Contacto fallido



-¿Querría alguien hacer el favor de explicarme qué demonios está pasando aquí?

El coronel Boogley se encontraba de pésimo humor, por más que éste fuera comprensible; a nadie le agrada que le interrumpan sus vacaciones sacándolo sin contemplaciones de la cama en un hotel de Kenia a mitad de la madrugada para, sin darle siquiera tiempo a vestirse, trasladarlo en helicóptero hasta el aeropuerto de Nairobi y embarcarlo en un avión militar que aguardaba con los motores encendidos para conducirlo finalmente, en un vuelo directo y sin escalas, hasta una base secreta situada en algún lugar del desierto de Nevada... en estas circunstancias cualquiera en su sano juicio habría corrido el riesgo de perder los estribos, y todavía más de haberse visto privado de una agradable compañía femenina.

Aunque en el avión, mejor o peor, había podido asearse, los varios litros de café ingeridos no habían sido capaces de disimular sus llamativas ojeras. De hecho el coronel se caía literalmente de sueño, ya que a la noche en blanco (y no sólo con posterioridad a la llegada de sus captores) había que sumar el brutal cambio horario acumulado durante su frenético viaje. Y por si fuera poco, el uniforme que le habían prestado le quedaba incómodamente estrecho...

El coronel Boogley era uno de los dos jefes militares responsables del programa Big Ear, un proyecto secreto que el gobierno de los Estados Unidos había encomendado al Ejército, cuyo objetivo era el de intentar entrar en contacto con inteligencias extraterrestres... algo así como los proyectos Ozma y SETI, pero en militar; mientras los civiles se entretenían jugando con los radiotelescopios, ellos trabajaban en secreto aprovechando el anonimato que les garantizaba la duplicidad de funciones. Que los científicos chuparan toda la cámara que quisieran si esto les permitía a ellos trabajar sin testigos molestos; y así, todos contentos.

Aprovechando la llegada de su colega el coronel O’Harty, Boogley había solicitado un permiso que, contra todo pronóstico, le había sido concedido, lo cual aprovechó para poner tierra por medio -literalmente varios miles de kilómetros- antes de que sus superiores tuvieran ocasión de arrepentirse.

Y no se arrepintieron, para sorpresa suya; pero tan sólo un par de semanas más tarde, cuando apenas había comenzado a saborear las mieles de sus bien merecidas vacaciones, al imbécil de O’Harty le había dado por quitarse de en medio justo en el momento en el que había estallado la crisis... y de poco le había valido perderse en el otro hemisferio, puesto que hasta allí habían ido a buscarlo para que lo sustituyese. En honor a la verdad había que reconocer que O’Harty convalecía en el hospital recuperándose de un infarto de miocardio, pero también había sido casualidad... y si ese imbécil no fumara y bebiera como un cosaco, a lo mejor podía haber evitado el arrechucho y él habría seguido retozando tranquilamente en su refugio africano.

Por si fuera poco, durante el viaje no había conseguido que ninguno de sus cancerberos le informara con detalle de las circunstancias de lo ocurrido en la base, desconocía si por ignorancia u obedeciendo a órdenes estrictas, aunque barruntaba que la movida debía de ser bastante fuerte como para provocar tamaño zipizape en vez de recurrir a su segundo el mayor Gómez, lo cual hubiera resultado mucho más sencillo. “Lo siento, mi coronel, tan sólo nos han dicho que lo trajéramos a la base lo antes posible”. -había sido la invariable respuesta- “Ya le informarán cuando lleguemos allí”.

Bien, ya estaba allí, y con un humor de perros. En la base se respiraba un tenso nerviosismo, pero todos rehusaron responderle amparándose en que sería Gómez quien lo hiciera... y el puñetero mayor no aparecía.

