubrieron que su trayectoria pasaría por las cercanías de un pequeño asteroide anónimo, uno de tantos guijarros que salpicaban esa región del Sistema Solar, circunstancia que decidieron aprovechar para que la Dawn II lo fotografiara tal como habían hecho otras misiones anteriores con los asteroides Gaspra, Ida o Matilde.

Este asteroide, al que los astrónomos ni siquiera se habían molestado en bautizar dada su insignificancia, limitándose a catalogarlo con una prosaica serie de cifras y letras, apenas medía unos escasos centenares de metros de longitud máxima, pero presentaba la particularidad de ser extremadamente alargado, algo bastante infrecuente en este tipo de cuerpos cósmicos. Este hecho, unido a su inusual color entre amarillo y rojizo, tan diferente de los oscuros tonos de los asteroides corrientes, había motivado que dentro del mundillo astronómico fuera conocido de forma informal como La Zanahoria, desmintiendo el falso tópico de que los científicos carecen de sentido del humor.

Así pues no dejaba de tener importancia el sobrevuelo de La Zanahoria por la Dawn II, ya que los expertos en el estudio de los cuerpos menores creían que podría ser el prototipo -y hasta el momento su único miembro- de una nueva familia de asteroides, por más que no dejara de ser un insignificante pedrusco perdido en las inmensidades del Cosmos.

Y vaya si encontraron interesante la información proporcionada por la sonda cuando las primeras fotos de La Zanahoria llegaron a la Tierra... pero no de la forma que se esperaba, sino de otra muy diferente e infinitamente más trascendental.

Porque lo que hasta entonces había sido tomado por un asteroide, reveló ser una enorme nave espacial.




Como cabe suponer, el revuelo que se formó fue enorme. Porque, si bien era mucho lo que se había especulado sobre la posibilidad de un contacto con inteligencias alienígenas, no ya en el ámbito de la ciencia ficción, sino también en los círculos académicos más serios, lo cierto era que a la hora de la verdad nadie resultó estar preparado para el momento en el que tal acontecimiento histórico pudiera verse hecho realidad.

Por desgracia, poco más fue lo que pudo aportar la Dawn II, dado que no estaba diseñada para modificar su trayectoria entrando en órbita alrededor de la nave extraterrestre. En aquellos momentos navegaba por inercia, y sus motores tan sólo contaban con el combustible suficiente para corregir las posibles desviaciones de su ruta y para realizar las maniobras necesarias para entrar en órbita en torno a Palas. Así pues, hubo de pasar de largo para decepción de millones y millones de terrestres que, poco duchos en temas astronáuticos, no llegaban a entender que a un vehículo espacial no se le puede “conducir” de la misma manera que a un coche.

Claro está que quienes sí eran conscientes de la problemática de la compleja navegación espacial tampoco se resignaron, dado que La Zanahoria era un bocado demasiado apetitoso como para dejarlo pasar. Si no era la Dawn II, que siguió su camino dejándola atrás, sería con una nueva sonda... al fin y al cabo, la tecnología espacial estaba ya lo suficientemente madura como para hacer factible algo que no muchos años antes habría sido considerado como una quimera.

Pero una misión espacial no se improvisa en cuatro días, sino que es fruto de varios años de laboriosos trabajos. Por fortuna la Nasa tenía en fase de prelanzamiento una nueva misión a Marte, un orbitador diseñado para reemplazar a una de las ya obsoletas sondas enviadas al Planeta Rojo a principios del siglo XXI. Aparentemente no parecía demasiado complejo rediseñar la sonda para que, en lugar de circundar Marte, se convirtiera en un satélite de la astronave alienígena... y los ingenieros de la agencia espacial norteamericana se pusieron manos a la obra.

Mientras tanto, el resto de la comunidad científica hizo todo lo posible por no quedarse atrás. Puesto que ni la agencia espacial europea, ni la rusa, disponían de un comodín equivalente al norteamericano -de los chinos no se sabía nada, pero se asumía que su incipiente programa espacial tampoco podría afrontar el reto-, intentaron abordar el problema mediante métodos más clásicos, apuntándose hacia La Zanahoria cuantos telescopios y radiotelescopios se encontraron disponibles en busca de cualquier tipo de radiación que pudiera ayudarles a desentrañar sus secretos.

