No hay enemigo pequeño



Tradicionalmente, los autores de ciencia ficción popular, pulp o de serie B -o Z-, llámese como se prefiera, habían venido pintando a los extraterrestres con todos los pelajes posibles surgidos de su fértil imaginación, aunque por lo general éstos solían inspirar una repulsión innata -al fin y al cabo solían ser los malos oficiales- y asimismo, muy frecuentemente, acostumbraban a ser versiones corregidas y aumentados, en especial en lo referente a su tamaño, siempre igual o superior al humano, de los diferentes bichos de la fauna terrestre: pulpos, insectos, arañas u otros animalitos por el estilo.

Claro está que luego llegaban los aguafiestas de los científicos y de un plumazo iban y se cargaban todo cuanto de atractivo tenían éstos alienígenas, negándoles cualquier posibilidad, aun remota, de existencia real; y lo peor de todo, era que los muy puñeteros recurrían a argumentos tan irrebatibles como detestables para cualquier friki que se preciara de serlo.

Así, por ejemplo, negaban rotundamente que pudiera haber insectos o arácnidos no ya de tamaño similar al humano, sino ni tan siquiera superior al de los mayores ejemplares vivos de ambas clases de artrópodos, es decir, a lo sumo dos o tres decenas de centímetros, y eso sólo en ambientes tropicales, lo cual no se puede decir que sea demasiado.

¿Por qué razón tenía que ser forzosamente así? Bien, argumentaban ellos, todo se debía a que los sistemas respiratorio y circulatorio de estos animalitos no lo permitía, ya que en su sencillez estaban diseñados para ser funcionales tan sólo en organismos de pequeño tamaño, resultando inviables para animales de envergadura mayor. Sí, era cierto que sus parientes acuáticos, es decir, los crustáceos, podían alcanzar tallas bastante más considerables, sólo había que ver la hermosura de las langostas o los centollos, pero eso se debía a que, por vivir en el seno del agua, su sistema respiratorio basado en unas branquias era diferente, como diferentes eran los de los peces y los mamíferos. Y en cualquier caso, añadían, tampoco se había llegado a ver nunca gambas de dos metros de largo.

Por si fuera poco, ni siquiera acababan ahí los jarros de agua fría. El sistema nervioso de los insectos, o de los invertebrados en general, añadían los eruditos, era extremadamente simple y sencillo, sin tener nada que ver con los sofisticados cerebros de los animales superiores ni, mucho menos aún, con el humano. Así pues, de insectos gigantes e inteligentes capaces de disputarnos la hegemonía galáctica, nada de nada.

Bien, porfiaban los tenaces frikis, ¿por qué razón no podrían haber evolucionado, en algún remoto lugar del universo, unos seres insectoides provistos de pulmones -y por ende, sin excusa ya para alcanzar un tamaño equivalente al nuestro- y de cerebro? Pues porque entonces ya no serían insectos, sino algo completamente diferente sin parangón alguno con la zoología terrestres, respondían impertérritos los adustos hombres de ciencia.

Claro está que nada hay equiparable al fervor del auténtico friki, y mal haría cualquiera en subestimarlo. Era evidente que en Venus no existían selvas tropicales pobladas de gigantescos dinosaurios; Marte no era en modo alguno el astro moribundo surcado de canales y poblado por bellas princesas acostumbradas a enamorarse de gallardos aventureros terrestres; nadie en sus cabales admitiría la posibilidad de existencia de planetas errantes, con malévolo emperador incluido, dando tumbos por ahí; tampoco podía haber superhombres invulnerables capaces de volar o de realizar mil proezas inaccesibles a los mortales corrientes, y ni tan siquiera el humilde cinturón de asteroides podía ser presentado como una barrera infranqueable tras la cual se agazapaban los enemigos mortales de la humanidad. Y sin embargo, no por ello a ningún aficionado digno de tal nombre se le ocurriría descalificar a todas aquellas obras de ciencia ficción -novelas, relatos, cómics o películas- que incurrían en semejantes herejías, al igual que tampoco existía el equivalente a una hipotética inquisición científica responsable de perseguir tamaños desafueros.