Estaba Boogley a punto de comerse el tercer lápiz, cuando finalmente apareció su enjuto subordinado. Éste, tras disculparse por la tardanza alegando que la base se había convertido en una jaula de grillos y que había tenido que estar dando vueltas sin parar de un lado para otro, se avino a ponerle en antecedentes de todo lo ocurrido.

-Contactamos, mi coronel. -fue su escueta explicación.

-¿Cuándo? -la curiosidad tuvo la virtud de apaciguar la irritación de Boogley.

-Justo después de irse usted. Un satélite detectó una señal que no parecía ser natural, y los programas de decodificación lo confirmaron.

-¿Extrasolar? -Boogley ya no se acordaba ni de Kenia ni de sus truncadas vacaciones.

-No. La fuente de la señal se desplazaba con bastante rapidez, lo que nos permitió determinar que se encontraba muy cerca, a una distancia inferior a la de la órbita de Marte aunque muy por encima del plano de la eclíptica. Su trayectoria le habría hecho pasar de largo en apenas un par de días, por lo que el coronel O’Harty ordenó que se pusiera en marcha el protocolo de iniciación de un contacto.

-Bien. -gruñó Boogley, sintiendo cómo una punzada de envidia le atenazaba el corazón; a él le habría gustado figurar en los libros de historia como el primer humano que había establecido contacto con una civilización extraterrestre, pero al fin y al cabo, se dijo, su rival yacía en el hospital y era él quien en esos momentos se encontraba al frente del programa- ¿Y luego?

-En un principio, todo marchó según lo previsto. -explicó el mayor retorciéndose nerviosamente las manos- Enviamos primero unas secuencias de números primos y potencias de los mismos, luego pasamos a fórmulas geométricas sencillas como el teorema de Pitágoras, y a continuación seguimos con formulaciones algebraicas más complejas...

-Abrevie, Gómez, -le interrumpió con brusquedad- no tenemos todo el día, y además conozco de sobra estos protocolos como para que me los recuerde. Vaya al grano.

-Está bien. -suspiró éste- El caso es que los visitantes respondieron y modificaron su rumbo, dirigiéndose hacia uno de los puntos de Lagrange de la órbita lunar, el L4 concretamente, donde se anclaron. La comunicación siguió más o menos las pautas esperadas, aunque tuvimos ciertos problemas antes de descubrir que los alienígenas no usaban el sistema decimal, sino el duodecimal...

-Tendrán seis dedos en cada mano. -rezongó el coronel- ¿Qué más?

-Los mensajes intercambiados fueron volviéndose cada vez más complejos aunque, claro está, todavía nos faltaba mucho para poder llegar a mantener una auténtica conversación.

-¿Mandaron imágenes? -le volvió a interrumpir.

-Pensamos que sí, pero los técnicos todavía están tratando de descodificarlas; al parecer los extraterrestres emplean unos sistemas de emisión completamente incompatibles con los nuestros. Pero al final...

-¿Al final qué? -Boogley tenía que reprimir los deseos de estrangular a su cachazudo lugarteniente.

-El coronel O’Harty estaba cada vez más impaciente. Ordenó que se emitieran los vídeos que habían preparado los exopsicólogos con la esperanza de que fueran ellos quienes aprendieran nuestra técnica y nos enviaran a su vez los suyos ya en un formato compatible con el nuestro, pero aparentemente no dio resultado. Los aliens seguían enviándonos unos galimatías ininteligibles que volvían locos a nuestros muchachos, y ni siquiera teníamos la seguridad de que nuestros propios mensajes fueran entendidos por ellos. Y entonces....

-¿Entonces, qué? ¡Continúe, Gómez, no se quede callado como un pasmarote! -explotó Boogley al ver que el mayor había enmudecido de repente.

-Entonces fue cuando sobrevino la catástrofe. El coronel decía que los vídeos que les habíamos mandado eran unas... -titubeó- mariconadas que no servían para nada, así que decidió saltarse los protocolos mandando otros que él consideraba más adecuados.

-¿No me irá a decir que les mandaron películas porno o algo similar? -se alarmó el coronel.