Por supuesto, tampoco faltaron quienes, tan inflamados de optimismo como desconocedores de la realidad, propusieron que se intentara entrar en contacto por radio con los tripulantes del fabuloso navío; entusiasmo que no tardaron en enfriar los astrónomos al recordar que La Zanahoria había sido descubierta -aun ignorándose su verdadera naturaleza- hacía ya varios años, por lo que se conocía perfectamente la órbita que describía y ésta, en nada diferente a las de los guijarros espaciales presentes en su vecindad, había resultado ser la que correspondería a un cuerpo inerte y no a un vehículo equipado con medios de propulsión propios.

Esto, unido a la constatación de que de ella no emanaba ningún tipo de radiación en ninguna de las regiones -radio, microondas, infrarrojo, luz visible, ultravioleta, rayos X o rayos gamma- del espectro electromagnético, condujo a los estudiosos a asumir que, según todos los indicios, se trataba de un pecio muerto que vagaba a la deriva por la vasta región del espacio comprendida entre las órbitas de Marte y Júpiter... lo que no restaba interés a su estudio y posible rescate, ya que, si bien no podría ser posible el anhelado -y al mismo tiempo temido- contacto con una inteligencia extraterrestre, al menos sí se podría intentar sacar algún conocimiento sobre la tecnología alienígena, sin duda mucho más avanzada que la humana. Porque no era lo mismo ensamblar laboriosamente, a modo de puzzle, los diminutos módulos que conformaban la pomposamente denominada Estación Espacial Internacional, a apenas unos escasos centenares de kilómetros por encima del planeta, que hacer llegar hasta casi tres veces la distancia de la Tierra al Sol a una astronave del tamaño de un portaaviones, según todos los indicios procedente de un planeta perteneciente a otro sistema estelar. Por muy dañada que estuviera, y aunque todos sus tripulantes hubieran muerto o desaparecido, siempre seguiría constituyendo un buen botín... si se lograba llegar hasta ella.

Tras un período de impaciente espera, la NASA tuvo finalmente listo su vehículo, rebautizado -toda una declaración de principios- con el pomposo nombre de Inquirer. Éste fue lanzado desde Cabo Cañaveral bajo una expectación mundial sin parangón desde los lejanos tiempos de las misiones Apolo y, siguiendo los planes previstos, alrededor de dos años después -su predecesora había cubierto ese trayecto en un tiempo bastante más largo, pero ahora había prisa por llegar y se apuraron los plazos- llegaba a su destino, entrando en órbita en torno a La Zanahoria con la precisión de un reloj.

Fue entonces cuando los ávidos científicos de todo el mundo, y los no menos ávidos, pero más discretos, gobernantes de las principales potencias del planeta pudieron contemplar al fin el artefacto alienígena con muchísima mayor precisión que la aportada por la ya lejana Dawn II, de cuya misión -hacía tiempo que había llegado ya a Palas- prácticamente nadie se acordaba.

Y allí estaba, un enorme cilindro ligeramente ahusado de una longitud de unos trescientos metros y un diámetro máximo en su parte central de unos cincuenta, con ambos extremos redondeados. En realidad se parecía más a un cigarro puro que a una zanahoria, pero su apelativo era ya tan popular que nadie se atrevió a cambiárselo.

El casco de la astronave era evidentemente metálico y se mostraba intacto y limpio de cualquier huella de impacto de los abundantes escombros de todos los tamaños que abundaban en esa región del espacio, lo que movió a los expertos a suponer que no debería llevar mucho tiempo en ese lugar... astronómicamente hablando, se entiende, ya que muy bien podría estar allí desde los tiempos en los que el hombre todavía habitaba en las cuevas.

Los análisis realizados por los espectrómetros con los que iba equipado el Inquirer confirmaron la naturaleza metálica de La Zanahoria e incluso aportaron información sobre la composición de la aleación que lo formaba, la cual no fue posible reproducir en los laboratorios pese a que los metales que la componían eran sobradamente conocidos por los químicos y los ingenieros. Esto indujo a pensar que en su fabricación debieron utilizarse métodos desconocidos para la tecnología terrestre, probablemente introduciendo modificaciones en la propia estructura interna del metal que tenían la virtud de cambiar sus propiedades físicas haciéndole sin duda mucho más resistente.

