Pórtico y la saga de los heechees





Voy a comenzar este pequeño comentario con una afirmación que creo necesaria antes de seguir adelante: Frederik Pohl es, sin ningún género de dudas, uno de mis escritores favoritos de ciencia ficción. Y voy a continuar con otra no menos tajante: Su Saga de los Heechee, formada por cuatro volúmenes, es también una de las narraciones de este género que más me ha entusiasmado en estos últimos años.

Establecidas así estas premisas, podemos pasar a la crítica de la obra, que abarca los siguientes títulos (entre paréntesis, reseño el año de publicación en inglés y el año en el que fueron publicados por vez primera en nuestro país): Pórtico (1977-1982); Tras el incierto horizonte (1980-1988); El encuentro (1984-1988) y, por fin, Los anales de los heechees (1987-1988). Pórtico sería publicada inicialmente por Bruguera (Ediciones B la ha reeditado recientemente en su colección VIB) para ser reeditada posteriormente por Ultramar, editorial responsable de la edición (aunque como se ve, con bastante retraso salvo en el último caso) de las otras tres componentes de la tetralogía.

Cualquier buen aficionado a la ciencia ficción sabe perfectamente de qué se trata cuando se habla del escurridizo término sentido de la maravilla, esa fugaz y placentera sensación que todos hemos tenido de niños ante las lecturas fantásticas y que, al llegar a la edad adulta, hemos visto escapársenos de las manos. Es muy difícil entusiasmarse a partir de cierta edad leyendo obras de ciencia ficción por mucho que éstas nos agraden; tan difícil, que cuando a pesar de todo lo conseguimos nos vemos indefectiblemente arrastrados a ese maravilloso mundo de la fantasía infantil que todos recordamos con nostalgia.

Pues bien: Tanto Pórtico como sus secuelas consiguieron infundirme ese sentido de la maravilla que creía perdido definitivamente desde hacía ya muchos años. Y este comentario, viniendo como viene de un aficionado recalcitrante a la literatura de ciencia ficción, es realmente el mejor elogio que podía hacer sobre Pohl y su obra. Esto no quiere decir que la saga no tenga también en ocasiones puntos oscuros, que los tiene y a veces muy importantes; pero el balance, sin duda, continúa siendo positivo pese a todo.

Pero dejémonos ya de preámbulos y vayamos a la trama narrativa en sí, que comienza de una manera tan atípica como espectacular: en el curso de sus correrías por el Sistema Solar la humanidad descubre Pórtico, la reliquia de una antigua y evolucionada raza que muchos milenios atrás exploró nuestro planeta cuando el hombre no había pasado aún de ser un homínido semisalvaje. Desaparecidos misteriosamente estos seres bautizados con el nombre de heechees por los terrestres, quedará no obstante el fabuloso botín abandonado por los mismos en el asteroide hueco conocido como Pórtico: una flota de varios centenares de astronaves en perfecto estado de conservación y capaces de viajar hasta el último rincón de la galaxia.

Al llegar a este punto, cualquier escritor de novelas baratas lo hubiera utilizado como excusa para pasar inmediatamente a la expansión de la humanidad por toda la Vía Láctea contándonos una versión modernizada de la conquista del Oeste con indios de color verde y con tentáculos incluidos. Pero Pohl, al que no se le puede negar su condición de gran maestro, opta aquí por una solución infinitamente más original: Los terrestres, ciertamente, disponen de naves, pero ignoran completamente la manera de tripularlas. La exploración del universo efectivamente comienza, pero de una manera tan dramática como humillante para los orgullosos hijos de la Tierra: Obligados a seguir el conocido método del ensayo y error, los audaces exploradores partirán a ciegas hacia un destino que a veces (muy pocas) les rendirá pingües beneficios pero que habitualmente les dejará con las manos vacías o les conducirá a la muerte. Si enmarcamos este espléndido planteamiento en una Tierra agobiada por la superpoblación y la hambruna, nos encontraremos con toda una epopeya digna de la mejor tradición clásica.

Robinette Broadhead, protagonista principal de Pórtico y del resto de la saga, es un prospector que tiene la gran fortuna de hacerse rico con un descubrimiento importante pero que ve cómo su novia queda atrapada durante la misma misión en un agujero negro. Ya millonario (justo aquí es donde comienza la novela) irá recordando todos los avatares de su azarosa vida al tiempo que siente remordimientos por haberse enriquecido a costa de la muerte de su amada. Moraleja: el dinero no hace la felicidad, pero ayuda a narrar una novela.