-Ojalá hubiera sido eso. -suspiró el mayor- No, la idea en principio parecía buena; se trataba de recurrir al medio de comunicación más abstracto, y por ello más universal, de todos, la música. El coronel opinaba que podría ser de utilidad enviarle, en lugar de esos absurdos vídeos matemáticos que ninguno de nosotros entendía, una serie de grabaciones musicales, a ser posible acompañadas de imágenes relajantes. capaces de transmitir sentimientos, o ideas, sin tropezar con la barrera del idioma. Así pues, se reunió con sus asesores civiles -el tono despectivo en que lo pronunció Gómez resultó más que evidente- y les preguntó acerca de los títulos que podrían resultar más adecuados.

-No me parece una mala idea. -apuntó Boogley sin darse cuenta de que estaba repitiendo las mismas palabras de su interlocutor- ¿Qué eligieron?

-¡Oh, era un buen surtido de obras de música clásica, aunque no sabría decirle con exactitud sus títulos ya que a mí ese tipo de música nunca me ha gustado, en realidad me aburre... creo que había cosas de Beethoven, de Bach, de Mozart y de otros compositores de nombres raros que no recuerdo. Una vez hecha la lista, el coronel O’Harty mandó a los chicos que las buscaran, y también que eligieran vídeos relajantes para acompañarlas, ya sabe usted, atardeceres en el mar, montañas nevadas y cosas por el estilo.

-No veo que tuviera nada de malo. -insistió el coronel- De haber estado en su lugar, yo seguramente habría hecho lo propio. -remachó, silenciando que su cultura musical era, en lo referente a la música clásica, todavía inferior a la de su subordinado.

-No, no lo tenía, y todo el mundo estuvo de acuerdo con su iniciativa. El problema surgió cuando, tras rebuscar por toda la base, no fue posible encontrar la mayor parte de las piezas elegidas, y eso a pesar de que, según decían esos cabezas cuadradas, se trataba de obras muy conocidas.

-Bueno, con encargarlas...

-¿A dónde? ¿Olvida usted que estamos en una base secreta? No podíamos coger a un ordenanza y enviarlo a la ciudad más cercana a comprar los discos, y si las pedíamos por vía oficial se retrasarían demasiado y, probablemente, los chupatintas de allá arriba se empeñarían en hacernos preguntas... y si algo no nos interesaba era dar explicaciones, dado que el coronel O’Harty planeaba saltarse los protocolos establecidos.

-Entonces, ¿qué se hizo?

-El coronel montó en cólera, y ordenó a sus ayudantes que se las apañaran como pudieran, pero que quería esas grabaciones listas para ser emitidas en veinticuatro horas, justo cuando los visitantes se encontraran en la posición más favorable sobre el firmamento. Así pues, los chicos se pusieron a buscar a toda prisa a alguien que pudiera bajarlas de internet.

-¿Lo encontraron?

-Lamentablemente, sí. Teniendo en cuenta las severas restricciones de acceso a internet que están implantadas en la base, era de esperar que nadie se atreviera a reconocer que se conectaba a la red de forma clandestina, pese a que era vox populi que esto ocurría. Hubo que garantizar que no sólo no se tomarían represalias sino que, por el contrario, se premiaría a quien accediera a hacerlo, y aun así costó mucho trabajo conseguir un voluntario... en mala hora. -rezongó Gómez.

-¿Quién fue? -preguntó Boogley en tono severo.

-¿Quién iba a ser? El degenerado de MacMillan, ¿quién si no? Por cierto, no tendrá que molestarse usted en arrestarlo, ya me encargué yo de mandarlo al calabozo.

-Ese MacMillan... ¿no será el tipo que tenía montada una timba clandestina en los dormitorios de la tropa?