Del interior de la astronave nada se pudo saber, dado que otra de las propiedades del resistente casco, o quizá de un segundo casco interior, era la de hacerle totalmente impenetrable a cualquier tipo de radiación, algo totalmente lógico teniendo en cuenta la necesidad de proteger a sus tripulantes de posibles irradiaciones dañinas, en especial las más penetrantes tales como los rayos gamma o los equis.

Y poco más es lo que pudieron saber tanto la comunidad científica internacional como el gran público ya que, huelga decirlo, el gobierno norteamericano, reteniendo celosamente la información recopilada por la NASA, ejerció un control férreo -muchos lo tildaron de censura- sobre los datos remitidos por el Inquirer, autorizando la difusión tan sólo de aquéllos que fueron considerados inocuos al tiempo que se reservaba el resto, protegido bajo todas los posibles medidas de confidencialidad. Al fin y al cabo la sonda era suya, alegaron ante las protestas que surgieron por su secretismo, y no era lo mismo compartir libremente las fotografías de un yerto asteroide acribillado de cráteres, que hacerlo con la información obtenida de un artefacto alienígena de posible interés militar.

Así pues, pese a las protestas unánimes de los científicos y las más moderadas de los gobiernos amigos -a los que no lo eran no se les hizo el menor caso-, el gobierno norteamericano calificó como secreto de estado casi todo lo relativo a la gigantesca astronave. En cuanto al pueblo llano -incluyendo al norteamericano-, que tan interesado se había mostrado al principio... bien, pronto encontró otras fuentes de entretenimiento con las que distraerse.

Ahora bien, a pesar de que el Inquirer realizó su misión de forma totalmente satisfactoria, llegó un momento en el que, una vez escudriñado hasta el último centímetro cuadrado de La Zanahoria, se planteó con toda su crudeza un nuevo problema. Puesto que la sonda no tenía acceso al interior de la astronave, ni sus instrumentos eran capaces de atravesar el férreo casco, de poco servía saber que ésta estaba allí si no se podían aprovechar los tesoros tecnológicos que sin duda ésta albergaba.

La opción más inmediata, más acorde con la ciencia ficción que al alcance de la capacidad tecnológica real no ya de los Estados Unidos, sino de la totalidad del planeta, era la de mandar una expedición tripulada que pudiera introducirse en su interior y explorarla, pero ¿quién le ponía el cascabel al gato? El gran público, por lo general, no era consciente de la magnitud de las distancias cósmicas, y fueron muchos los que no entendieron que si el hombre había sido capaz de llegar a la Luna hacía ya varias décadas, incluso con una tecnología muy inferior a la actual, ahora no se hiciera lo propio yendo un poco más allá.

Hubo, pues, que explicarles que La Zanahoria no estaba un poco más allá sino alrededor de mil veces más lejos que la Luna, y que si bien había sido posible llegar a casi cualquier rincón del Sistema Solar, incluso a algunos mucho más alejados, con sondas automáticas, la principal limitación para los vuelos tripulados era el que resultaba ser eslabón más débil de la cadena, el hombre.

Una misión Apolo venía a durar, desde el despegue del gigantesco cohete Saturno V hasta que la cápsula ocupada por los astronautas era recuperada en el mar, poco más de una semana. Y aunque estas cápsulas eran diminutas y su capacidad de carga muy limitada, fue posible transportar en ellas todo el avituallamiento necesario -alimentos, agua y oxígeno- para mantener con vida a los tres astronautas que constituían la tripulación.

Viajar a otros lugares del Sistema Solar era ya algo muy diferente. Se calculaba que una misión a Marte tendría una duración de al menos dos años contando los dos viajes, de ida y de vuelta, y la estancia de los astronautas allí, por lo que la cantidad de víveres y suministros necesarios para la tripulación requeriría un volumen de almacenamiento y una complejidad logística de tal magnitud que convertía en poco menos que inviable el proyecto, por mucho que algunos iluminados hubieran llegado a proponer un viaje tan sólo de ida, sin retorno, al Planeta Rojo. Eso sin contar, claro está, con que una sonda automática de última generación podía realizar su trabajo con igual o mejor efectividad que una tripulación humana, sin tener que preocuparse por la vuelta a la Tierra ni de los posibles efectos de una exposición prolongada de los astronautas a la ingravidez y a la radiación cósmica.

Y por si fuera poco, La Zanahoria estaba a casi al doble de distancia que Marte, lo que todavía complicaba más la organización de una hipotética misión espacial tripulada.

