Alicia en el País de las Maravillas... más o menos





Salvo excepciones como la decepcionante versión de El planeta de los simios, el cine de Tim Burton me suele interesar mucho. En especial, lo que más valoro de él es su capacidad para recrear escenarios oníricos y, lo más importante, para dotarles de la suficiente verosimilitud que haga posible que podamos creer en ellos, algo fácil con los niños pero cada vez más dificultoso conforme vamos cumpliendo años, ya adultos.

Porque los universos de Tim Burton son perfectamente creíbles una vez que te has sumergido en la historia, pese a tratarse de fantasía en estado puro. No voy a hacer aquí una enumeración de su filmografía, de sobra conocida por todos, pero sí quiero hacer hincapié en que tarde o temprano resultaba inevitable que acabara cayendo en sus manos uno de los clásicos por antonomasia de la literatura fantástica universal, la Alicia de Lewis Carroll. De hecho, lo que me sorprende es que haya tardado tanto.

Y eso que los dos libros del clérigo y matemático inglés -Alicia en el País de las Maravillas y Alicia tras el espejo, pese a su enorme potencialidad -o quizá a causa de los grandes problemas que ésta creaba para su adaptación cinematográfica- no se puede decir que tuvieran mucho predicamento en el séptimo arte si hacemos abstracción de la conocida película de dibujos animados que Disney estrenó en 1951. Ciertamente ha habido otras muchas versiones, más de veinte incluyendo las dos mudas de 1903 y de 1915, así como varias rodadas para televisión; pero todas ellas, excepto la de Disney, son meras referencias para cinéfilos. Así pues, después de casi 60 años se echaba en falta una nueva versión que pudiera presumir de canónica.

Aquí es donde Tim Burton vino a llenar el hueco, curiosamente también de la mano de Disney. El resultado de su intervención, huelga decirlo, es espectacular; no podía ser de otra manera, puesto que el universo onírico de Burton encaja estupendamente bien con todo lo imaginado por Carroll, y si a eso sumamos las enormes posibilidades que brindan los efectos especiales actuales, el cóctel estaba servido.

Y no me defraudó en absoluto, ya que alguno de los escenarios de la película son realmente alucinantes, con ese barroquismo sombrío del que Burton es sobrado maestro. Para mí, esta recreación de ambientes es con diferencia lo mejor de la película, en dura competencia con los personajes animados -como por ejemplo el Conejo Blanco- que realmente parecen estar vivos.

En cuanto al argumento, conviene no olvidar que en realidad no se trata de una adaptación del libro, o de los dos libros de Carroll, sino más bien una continuación del primero de ellos, adoptando el viejo truco literario de una nueva visita de Alicia al País de las Maravillas trece años después, ya adulta. Esto permite que el guión pueda profundizar más de lo que lo hubiera hecho siguiendo fielmente al original, al tiempo que rescata todo el elenco de pintorescos personajes no sólo de la primera novela sino también algunos de la segunda, como es el caso de Tweddledum y Twedledee o de la Reina Blanca. Pero, insisto en ello, no se trata de Alicia en el País de las Maravillas, sino de Alicia de nuevo en el País de las Maravillas, matiz éste importante.

Así pues, dada esta circunstancia no se le puede reprochar en absoluto a Burton que se desviara del relato original, más bien estaba obligado a hacerlo conservando, eso sí, todo el entorno creado por Lewis Carroll. Y hasta aquí lo hizo a la perfección.

El problema es que, a partir de cierto momento, el rumbo del argumento cambia por completo convirtiéndose en una dragonada más, y no precisamente de las mejores. Resulta que los habitantes del País de las Maravillas, hartos de soportar la tiranía de la Reina Roja, habían decidido ir a buscar a Alicia para que ésta, de nuevo en su mundo mágico, pueda ejercer de paladín suyo -o de paladina, no sea que cierta ministresa venga a tirarnos de las orejas-. En realidad no se entiende que exista una lucha soterrada entre las dos Reinas -la desopilante Roja y la sosaina Blanca- sin que se hubieran liado a bofetadas hace ya mucho sin necesidad de esperar a la llegada de la prota; claro está que, como bien decía John Ford refiriéndose a La diligencia, entonces nos habríamos quedado sin película.