-El mismo. También hacía apuestas ilegales por internet, incluso parece ser, aunque no lo hemos podido demostrar todavía, que traficaba con bebidas alcohólicas que a saber de donde las sacaba. Un buen elemento, pero le necesitábamos, y él lo sabía. Le preguntaron si sería capaz de bajarse de internet las obras musicales de la lista que le proporcionaron, y aseguró que no tendría ningún problema en hacerlo. Así pues, le pusieron delante de un ordenador conectado a internet, le dejaron que instalara en él los programas que necesitaba para entrar en las redes de intercambio de ficheros sin preguntarle por qué estaban en su poder, y le dejaron solo rogándole que se diera la mayor prisa posible.

-¿Bajó la música?

-Eso nos hizo creer, el muy sinvergüenza. Luego supimos que todo ese tiempo se dedicó a trapichear en portales de juego y a visitar páginas pornográficas; por cierto, nos dejó el disco duro completamente infectado de virus y gusanos informáticos, a saberen qué sitios se debió de meter.

-Bien, la verdad es que, si hacemos abstracción de la cuestión disciplinaria, no acabo de ver donde estribaba el problema; -objetó Boogley- Si no pudieron mandar las grabaciones musicales, habría bastado con olvidarse de ello y seguir adelante con el protocolo establecido...

-El problema fue que MacMillan sí nos pasó un disco grabado haciéndonos creer que se trataba de la música que le habíamos pedido; cuando vio que se le acababa el tiempo que le habían asignado, al muy golfo sólo se le ocurrió echar mano de lo primero que encontró, sin saber siquiera lo que nos daba. -explicó Gómez con un hilo de voz- Y el coronel O’Harty estaba tan nervioso, que a ninguno de sus ayudantes se le ocurrió comprobar antes su contenido; los muy cretinos, que por cierto están haciendo compañía a MacMillan en el calabozo, se limitaron a copiarlo en el ordenador y enviarlo por radio hasta el punto L4 junto con las imágenes de vídeo que ya tenían preparadas.

-¿Y qué pasó?

-Pues que, para sorpresa de todos, a las pocas horas de haberlo enviado los alienígenas dejaron de emitir sin ningún tipo de advertencia previa; simplemente enmudecieron por completo, y todo parece indicar que se han debido de marchar por donde vinieron renunciando a contactar con nosotros.

-Gómez, haga el favor de decirme de una puñerera vez qué demonios había en ese disco. -ordenó el coronel, que había palidecido ostensiblemente.

-Pues nada menos que un completo surtido de las preferencias musicales del rata de MacMillan: rock duro, rap, música discotequera de lo más estridente... cuando los chicos lo pusieron en un reproductor, a duras penas logramos evitar salir corriendo.

Para sorpresa del atribulado mayor, su superior estalló en una estruendosa carcajada.

-¿De qué se ríe usted? -le reprochó- No creo que la situación sea precisamente para tomársela a broma; por culpa de un descerebrado rijoso hemos echado a perder una ocasión única que quizá no vuelva a repetirse ya; el corazón del coronel O’Harty no pudo resistirlo precisamente porque fue incapaz de asumir la magnitud del desastre, y sin embargo usted se lo toma a chacota...

-Discúlpeme, querido Gómez, nada más lejos de mi intención que burlarme de usted. -respondió al cabo Boogley conteniendo aún a duras penas los espasmos que le producía la risa. Y como vio que éste continuaba con el ceño fruncido, explicó- ¿Conoce usted la historia del conde Potemkin?

-No. ¿Quién era? El nombre suena a ruso...

-En efecto, era ruso, y fue el favorito de la emperatriz Catalina II allá por la segunda mitad del siglo XVIII, más o menos cuando Washington se convertía en el primer presidente de nuestro país. Una de sus múltiples hazañas consistió en levantar falsos pueblos construidos con decorados, algo así como los de las películas del oeste, al paso del séquito de la emperatriz en sus visitas por las distintas regiones de su reino, en un intento de camuflar la miseria en la que estaba sumido éste; dicen, incluso, que una vez que Catalina había pasado de largo, desmontaban a toda prisa los decorados para volverlos a montar en la siguiente etapa de su viaje. Todo un viejo zorro el amigo Potemkin, pero aunque ignoro si logró mantener su farsa hasta el final sin ser descubierto, lo que sí es cierto es que sus picardías no sirvieron de mucho a la hora de intentar evitar la imparable decadencia del imperio de los zares.