Pero los astronautas de la Estación Espacial Internacional, e incluso los de sus toscas predecesoras, habían permanecido en ellas durante unos períodos de tiempo relativamente largos, objetaban los ignaros... lo que obligó a los científicos a explicar que la EEI orbitaba a apenas cuatrocientos kilómetros de altura sobre la Tierra, lo cual permitía enviar suministros de forma periódica a sus ocupantes... cosa que no sería posible hacer con una nave tripulada que se dirigiera a un lugar tan remoto como el Cinturón de Asteroides, en cuyo interior orbitaba La Zanahoria. Simplemente estaba fuera del alcance de la tecnología actual, máxime teniendo en cuenta que, dada la magnitud del objetivo, no bastaría con enviar a dos o tres astronautas profesionales especialmente entrenados, sino que sería preciso contar con un nutrido equipo multidisciplinar capaz de desentrañar los secretos de la enigmática astronave.

Hubo asimismo quien, mejor informado que los lectores de las secciones científicas de los periódicos, propuso como posible alternativa enviar varios vehículos automáticos equipados con unos motores lo suficientemente potentes para arrancar al pecio de su órbita, acercándolo lo necesario para poder ser abordado desde la Tierra. La idea, en principio, no parecía mala, pero los ingenieros no tardaron en enfriar el entusiasmo.

Ya desde un principio las mediciones del Inquirer habían permitido determinar que La Zanahoria estaba hueca, pudiéndose calcular su masa con la suficiente precisión. Ésta resultó ser de unas ciento cincuenta mil toneladas, aproximadamente vez y media de la de un portaaviones nuclear norteamericano de la clase Nimitz, de tamaño similar... lo cual, aunque pudiera no parecer demasiado flotando en el mar, de hecho había buques mercantes mucho mayores, revestía un inconveniente insalvable al tenerlo que mover allá arriba.

El problema estribaba en la gran desproporción existente entre la masa puesta en órbita y la masa de combustible necesaria para conseguirlo. Para enviar a la Luna la cápsula Apolo y el módulo lunar, con un peso conjunto de algo más de siete toneladas, fue necesario construir los gigantescos cohetes Saturno V, con más de 110 metros de altura -casi la tercera parte de la longitud de La Zanahoria- y una masa total de casi tres mil toneladas... y se hubieran necesitado varios cohetes de potencia similar puestos en el espacio y repletos de combustible, lo que multiplicaba astronómicamente el esfuerzo necesario para conseguirlo.

Porque no se trataba de alcanzar una órbita baja, tal como hacían los antiguos transbordadores espaciales, sino de escapar de la atracción gravitatoria terrestre, algo que requería mucha más energía y, por lo tanto, mucho más combustible. Así pues, hacer llegar hasta la nave alienígena los motores necesarios para moverla de una forma controlada excedía con creces la capacidad tecnológica conjunta de todos los países de la Tierra, a no ser que éstos se fueran ensamblando en órbita y, asimismo, se lanzara por separado todo el combustible necesario, lo cual supondría en cualquier caso un esfuerzo titánico.

No acababan ahí las objeciones. Aunque finalmente se consiguiera lanzar los cohetes y éstos pudieran ser ensamblados al casco de La Zanahoria, los ingenieros advertían que jamás se había intentado mover en el espacio un objeto de esa envergadura y que, aunque se habían hecho simulaciones, tampoco se conocía con la suficiente precisión sus condiciones de navegabilidad, por lo cual se corría el riesgo de que se acabara estrellando contra la Luna -se había propuesto, como medida de precaución, ponerla en órbita lunar en vez de hacerlo en torno a nuestro planeta- o perdiéndose en las profundidades del espacio.

Apremiado por la necesidad y desbordado por la magnitud del problema, el gobierno de los Estados Unidos ofreció al resto de las potencias espaciales: Rusia, Europa e incluso China, la posibilidad de unirse en la tarea común de desentrañar los misterios de la nave alienígena, bajo la solemne promesa de que toda cuanta información se obtuviera sería compartida con los demás países y utilizada tan sólo con fines pacíficos y en beneficio de la humanidad. Asimismo, invitaba a la comunidad científica internacional a proponer cualquier idea que se estimara que pudiera ser útil, por muy disparatada que hubiera podido parecer. La humanidad se enfrentaba a uno de los más importantes retos de su historia, alegaban sus responsables, y debería hacer todo lo posible, siempre unida, para superarlo aun cuando fuera necesario volcar en ello el esfuerzo conjunto de varias generaciones.