Así pues, los frikis se negaban en redondo a renunciar a sus queridos insectos y/o arácnidos -el resto de los artrópodos, como los cangrejos o los ciempiés, jamás llegaron a gozar de semejante popularidad, vete a saber por qué- de sus buenos dos o tres metros de envergadura, por supuesto taimados e imbuidos de aviesas intenciones hacia los humanos y, preferiblemente, también antropófagos, que eso siempre viste mucho. Y por supuesto, los científicos siguieron castigándolos con el más olímpico de los desprecios, al tiempo que a los escritores y los lectores más exigentes, que haberlos haylos como las meigas gallegas, atrapados como estaban entre dos fuegos, tan sólo les quedaba el recurso de lamentarse por la manía de la gente ajena de considerar al género como algo carente por completo del más mínimo rigor, así como también por la de los frikis de considerarse casi como pertenecientes a una exclusiva secta. Y todos quedaban contentos, o descontentos, según como se mire.

Lo que nadie, ni siquiera el friki más furibundo, podía llegar a sospechar, era que efectivamente una raza de insectos inteligentes, procedentes de las profundidades del espacio, llegaría hasta el Sistema Solar con la sana intención de expulsar a la humanidad de su patria secular con objeto de poder volcar en ella sus ingentes excedentes de población... vamos, exactamente igual que lo descrito en cualquiera de las denostadas películas de serie B que aterrorizaron a varias generaciones de niños antes de sucumbir ante las nuevas modas de Hollywood.

Por desgracia en esta ocasión no habría un final feliz, ya que las astronaves invasores, dotadas de una tecnología infinitamente superior a la terrestre, desbarataron a nuestras fuerzas armadas con una facilidad insultante, al tiempo que la civilización se desmoronaba a pasos acelerados sin que nadie fuera capaz de evitar la catástrofe. En lo que respecta a los ahora atribulados hombres de ciencia, éstos se rasgaron tardíamente las vestiduras intentando comprender las razones de su garrafal error, lamentándose por no haber caído en la cuenta de algo tan evidente.

Ciertamente los insectos invasores eran inteligentes, mucho más que los humanos a juzgar por los resultados de la confrontación entre ambas razas, aunque todavía era motivo de discusión, bizantina a todas luces, si se trataba de inteligencias individuales similares a las nuestras o si, por el contrario, nos encontrábamos frente a un caso extremo de inteligencia comunal al estilo de los hormigueros o las colmenas, terrestres, lo cual, a la hora de la verdad, poco importaba.

Lo que sí estaba claro era que los invasores carecían de pulmones, siendo su sistema respiratorio similar en todo al de los familiares insectos terrestres; algo que por otro lado no les suponía el menor menoscabo, puesto que su talla media no era superior a la de un vulgar saltamontes, lo que no había impedido que sus ágiles astronaves de apenas dos metros de eslora, o sus mortíferos aviones de veinte centímetros de envergadura dieran buena cuenta de los orgullosos navíos de guerra o los poderosos aviones terrestres, miles de veces mayores que éstos, que torpemente salieron a hacerles frente.

Eso sí, no eran antropófagos. ¿Para qué iban a querer tamañas montañas de carne cuando tenían a su disposición miles de millones de sabrosas presas de su mismo tamaño? En realidad tan sólo les interesaban los insectos terrestres, no los animales mal llamados superiores que tan sólo les suponían un estorbo al ser una desagradable plaga que competía con ellos por los recursos naturales del planeta. Por esta razón, y movidos por un pragmatismo digno del mejor encomio, iniciaron una sistemática campaña de exterminio de cualquier tipo de vertebrado, incluyendo claro está a los humanos,

Así pues, tras desbaratar nuestras estructuras sociales se dedicaron a perseguirnos como si de alimañas se tratara, matándonos e incinerándonos de forma inmediata con sus invencibles rayos ígneos para evitar posibles problemas de putrefacción. Así de sencillo. De esta manera, mientras la civilización colapsaba y los cada vez más escasos y embrutecidos supervivientes de la estirpe humana bastante tenían con luchar día a día por evitar su exterminio, los alienígenas invasores encontraron en la Tierra su particular paraíso; que dejaran de compartirlo con nosotros, sería tan sólo cuestión de tiempo.


Publicado el 5-8-2008 en Libro Andrómeda