La muerte azul, un bolsilibro sobre epidemias





A estas alturas, tras casi tres meses de forzada convivencia con el coronavirus, es habitual encontrar comparaciones de la epidemia que padecemos con lo imaginado por diferentes autores, algunos de la talla de Mary Shelley (El último hombre) Albert Camus (La peste), Eugène Ionesco (El rinoceronte), José Saramago (Ensayo sobre la ceguera) e incluso el propio Boccaccio (El Decamerón), aunque aquí la epidemia de Peste Negra que azotó Europa a mediados del siglo XIV sea tan sólo parte del escenario.

Pero, claro está, ha sido en el ámbito de la ciencia ficción donde más han abundado las especulaciones sobre las consecuencias que podría tener una epidemia devastadora en una sociedad tan confiada -al menos hasta ahora- como la nuestra: La peste escarlata de Jack London, Soy Leyenda de Richard Matheson, La amenaza de Andrómeda de Michael Crichton, Apocalipsis de Stephen King, entre otras; y también el cine, con adaptaciones más -La amenaza de Andrómeda- o menos -Soy leyenda- acertadas de algunas de las novelas anteriores, junto con películas de diversa valía tales como Estallido, Doce monos, Infectados, Contagio y otras muchas, incluyendo las de serie B y las del subgénero -para mí insoportable- de zombies.

También se abordó esta temática en la ciencia ficción popular, y es precisamente una de estas modestas novelitas la que me ha llamado la atención por su verosimilitud -dentro de lo que cabía esperar- pese a haber sido escrita en una fecha tan lejana como 1961. Se trata de La muerte azul, publicada con el número 181 de la colección Luchadores del Espacio bajo la firma de V.A. Carter, seudónimo tras el que se encontraba el recientemente fallecido Vicente Adam Cardona.

Vicente Adam, ya lo he dicho en más de una ocasión, fue en mi opinión uno de los mejores escritores de ciencia ficción popular española, y sólo lo reducido de su producción en este género -dieciocho novelas- impidió que llegara a ser tan conocido como Pascual Enguídanos, Luis García Lecha o Ángel Torres Quesada, por poner tan sólo algunos ejemplos. Su obra, fundamentalmente ecléctica -él decía que no le gustaba repetirse-, abarca los distintos subgéneros de la ciencia ficción, y fue en La muerte azul donde abordó el tema de las epidemias y más concretamente de la guerra bacteriológica, dándole un enfoque, eso así, acorde al medio en el que fue publicada, lo que no impide que sea una excelente novela.

Su argumento es sencillo. Una epidemia devastadora se ha extendido de forma fulminante por los Estados Unidos -ésta era una servidumbre de la que los esforzados autores no se podían librar- sumiendo en el caos a la sociedad norteamericana. La enfermedad, que tiñe la piel de azul tal como indica el título, no causa la muerte pero sí una parálisis total que priva a los infectados de toda capacidad de movimiento. Y, puesto que la práctica totalidad de la población cae enferma en pocos días, los afectados por ella empiezan a morir de inanición al no poder ser atendidos ni siquiera en sus necesidades más perentorias.

Tan sólo en contados casos algunas personas se han librado de la enfermedad gracias a una inmunidad natural, entre ellas el protagonista de la novela que vaga por una ciudad desierta en una búsqueda desesperada de alimentos y agua, evitando a los peligrosos perros asilvestrados y a los quizá todavía más peligrosos supervivientes... hasta que encuentra a una mujer moribunda a la que consigue salvar gracias a sus cuidados, aunque evidentemente no la puede curar de su parálisis.

Es ahora cuando Adam introduce un elemento de serie B -de hecho de la novela podría haber salido un magnífico guión cinematográfico- que le proporciona el aire típico de la ciencia ficción de su época, y conste que no me refiero a la española sino a la norteamericana. Repentinamente el protagonista descubre la llegada de unos extraños soldados que, cuando se topa con ellos, le disparan a matar librándose por muy poco de caer abatido.

Obligado a huir de los invasores, que Adam describe como asiáticos de raza amarilla sin especificar su nacionalidad, aunque se intuye que se trata de chinos, descubre inerme cómo la mujer a la que cuidaba es capturada y llevada a un paradero desconocido así como, con sorpresa, a un grupo de conciudadanos suyos que, pese a presentar signos claros de padecer la enfermedad -su piel es azulada-, se mueven con normalidad aunque no con libertad, ya que son tratados como esclavos por los asiáticos.

