En tren de Torralba al Jarama





Entrada del túnel nuevo de la Sierra Ministra por el lado de Torralba
Fotografía tomada de www.fcmaf.es



Recorrer en tren el trayecto que discurre entre Torralba y Alcalá es contemplar la vida del Henares desde su mismo nacimiento hasta su muerte, acaecida aguas abajo de esta ciudad. A diferencia de la carretera nacional, hoy autovía, que huye de la fértil vega para adentrarse en los yermos páramos alcarreños apenas rebasada Guadalajara, el ferrocarril sigue fielmente el trazado del largo valle tal como lo hiciera durante milenios la ruta que unía el valle del Ebro con las tierras medias del Tajo; y es que, una vez más, se comprueba lo efímero de las obras humanas sin más que compararlas con la inmutabilidad de lo creado por la mano de la naturaleza.

La soriana localidad de Torralba, punto de partida de esta etapa del viaje, debe su importancia exclusivamente a su carácter de nudo ferroviario en el que se bifurcan la línea que va a Zaragoza y Cataluña por un lado, y la que conduce a Soria, Navarra y la Rioja por el otro; por lo demás, esta pequeña población en la que el barrio surgido al abrigo de la estación es, si cabe, más importante que el caserío mismo, precisó de un desgraciado accidente de ferrocarril hace varios años para que su nombre llegara a oídos del gran público.

Independientemente de todo ello se trata de un lugar realmente bonito recostado en la misma falda de la Sierra Ministra, el chato y escasamente impresionante espolón que separa las aguas del Tajo de las del Ebro, lo que no impide que su escasa espectacularidad quede compensada con creces con el apreciable valor paisajístico de sus estribaciones, que hacen olvidar fácilmente la repulsiva fealdad del asfalto y el hormigón a los que tan acostumbrados estamos los habitantes de las ciudades.

No existe a la vista ninguna carretera que atraviese el macizo por las cercanías de la estación, ya que la local que une Torralba con Horna busca las cimas de la sierra dando un rodeo hacia el sur que la oculta de las miradas del curioso viajero; aquí el ferrocarril es el rey indiscutible, firmemente asentado en el estrecho valle formado en ese lugar por un pequeño tributario del Jalón que remonta sus dominios hasta los cimientos mismos de la Sierra Ministra. Apenas a unos centenares de metros de la propia estación se abre la negra boca del túnel que en 1959 sustituyó al antiguo, de trazado mucho más áspero y vía única, abandonado tras casi un siglo facilitando la comunicación entre dos valles, dos provincias y dos mares al no ser posible su ampliación para desdoblar la vía; misión cuyo testigo tomó su flamante hermano, que todavía hoy sigue cumpliendo pese a haberse visto despojado de buena parte de su tráfico ferroviario en beneficio de la nueva e impersonal línea de alta velocidad que discurre por predios más sureños.




Entrada del túnel nuevo de la Sierra Ministra por el lado de Horna
Fotografía tomada de www.fcmaf.es


El túnel es largo, tres kilómetros cumplidos, demostrando que a pesar de su engañosa apariencia la Sierra Ministra es un obstáculo real; y cuando al fin el tren asoma de nuevo a la luz, es para encontrarse en las proximidades de la localidad de Horna, lugar donde el Henares tiene su origen desde tiempo inmemorial. Cuando el tren utilizaba el túnel antiguo salía de él al borde mismo del manantial, pero el nuevo se construyó más al sur y al otro lado de pueblo, aprovechando la pequeña vaguada formada por un humilde arroyo cuyo único mérito consiste en ser el primer tributario del neonato río. No es posible ver, pues, desde el tren el amplio prado donde nace nuestro río por impedirlo el propio caserío que se interpone entre el manantial y la vía; pero una vez abandonado este pueblo camino de la cercana Sigüenza, se adivina más que se descubre un pequeño, casi ínfimo cauce apenas señalado por una doble hilera de resecos juncos; se trata sin duda del recién nacido Henares, apenas algo más que un tímido arroyuelo que corre sin pretensiones a uno y otro lado de la vía cruzándola en ocasiones sin hacer sospechar siquiera su futura importancia.

Entre Horna y Sigüenza el infantil Henares bien pudiera pasar por uno de tantos arroyos que, semianónimos y olvidados, descienden de las laderas de las cercanas montañas; pero el azar, en forma del no siempre evidente criterio de los geógrafos, hará que este mínimo caudal de agua no alcance su final, enormemente engrosado, sino después de más de ciento cincuenta kilómetros de recorrido, lo que resultará fundamental a la hora de diferenciarlo del resto de sus misérrimos primeros tributarios.

Sin embargo, las circunstancias cambiarán por completo apenas abandonada la ciudad del Doncel. El valle del Henares, que hasta entonces había sido espacioso y abierto, aunque pequeño, se encajonará ahora hasta unos límites inconcebibles convirtiéndose en una estrecha y profunda escotadura en la que apenas caben el propio cauce del río y su fiel compañera, la doble vía del ferrocarril. El viajero se encuentra inmerso ahora en un paraje virgen en el que sólo el rectilíneo tendido sobre el que discurre el tren osa romper la apacibilidad que se respira por doquier y, a no ser por esta sacrílega obra del hombre, diríase que la naturaleza conservaba intacta la herencia recibida de pasados milenios.