Tras el incierto horizonte, la continuación de Pórtico (por cierto, una mala traducción del título original en inglés que se refiere a un término utilizado por los físicos teóricos que estudian los agujeros negros), tiene una acción doble y alterna. Por un lado, una expedición fletada por Broadhead afronta un largo viaje en una astronave convencional (se sigue sin saber dirigir a las naves heechees) hasta los confines del Sistema Solar, lugar en el que se ha descubierto una enorme astronave heeche que se supone sirve de gigantesca factoría de alimentos a partir de los gases que componen la nube cometaria. Recuérdese que la Tierra padecía un hambre universal. Por el otro, nos encontramos en el interior de esa factoría descubriendo el extraño mundo formado por un adolescente nacido allí de padres humanos (dos prospectores llegados accidentalmente a la factoría sin poder abandonarla hasta su muerte), un grupo de descendientes de neandertales raptados en su día por los heechees y aclimatados allí y un extraño ser supremo en forma de cyborg que es amo y señor de todo este pequeño mundo.

Tras intercalar hábilmente ambas tramas, Pohl acabará fundiéndolas con la llegada de los terrestres a la factoría y el desenlace final: Ayudados por el apátrida, derrotarán al desquiciado ser apoderándose de la factoría, hecho éste que acarreará consecuencias transcendentales para la humanidad: Junto con la resolución del acuciante problema de la alimentación, los terrestres descubrirán al fin la manera de tripular las astronaves heechees. Robinette, huelga decirlo, será el gran beneficiado al encontrarse más rico que nunca.

El encuentro marca el declive de la saga, quizá porque ésta comienza a perder la atmósfera de misterio de la que hasta ahora estaba impregnada. Se ha iniciado la colonización de la galaxia al tiempo que se ha descubierto la técnica heechee de grabar la mente de las personas en un programa de ordenador, práctica que se utiliza para salvar de la muerte total a quien así lo desea. Robin (Robinette) inicia la búsqueda de los heechees, que al final se sabrá que permanecen escondidos en el interior de un agujero negro por miedo a unos misteriosos seres que en un pasado destruyeron todo atisbo de vida inteligente en la galaxia y que ahora están modificando las leyes físicas del universo para provocar la contracción de éste y un nuevo nacimiento del mismo bajo unas condiciones distintas. Y lo siento, pero Pohl, que tan cuidadoso es con la base científica de sus novelas, se embrolla aquí con los agujeros negros y comienza a contar cosas raras de los mismos para demérito de la novela. Por cierto, que el rescate de su antigua novia del interior del agujero negro en el que estaba atrapada chirría alarmantemente por todos los lados.

Los anales de los heechees supone otra nueva decepción no porque la novela sea mala, que no lo es, sino porque arranca de unas bases sumamente ambiciosas para acabar perdiéndose en la ramplonería de lo manido, lo que es ciertamente una lástima. Habiendo entrado en contacto terrestres y heechees, ambas razas se alían para conjurar el peligro de los misteriosos seres destructores de las civilizaciones galácticas... Para encontrarse al final con que éstos los contemplan desde su refugio, un extraño agujero negro constituido por energía en vez de materia (?), igual que nosotros contemplamos a unas afanosas hormiguitas. Estos seres formados de pura energía sólo desean no ser molestados a la espera de que el universo inicie un nuevo ciclo en el que predomine la energía en vez de la materia. ¿Y los terrestres y heechees? Bien, para entonces ya serán como ellos, ya que las dos razas practican indiscriminadamente el almacenamiento de las mentes de todos aquellos que fallecen.

Y aquí, ¡ay!, se perdió la gran oportunidad. Pohl se extiende con largueza describiendo la vida de estas mentes enlatadas (Robin, el protagonista, es ya una de ellas) tanto de origen natural (es decir, las aludidas mentes de los difuntos) como artificial en forma de sofisticadísimos programas de ordenador que nada tienen que envidiar a sus homólogos humanos. Y, junto a la angustia casi metafísica de Albert, uno de estos programas, por saber si en el fondo él es igual a los humanos, nos encontramos con la ramplonería de un Robin que, lejos de explotar las infinitas posibilidades que le ofrece su cuerpo inmaterial, se limita a disfrutar de unos sucedáneos informáticos de sus perdidos sentidos físicos cogiéndose seudoborracheras (eso sí, sin resacas), comiendo sus seudoalimentos favoritos y ligándose a su seudoesposa, infinitamente lejos pues de la sublime grandeza de sus homólogos de 2001, la genial novela de Clarke.

Eso es todo. Tenemos pues una primera parte magistral, una segunda asimismo magnífica, una tercera que empieza a flojear y una cuarta francamente mediocre. El balance, vuelvo a repetir, es a pesar de todo positivo; esperemos que a Pohl no le de por prolongar aún más una serie que queda así perfectamente cerrada: Esta hipotética quinta parte podría acabar arruinándola definitivamente.


Publicado el 18-6-1999 en el Sitio de Ciencia Ficción