Ya fuera de la ciudad tiene ocasión de rescatar a una muchacha prisionera de los soldados enemigos, la cual le revela que forma parte de la dotación de un laboratorio secreto gubernamental y que, de todos sus integrantes, ella es la única que ha resultado inmune a la enfermedad.

Tras entrar en contacto con los imposibilitados miembros de la base secreta vuelve a la ciudad, donde descubre que los prisioneros de los invasores dependen de un medicamento que les libera temporalmente de la parálisis, lo que les mantiene atados a sus tiránicos amos ya que éstos mantienen el control del mismo. Tras organizar un comando consiguen apoderarse de un cargamento de pastillas, lo que les permitirá disfrutar de libertad de movimientos durante algún tiempo, y huyen al laboratorio secreto.

Una vez que los científicos pueden valerse por sí mismos gracias al botín capturado, éstos abordan el estudio de una cura de la epidemia al tiempo que recobran su actividad previa a la llegada de la epidemia, una investigación sobre la generación de campos gravitatorios artificiales. El protagonista, mientras tanto, vuelve al exterior para seguir organizando a los comandos que luchan contra los invasores, y gracias a un cúmulo de casualidades logra encontrar a la mujer a la que salvara de la muerte... para descubrir que ésta, a cambio de verse libre de la enfermedad -los asiáticos, como cabe suponer, contaban con un antídoto-, se ha convertido en la amante de uno de sus jefes militares. Así pues, no sólo se niega a huir con su benefactor, sino que lo delata provocando su detención.

Sin embargo, más tarde se arrepiente y le ayuda a huir, enjugando la traición a costa de su propia muerte víctima de un disparo, circunstancia que hace alzarse a esta novela bastante por encima de los esquemáticos argumentos habituales en este género, alcanzando un realce dramático ciertamente notable.

El resto de la novela sigue un desarrollo bastante previsible. El protagonista vuelve al refugio encontrándose con que los científicos han conseguido llevar a la práctica algo equivalente a un campo de fuerza que les sirve de inexpugnable refugio, desde el cual pueden derrotar una y otra vez a los invasores con total seguridad.

Asimismo llevan muy avanzado el estudio para una cura definitiva de la enfermedad y, por si fuera poco, descubren que la vacuna aplicada a las tropas enemigas les causará a medio plazo unas secuelas irreversibles en el sistema inmunitario, lo que la convierte en un inesperado aliado en su lucha por la liberación de su país.

Concluye la novela con la profecía de una futura expulsión de los invasores y una recuperación de la postrada nación, al tiempo que claro está -se trataba de algo prácticamente obligatorio- el protagonista se casará con la muchacha que conociera en el laboratorio secreto, aunque no sin dedicar un postrer recuerdo a aquélla que, de haber sobrevivido, habría sido su verdadero amor.

La muerte azul, como cabe suponer, ha envejecido no tanto por su argumento, muy superior a la media de los bolsilibros, sino por el maniqueísmo que enfrenta a los inocentes y pacíficos norteamericanos -Vietnam no había llegado todavía- con los pérfidos invasores orientales, algo que hoy resulta completamente desfasado. En su descargo conviene recordar que fue escrita en pleno auge de la Guerra Fría, y que por entonces la Unión Soviética y la China maoísta, posteriormente enfrentadas, eran todavía aliadas frente a Occidente.

Asimismo pesaba el tópico literario y cinematográfico -ni originario de España, ni muy cultivado en nuestro país- del oriental taimado y peligroso del cual conviene desconfiar porque nada bueno se puede esperar de él, arquetipo del que es reflejo el entonces popular Fu Manchú, el malvado Dr. No rival de James Bond -bueno, éste era tan sólo medio chino- y hasta el estrambótico emperador Ming, enemigo acérrimo de Flash Gordon, lo que demuestra cómo la ciencia ficción popular -la norteamericana, claro- no tenía escrúpulos en trasplantar el Peligro Amarillo hasta en el exótico e incongruente planeta Mongo. A ellos se suman otros dos antagonistas de James Bond, el coreano -ignoro si del norte o del sur- Oddjob y el japonés Señor Osato.

