División Equis





Con esta novela, número 25 de la primera edición, se completa el ciclo correspondiente a la segunda guerra entre la humanidad y los hombres de silicio por el dominio del planeta Redención. Han pasado ya cinco años desde la llegada de Valera al sistema solar de Redención, y a pesar del abrumador potencial bélico del autoplaneta sus tripulantes no consiguen doblegar a su tenaz enemigo. De hecho la contienda está estancada sin que ninguno de los dos bandos consiga avances significativos, y a causa del continuo desgaste en armas, astronaves y vidas comienza a cundir el desánimo entre los valeranos. Nadie ve un final rápido a una guerra que necesariamente ha de ser total y, si bien los humanos cuentan con el refugio del interior hueco de Solima, ni siquiera pueden estar seguros de que cediendo Redención a los hombres de silicio pudieran alcanzar la paz, puesto que éstos bien podrían atacar este último planeta una vez asentados definitivamente en Redención.

La situación se presenta pues sombría para los valeranos, deseosos de reconquistar Redención exterminando a los odiados seres de silicio, pero incapaces de hacerlo. Por fin surge el milagro. Un joven científico, el ingeniero Octavio Ferrer, propone a sus superiores un revolucionario plan capaz, de ser culminado con éxito, de dar un vuelco decisivo a la interminable contienda. Éstos le dan carta blanca para hacerlo, por lo cual se traslada a Ciudad Mecano, la estación fabril de Valera, y allí comienza la agotadora construcción de mil quinientos cohetes de nuevo diseño y enorme tamaño -un kilómetro de altura por doscientos metros de diámetro- cuya utilidad oculta incluso a sus más directos colaboradores, dado que no desea compartir con ellos su secreto hasta estar lo suficientemente seguro de lo acertado de sus planes. Tras seis meses de trabajo frenético que pone a todos al borde del agotamiento y le granjea el odio de todos sus subordinados, finalmente dan por concluido su trabajo y Octavio Ferrer, al fin, les comunica a todos por vez primera sus planes.

Éstos son sencillos sobre el papel, aunque difíciles de llevar a cabo dada la tenaz resistencia que ofrecen los hombres de silicio. Toda campaña de exterminio basada en métodos convencionales, tal como ocurrió en la anterior guerra, está condenada necesariamente al fracaso dado que los enemigos supervivientes siempre podrían refugiarse en las innumerables anfractuosidades del interior hueco de Redención, cuando no en los miles de cuevas y túneles que comunican ambos mundos. Por esta razón Ferrer había optado por una decisión infinitamente más drástica, la de aniquilar su propia fuente de vida transmutando el sol ultravioleta existente en el centro del interior hueco del planeta en otro análogo en todo, salvo en el tamaño, al que brilla en el exterior del mismo, apto para la vida de los humanos pero mortal para los hombres de silicio. En consecuencia, de ser llevado a cabo este proyecto la totalidad de la vida basada en el silicio acabaría extinguiéndose en poco tiempo, con lo cual la victoria final estaría asegurada de forma irreversible, y para siempre.

Los mil quinientos proyectiles construidos por su equipo tienen la misión de transportar en su interior ojivas repletas de una compleja mezcla de gases los cuales, al entrar en contacto con el sol ultravioleta, de ser ciertos los cálculos de Ferrer obrarían el milagro. La primera fase del plan está terminada, eso es cierto, pero todavía queda mucha piel por desollar ya que, dado el desarrollo de las operaciones bélicas, cabe prever que no resulte nada sencillo trasladar los proyectiles al interior hueco de Redención primero, y hacerlos impactar contra el sol ultravioleta después, hechos éstos imprescindibles para conseguir sus fines. En un principio el equipo de Ferrer es disuelto y a sus integrantes se les permite disfrutar de unas merecidas vacaciones, pero tanto éste y su ayudante Maruja Goyoaga, como el resto de los ingenieros de su antiguo equipo, son requeridos poco después por el Alto Mando valerano para formar parte de la unidad -la División X a la que hace mención el título- encargada de realizar la perforación de la corteza de Redención primero, y el bombardeo del sol ultravioleta después.

La tarea se presenta realmente titánica. Los túneles naturales que atraviesan Redención son estrechos y tortuosos, por lo que no resultan adecuados para el traslado de los cohetes. Es preciso abrir un túnel recto lo suficientemente ancho para hacerlo, y esta responsabilidad recae en el geólogo Tomás Angulema. El túnel ha de tener trescientos metros de diámetro y nada menos que dos mil kilómetros de longitud, y a la dificultad de su excavación, prevista en un tiempo récord, pero a pesar de ello considerable -cerca de un mes terrestre-, se une el previsible acoso de los hombres de silicio. Por esta razón contarán con la protección de la Armada y el Ejército valeranos durante el aproximadamente un mes de tiempo que tardarán en perforarlo, aunque no es posible garantizar en su totalidad el éxito de la misión.