A partir de este momento la cosa sigue como una historia cualquiera de Dragones y Mazmorras. Para empezar nos encontramos con el, o la, Jota de Corazones -paradójicamente es un actor varón, peculiaridades de la baraja inglesa- convertido en el sicario de la Reina Roja, algo que evidentemente poco o nada tiene que ver con el espíritu original del libro. Siguiendo esta estela no podía faltar tampoco el feroz dragón -el Galimatazo o, en la versión original inglesa, el Jabberwocky- que constituye el principal apoyo de la déspota reina, existiendo un oráculo que afirma que Alicia será la única capaz de vencerlo, de ahí el interés de sus súbditos por traerla.

En realidad el bichito de marras sí es creación de Carroll, ya que aparece en una poesía suya que fue incluida en Alicia tras el Espejo -su significado le es explicado a la niña por Humpty Dumpty-, e incluso la recreación que de él hace Burton en la película está calcada de un dibujo de John Tenniel perteneciente a la primera edición del libro; pero su intervención estelar como Ultima ratio regis de la Reina Roja es responsabilidad exclusiva del director, como lo es también la lucha final de Alicia, convertida en caballera andante -o andanta, para que no se nos enfade la señora ministra- revestida de reluciente armadura y armada con la espada Vorpal, trasunto nada sutil de la mítica Excalibur. Por supuesto la lucha final entre la chica y el dragón no tiene desperdicio y acaba con la decapitación del segundo, sorprendiendo sobremanera la súbita transformación de la mojigata protagonista -una damisela victoriana poco habituada, como cabe suponer, a los bruscos modales masculinos- en un trasunto de Lara Croft avant la lettre. Sinceramente, amén de inverosímil resulta tan cogido por los pelos que no tiene por menos que chirriar, y mucho.

Punto y aparte merece la intervención de Johhny Deep, el actor fetiche de Burton, en su papel del Sombrerero Loco, el cual le cae con un guante a tan histriónico artista. El problema no es que Burton haya hinchado el personaje para que Deep pudiera chupar más cámara, que no era cuestión de que se llevara todo el protagonismo la hasta ahora desconocida Mia Wasikowska; el problema es que lo subvierte por completo convirtiendo a alguien que por definición está como una regadera en el abnegado y heroico coprotagonista de la lucha entre el Bien y el Mal, así con mayúsculas. Y, claro está, canta por soleares.

Si a todo ello le sumamos el toque Disney -ya se sabe eso de que quien paga manda- en forma de empalagosos finales felices -los de los diversos protagonistas secundarios y el de la propia película-, la conclusión es tajante: ni ésta es mi Alicia, ni éste es mi Tim Burton, y considero mucho más grave lo segundo que lo primero, dado que se acaba echando en falta la genial mala leche de este director.

Y eso es todo lo que se me ocurre sobre la película en sí, aunque todavía me queda opinar sobre dos puntos complementarios de la misma. En primer lugar hay que resaltar la espléndida banda sonora de Danny Elfman, el compositor habitual de las películas de Burton y, junto con John Williams, para mí los dos más importantes dentro del panorama actual de la música de cine. Es una lástima que la partitura quede estropeada por dos morcillas tan innecesarias como molestas, el estúpido bailecito final del Sombrerero Loco a lo Michael Jackson, o la puñetera manía de meter cancioncillas ajenas a la banda sonora en los títulos de crédito, una plaga de la que por cierto muy pocas películas se salvan actualmente.

Para terminar está el tema del 3D o, por hablar con más propiedad, el falso 3D con el que en esta película pretenden timarnos. Como es sabido hay un 3D de verdad, como el de Avatar, consistente en rodar la película con cámaras estereoscópicas, es decir, dobles. Y, como este proceso es al parecer muy caro, los genios de Hollywood se han sacado de la manga un 3D de mentirijillas -el de Alicia- consistente en rodar la película con cámaras convencionales y luego apañarla con el ordenador dotándola de una falsa tridimensionalidad. Y no cuela, porque lo que en realidad se obtiene no es un efecto tridimensional real, sino una superposición de capas similar a la de aquellas antiguas postales toscamente tridimensionales que sin duda muchos de nosotros recordaremos. En resumen, aunque unos personajes se ven más alejados que los otros, el problema radica en que todos ellos, los cercanos y lo lejanos, siguen siendo planos, sin que logre arreglarlo algún que otro efecto espectacular en forma de objeto arrojado contra el espectador. Así pues, como mucho dejémoslo en 2D y media, y ya soy demasiado generoso.


Publicado el 9-5-2010 en el Sitio de Ciencia Ficción