-Ya. Pero, ¿qué tiene que ver ese Potemkin con nuestro problema? -se amostazó el mayor, al que la historia nunca le había interesado gran cosa.

-Todo, querido Gómez, todo... y también es casualidad, mira por donde. Por culpa del cretino de MacMillan, de la impaciencia de O’Harty y de la negligencia de los técnicos, sin quererlo ni pretenderlo hemos mandado a nuestros visitantes un retrato de la humanidad probablemente mucho más fiel que el que mi colega, o incluso yo mismo de haber estado en su lugar, habríamos decidido mostrar. ¿No le parece divertido?

-En absoluto. -gruñó éste con gesto avinagrado- Se supone que cuando pretendemos algo lo más conveniente es dar la mejor impresión posible, a nadie se le ocurre ir a pedir trabajo hecho un desarrapado, ni se presenta a la primera cita con una chica borracho como una cuba... y no me negará que la imagen que hemos dado a los alienígenas no ha podido ser más penosa.

-Penosa... pero ajustada a las pautas de conducta de una mayoría de nuestra sociedad, nos guste o no. Tiene usted razón al decir que todos nosotros intentamos en muchas ocasiones, si no falsear la realidad, sí al menos maquillarla, sin que quede demasiado claro el límite en el que acaba la verdad y comienza la mentira... me temo que esto forma parte de la hipocresía social en la que todos nosotros, nos guste o no, estamos prisioneros; y, claro está, luego pasa lo que pasa en el momento en que, tarde o temprano, se descubre que no todo el monte es orégano. Por eso es por lo que estoy tan satisfecho como un crío chapoteando en un charco después de burlar la vigilancia de sus padres; porque, a pesar de todas nuestras mentirijillas, los visitantes han podido hacerse una idea cabal de como las gastamos. -concluyó Boogley con una sonrisa de oreja a oreja.

-Y gracias a esa idea cabal que a usted le satisface tanto, se han largado sin despedirse siquiera. -bufó Gómez- Quizá para no volver.

-¿Quién lo sabe? A lo mejor tan sólo nos han puesto en cuarentena al estimar que todavía estábamos verdes, y quizá vuelvan a intentarlo dentro de algunos siglos por si se diera la casualidad de que mientras tanto hubiéramos aprendido algo... en cualquier caso, no creo que sea algo que nos tenga que preocupar demasiado.

-¿Cómo que no tiene por qué preocuparnos? -se escandalizó el mayor- A saber qué harán ahora con el programa, usted sabe que había políticos empeñados en cancelarlo, y en cuanto se enteren de lo ocurrido van a disponer de la excusa perfecta para conseguirlo.

-Bueno, ¿y qué? -respondió el coronel con un ingenuo encogimiento de hombros- Lo peor que puede pasarnos es que nos trasladen a otro destino, y si he de serle sincero, yo ya estaba empezando a hartarme de aquí, encerrado como un topo y sin poder tener el menor contacto con el exterior. Eso sí, me gustaría que me permitieran concluir mis vacaciones africanas.

Y viendo que su subordinado seguía con cara de póker, insistió:

-¡Venga Gómez, tómese la vida con alegría, que parece usted un empleado de funeraria! ¿Le apetece un trago para celebrarlo? -preguntó al tiempo que abría con llave una gaveta de su escritorio y sacaba de ella una botella y un par de vasos- Le aseguro que este bourbon es excelente, no tiene nada que ver con el matarratas que vendía MacMillan; considérelo privilegios del cargo.


Publicado el 21-4-2007 en NM