El Alto Mando valerano decide poner toda la carne en el asador, puesto que sabe que no habrá una segunda oportunidad. La primera dificultad a vencer es hacerse con la supremacía aérea, cosa que se consigue tras una apocalíptica batalla sideral en la que intervienen varios millones de astronaves por cada bando. A costa de graves pérdidas la flota valerana consigue poner en fuga a los hombres de silicio, que se refugian en las cercanías de Redención protegidos por las poderosas baterías antiaéreas que tienen instaladas en la superficie del planeta. Una segunda batalla no menor feroz que la anterior propicia el desembarco del cuerpo expedicionario el cual, tras despejar el terreno de tropas de superficie enemigas merced a un tenaz bombardeo atómico, protege a las ciclópeas perforadoras del profesor Angulema, que rápidamente inician su labor. Pese a los continuos ataques de los furiosos hombres de silicio, el túnel es perforado tal como había sido previsto y, cuando tan sólo queda una estrecha franja de terreno por atravesar, su inmenso hueco es rellenado con millones de torpedos autómatas dispuestos para atacar a las fuerzas enemigas que, previsiblemente, deben de estar aguardando al otro lado.

Así ocurre, efectivamente, y al ser retirado el último tapón de tierra los torpedos se abaten como avispas furiosas contra los defensores del mundo interior. Tras ellos penetran las naves de combate, produciéndose una nueva batalla no menos espectacular que las anteriores. Protegidos por esa cobertura aérea del furioso bombardeo de los hombres de silicio, ahora les llega el turno a los proyectiles del profesor Ferrer que, debido a su gran tamaño y a su relativamente reducida velocidad, se ven obligados a ir saliendo de uno en uno por el para ellos angosto túnel. Esto propicia que parte de ellos sean destruidos por las bombas enemigas, algo que estaba previsto habiéndose dado un margen de confianza de quinientas pérdidas ya que, según los cálculos del profesor Ferrer, sería suficiente el impacto de mil de ellos para que la transmutación tuviera lugar. Por desgracia las pérdidas son bastante mayores que las previstas, de modo que no consiguen reunir simultáneamente esa cifra mágica debido a que los hombres de silicio destruyen al menos tantos como surgen por el túnel. Finalmente, y temiendo no poder reunir el número mínimo necesario de proyectiles, Octavio Ferrer decide dispararlos antes de que sea demasiado tarde, logrando lanzar apenas novecientos. Éstos impactan contra el sol ultravioleta tal como estaba previsto, pero el ingeniero, abatido, piensa que ha fracasado al no haber podido reunir el número suficiente de ellos para poder desarrollar la reacción en cadena.

Por fortuna no ocurre así, y pese a la escasez de impactos la transmutación tiene lugar para alegría de todos. En apenas unos minutos el astro central del interior de Redención se metamorfosea en otro apto para la vida humana, tal como figura en el título del último capítulo de la novela: El hombre gana un mundo. Por otro lado la humanidad de silicio, que ha vuelto a esconderse en sus remotos refugios al igual que lo hiciera tras su derrota anterior varios siglos atrás, tiene sus días contados al ser mortal para ellos la radiación del renovado sol. La humanidad se ha desembarazado de uno de sus enemigos cósmicos y, a diferencia de otras ocasiones, lo ha hecho de forma definitiva, ya que Enguídanos no volverá a resucitar a los seres de cristal.

Huelga decir que todo son parabienes para Octavio Ferrer y los miembros de su equipo, no tardando sus superiores en encomendarle otra tarea no menos titánica, la de proveer de una atmósfera respirable y hacer habitable al inmenso territorio que acaba de conquistar la humanidad para su disfrute exclusivo. Éste acepta, pero antes tiene un compromiso mucho más prioritario: a estas alturas él y Maruja han mantenido ya un largo, intenso y en ocasiones accidentado noviazgo que, como cabe suponer, ha de ser sellado con la consabida boda.

La comparación entre la versión original y la de los años setenta, publicada esta última con el número 14 de la resurgida colección, no arroja grandes diferencias, aunque como es habitual en él el autor sí rectifica muchos de los datos técnicos y numéricos que maneja a lo largo de la novela los cuales, dadas las características de ésta, son bastante abundantes. Por ejemplo, modifica las dimensiones del túnel perforado, ensanchándolo hasta el kilómetro de diámetro pero acortándolo hasta sólo unos quinientos kilómetros. Esto no ha de extrañar, ya que es sabido que en esta reedición Pascual Enguídanos realizó un notable esfuerzo por remozar la Saga en su aspecto científico, bastante descuidado por lo general en su primera versión.



Publicado el 28-10-1998 en el Sitio de Ciencia Ficción
Actualizado el 6-6-2004