Y la humanidad respondió a la llamada, aunque nadie supiera todavía cómo poder abordar a tan esquiva presa.




En las remotas regiones de la Nube de Oort, allá por los tenebrosos confines del Sistema Solar, orbitaba uno de tantos cuerpos helados que sembraban la zona. Innominado y aun desconocido para los astrónomos terrestres, con sus poco más de quince kilómetros de tamaño no pasaba de ser un pigmeo en un lugar en el que era frecuente encontrar astros de centenares, e incluso de miles de kilómetros de diámetro.

Pero este minúsculo asteroide era muy especial. En su interior, parcialmente hueco, tenían cobijo los tres alienígenas -uno por cada uno de los tres sexos activos de su raza- que constituían su única tripulación... porque en realidad se trataba de una nave espacial llegada desde un sistema planetario situado a varios centenares de años luz de la Tierra.

Su misión, camuflado entre los miles de cuerpos yermos que constituían los arrabales del Sistema Solar, era la de estudiar la evolución de la única especie inteligente que poblaba el también único planeta habitable del sistema, tutelándola e incentivándola en lo posible pero siempre sin intervenir de forma directa y, en su caso, encauzándola de forma suave y discreta para que, una vez superado el listón, pudiera incorporarse a la gran hermandad galáctica de la que formaban parte todas las razas civilizadas de la galaxia.

Hacía milenios que el pueblo que habitaba en el sistema de procedencia de la nave-asteroide llevaba vigilando pacientemente la evolución de la humanidad, dado que le había sido encargada la tarea de ejercer de mentor de esta todavía joven raza; y sus rectores estimaban que todavía deberían pasar bastantes años más antes de que el hombre alcanzara la madurez suficiente como para poder ser tratado de igual a igual; pero se trataba de una raza muy antigua para la que la prisa no figuraba entre sus prioridades.

Desde ese momento, una nave de los Vigilantes, tal como gustaban denominarse, se había mantenido discretamente apostada en los confines del Sistema Solar mientras sus sofisticadas sondas vigilaban de cerca a nuestro planeta. Estas naves se relevaban periódicamente, de modo que la actual llevaba ya varios siglos anclada en su órbita, un período de tiempo nada excepcional para unos seres longevos, por más que durante ese período de tiempo la humanidad hubiera avanzado, aunque no siempre en el camino correcto, con una rapidez que tenía fascinados a sus visitantes.

Mientras tanto, seguían estudiándonos.

En una de las oquedades de la confortable nave-asteroide, utilizada por sus tripulantes como sala de descanso, dos de ellos dialogaban.

-Al parecer han mordido el anzuelo -decía A a B. Por supuesto no empleaban estas expresiones coloquiales inexistentes en su idioma, y de hecho ni tan siquiera hablaban tal como lo entendemos los humanos; pero permitámonos esta licencia narrativa para entender mejor el sentido de su conversación.

-Sí, están como locos detrás del señuelo -respondió B relajándose en su alveolo. Pero les va a resultar extremadamente difícil llegar hasta él con los medios tecnológicos de los que disponen.

-¡Bah! O mucho me equivoco, o no tardarán demasiado en resolver el problema; esta raza avanza con una endiablada rapidez. Recuerda el precario nivel científico y técnico que tenían cuando llegamos aquí para relevar a nuestros compañeros, y compáralo con el que han alcanzado en apenas un puñado de generaciones... de las suyas, porque además cuentan con el inconveniente de la brevedad de sus vidas.

-Sí, pero también hay que tener en cuenta sus instintos autodestructivos -objetó B-. Si toda la energía que han invertido a lo largo de su historia en sus conflictos internos la hubieran volcado en el progreso de su especie, a saber donde estarían ahora. Eso sin contar con los periódicos colapsos de sus culturas más avanzadas que les han hecho retroceder una y otra vez.

-Bueno, puede que esto forme parte de su dinámica evolutiva... -especuló A- aunque en general su tendencia ha sido ascendente. Al fin y al cabo no hay dos razas iguales, y cada una tiene sus propios parámetros diferentes de los de las demás; aunque sí es cierto -reconoció- que ésta ha resultado ser extremadamente peculiar, tanto para lo bueno como para lo malo. Por esta razón es por lo que el coordinador del sector decidió recurrir al señuelo.