Tampoco se libraban entonces en España, posiblemente por influencia americana, de ese temor a los orientales, como lo demuestra la novela La horda amarilla que Pascual Enguídanos publicó algunos años antes también en Luchadores del Espacio, así como dos novelas crepusculares de su última época, Prisioneros en la Luna (número 225, de Edward M. Payton) y La serpiente del espacio (número 226, de Archie Lowan) en las que los chinos son asimismo los malvados oficiales.

Lo paradójico del caso es que desde mediados del siglo XIX hasta la revolución maoísta una China en plena decadencia había sido víctima continua de todo tipo de tropelías por parte de las potencias occidentales -con destacado protagonismo ¡cómo no! de los súbditos de Su Graciosa Majestad Británica-, la Rusia zarista y el emergente imperialismo japonés, por lo que si había un agraviado cierto, ésta era China.

Pero aún estaba reciente el recuerdo de las atrocidades japonesas en la II Guerra Mundial -las que hicieron a los americanos y a los ingleses, se entiende, ya que las padecidas por los chinos o los coreanos importaban bastante menos-, y todavía más el de la Guerra de Corea, donde el Ejército Popular Chino intervino de forma activa en apoyo de Corea del Norte. Así pues, era normal que en el ideario popular al miedo al comunismo soviético se sumara el temor difuso a unos orientales en el que se entremezclaban el imperialismo japonés ya inexistente con el maoísmo chino, por más que Mao a los únicos que hizo la vida imposible fue a sus propios súbditos. De hecho, en la novela se lee lo siguiente:


-¡Diablos! -se dijo, sobresaltado-. ¡Son asiáticos!

Efectivamente, no cabía confundir aquellos pómulos salientes, nariz aplastada y cara de un amarillento enfermizo. Lo que Scott no pudo identificar era la parte de Asia de que procedía el hombre. Para él lo mismo podía ser chino que japonés o malayo. Su fuerte no era la antropología.


Y, no lo olvidemos, estos bolsilibros de ciencia ficción pretendían camuflarse como presuntas obras escritas por autores americanos.

Hoy, casi sesenta años después, nadie en su sano juicio piensa que los chinos tengan el menor interés en dominar militarmente al mundo, aunque no cabe duda de que su gobierno dictatorial -de comunista tan sólo le queda el totalitarismo- no sea tampoco demasiado de fiar, máxime cuando se ha embarcado en una guerra económica -que al fin y al cabo es otro modo de dominio, aunque no sea violento- que ha causado grandes desequilibrios en las economías occidentales, por supuesto con la interesada colaboración de las multinacionales e incluso de muchas empresas nacionales, de modo que ahora se importa prácticamente todo de China, desde ordenadores hasta cacahuetes.

Puede ser que tan sólo se trate de un desequilibrio temporal, tal como ocurrió en los años sesenta con Japón o en los ochenta con los Cuatro Tigres: Taiwan, Hong Kong, Corea y Singapur; o puede que no. Sólo el tiempo acabará diciéndolo.

Pero lo que sí es cierto, y vuelvo a la novela, es que el coronavirus surgió en China al igual que el patógeno que causaba la muerte azul, con la diferencia de que en el segundo caso se trataba de una guerra bacteriológica mientras en el primero, el real, pese a las teorías conspiranoicas que circulan por doquier, los expertos opinan que no se trata de un acto deliberado y tampoco existen pruebas de que pudiera haberse originado por una fuga accidental en un laboratorio chino donde se experimentaba con coronavirus, algo -la experimentación, no el accidente- no sólo legítimo sino también necesario para combatir las distintas enfermedades que nos afligen.

Recuerdo que Vicente me comentaba que, de todas sus novelas de ciencia ficción, la que con mayor satisfacción recordaba era Prisión cósmica, puesto que en ella describía la incipiente carrera espacial anticipándose por poco -aunque fue publicada algo más tarde- al histórico vuelo de Yuri Gagarin, gracias a sus lecturas sobre las teorías de Von Braun. De haber vivido ahora, tendría probablemente una segunda novela con la que poder presumir de lo mismo.

Para finalizar, y puestos a especular, me gustaría saber lo que pensaría alguien como Donald Trump -evidentemente este señor no entra dentro de mi concepto de “nadie en su sano juicio”- si leyera esta modesta novelita; a juzgar por sus extemporáneas y torticeras declaraciones, cabe incluso la posibilidad de que se la pudiera tomar en serio. A lo mejor hasta le gustaba, aunque por supuesto por unos motivos completamente distintos a aquéllos por los que La muerte azul me sigue gustando a mí.


Publicado el 28-5-2020