-Lo que no entiendo es que un artilugio tan burdo haya podido engañarlos de esta manera -terció el recién llegado C tras oír el final de la conversación de sus dos compañeros-. Nadie en la galaxia utilizaría nada remotamente similar, ni tan siquiera para viajar al sistema estelar vecino...

-Eso tiene su razón de ser -respondió A-. Si hubiéramos enviado una nave real, o una maqueta que la imitara, con toda probabilidad los habitantes del planeta no la hubieran llegado a identificar, tomándola por un asteroide natural. La única manera de llamar su atención era con un reclamo que ellos fueran capaces de reconocer, razón por la que se construyó un artilugio relativamente similar a los que ellos utilizan, sólo que a una escala mucho mayor para que quedara claro que se trataba de una tecnología ajena a su mundo... lo cual no deja de ser cierto -remachó, con el equivalente para su raza de una sonrisa cómplice.

Y viendo que sus compañeros seguían dubitativos, continuó:

De lo que se trataba era, precisamente, de enfrentarlos a un reto lo suficientemente atractivo como para incitarlos de una manera irreprimible, a la vez que también lo suficientemente fuera de su alcance como para estimular su inventiva. Éste era precisamente el resultado que se buscaba, forzarles a aguzar el ingenio sin necesidad de tener que intervenir de una forma directa, de modo que acabaran desarrollando por sí mismos unos avances tecnológicos que les permitan cobrar la presa.

-Pero C tiene razón -repuso B-. De poco servirá este plan si los nativos siguen aferrados a una tecnología arcaica que, como mucho, les permitiría alcanzar de forma trabajosa los principales astros de su sistema, pero que jamás les servirá para dar el salto fuera de éste. Eso si contar con que, suponiendo que consigan llegar con sus toscos medios hasta nuestro cebo, lo único que descubrirán es que se trata de un simple cascarón vacío.

-¿Y te parece poco? La frustración les servirá probablemente de acicate, y además sólo con eso ya habrán conseguido un avance científico y tecnológico nada desdeñable, que es de lo que se trataba. Y sí, ciertamente habrá sido en una dirección equivocada tal como apunta C, pero que no obstante les rendirá sus beneficios... y no pocos. Aparte de que esto les abrirá las puertas de la colonización de su sistema estelar, aunque sea con unos vehículos toscos y lentos, lo más importante de todo será que este esfuerzo común servirá para unirlos de manera irreversible acabándose así sus seculares rencillas que tanto perjuicio les han causado. Una vez consolidada su sociedad y puesta a salvo de las posibles perturbaciones que tan dañinas les resultaron en su pasado, tiempo tendrán a partir de entonces para desarrollar sus conocimientos por el camino correcto. Tarde o temprano alguien descubrirá la transmutación másica controlada, y otro pensará en utilizar esta fuente inagotable de energía para desplazar asteroides previamente ahuecados y acondicionados como astronaves. Por último, descubrirán también la forma de desplazarse por las estrellas sin necesidad de convertir las travesías en viajes interminables por el espacio real. Y será entonces cuando les daremos la bienvenida -profetizó.

-Me gustaría que esto ocurriera durante nuestro período de servicio -apuntó C, perteneciente al sexo más similar al femenino, con entusiasmo-. No todos los Vigilantes pueden presumir de haber protagonizado un contacto.

-Y a mí -añadió A-. Y por supuesto, también a B -. Pero esto no dependerá de nosotros, sino del ritmo con el que evolucionen estos seres a partir de ahora. Y si no somos nosotros, serán quienes nos releven; en definitiva, este detalle es el menos importante.

Y siguieron hablando de sus cosas, muchas de ellas incomprensibles para la mente humana. Mientras tanto, en la Tierra, comenzaba a prepararse la Operación Hipólita, tal como había sido bautizado el viaje al Cinturón de Asteroides por analogía con el noveno trabajo de Hércules, gracias al cual este semidios había conquistado el cinturón mágico de la reina de las amazonas. Pocos en nuestro planeta dudaban de que tarde o temprano esta meta se conseguiría, y pocos eran también quienes no estaban convencidos de que éste sería el primer paso hacia las lejanas y fascinantes estrellas.


Publicado el 26-1-2016 en Alfa Erídani