Doble cruce entre el Henares, la carretera y la vía del tren en las proximidades de Moratilla de Henares


El Henares, convertido ahora en el auténtico y único protagonista del paisaje, serpentea juguetón a derecha e izquierda, escaso todavía de caudal pero ¡ay! ya contaminado, enfermo pues de la peste de los ríos, lacra ésta que le habrá de acompañar intermitentemente a lo largo de todo su recorrido. Descendiendo por el siempre estrecho y accidentado desfiladero el tren dejará atrás el hoy abandonado y derruido apeadero de Cutamilla, construido ex-profeso hace ya bastantes décadas para que el rey Alfonso XIII y la familia real pudieran disfrutar de las benéficas aguas del cercano balneario del mismo nombre; desaparecido tiempo ha el balneario, el manantial es hoy explotado por una planta embotelladora de agua mineral que se encarga, con notable éxito por cierto, de difundir por toda España las benéficas aguas de este Henares primigenio.




Boca del túnel de Cutamilla


Aguas abajo de Cutamilla se encuentra Baides, primera población de cierta importancia con la que se cruza el Henares una vez pasada Sigüenza. Forma aquí nuestro río una pequeña vega paralela al sempiterno ferrocarril, siendo ambos recibidos por un arrogante viaducto que salva de una tacada ambos obstáculos. Es justo al lado de la estación -o, para hablar con más propiedad, detrás de ésta- donde recibe nuestro río la magra aportación de su primer tributario digno de tal nombre, el río Salado, que le rinde su discreto tributo ocultando pudorosamente su desembocadura a los ojos curiosos del viajero gracias a la complicidad de los edificios que flanquean por ambos lados la estación.




Puente del ferrocarril sobre el Henares (arriba) y sobre el Salado (abajo) en Baides
Fotografías tomadas de www.fcmaf.es


No supondrá, no obstante, demasiado cambio para el Henares la modesta aportación de su afluente, tanto a su todavía modesto caudal como también a su propio cauce, que continuará encajonado en el estrecho valle siempre acompañado del fiel ferrocarril, ambos camino de sus todavía lejanos destinos; mas el viajero avisado sabrá que se aproxima ahora al paraje en el que tiene lugar una de las más importantes mutaciones de nuestro río, lo que le servirá para mantenerse ojo avizor ante el interesante espectáculo que a poco habrá de mostrarse ante sus ojos.

Se acerca el tren a la industrial Matillas, y con ella uno de los más importantes tributarios del Henares: El río Dulce, quizá mayor en caudal y sin duda superior en prestancia a aquél a quien entrega sus aguas por discutible decisión de unos hombres que no siempre han estado de acuerdo, ya que en pasadas centurias otorgaron la primacía al río de Pelegrina y La Cabrera antes que al de Sigüenza como bien atestigua el venerable Cantar del Mío Cid; y es que el Dulce no sólo aporta al Henares su ser sino que, por si esto fuera poco, transforma irreversiblemente el paisaje que hasta entonces acompañara fielmente al mismo convirtiendo el hasta entonces áspero desfiladero en un amplio y suave valle cortado bruscamente por las altas escarpaduras de la Alcarria, deviniendo de esta manera las riberas del Henares en ese paraje maduro que tan familiar resulta a los nacidos en sus cercanías y tan celebrado es por geógrafos estudiosos de una formación geológica tan singular. Quizá la razón exigiera que concluyera en este lugar el periplo del todavía juvenil Henares en beneficio de su hermano mayor; pero la voluntad humana, no siempre acorde con los dictados del sentido común, determinó en un día ya lejano que era el Dulce quien habría de morir en beneficio de un a todas luces advenedizo Henares que, contra toda evidencia, continúa impertérrito su camino notablemente engrosado de caudal.

Sin embargo, tampoco en esta ocasión le será permitido al viajero contemplar la siempre mística unión de las aguas: No la lejanía, sino una densa arboleda, es lo que obstaculiza ahora la deseada visión adivinada, eso sí, tras los frondosos chopos que dan un toque de frescura al incipiente otoño castellano, algo que no le impide adivinar cómo, consumada ya su consagración como río respetable, el Henares pierde definitivamente en este lugar su carácter infantil para convertirse en un río adulto, aunque joven, un río que comienza a divagar por el ahora amplio y despejado valle heredado del Dulce, jugando a distanciarse algunos centenares de metros -no más por el momento- de la mucho más seria vía de tren, que parece querer reprochar con sus austeras curvas el caprichoso discurrir de las inquietas aguas.




Vista panorámica de Matillas. Fotografía tomada de Matillas.org


Una vez rebasada Matillas continuará nuestro río recogiendo las escasas aportaciones de algún que otro arroyo anónimo -o casi- hasta que, cuando ya se vislumbra en lontananza la impresionante mole sobre la cual se asienta el castillo de Jadraque, recibe las aguas tampoco demasiado abundantes del Cañamares, que le tributa los caudales recogidos en las lejanas sierras de Atienza. Una vez más, y a pesar de la cercanía de esta desembocadura a la vía férrea, los abundantes árboles junto con un inoportuno sesgo del río que momentáneamente le separa del tendido del ferrocarril, se alían para impedir, como ocurriera en el caso del Dulce, una visión siquiera parcial de la confluencia... Pareciéndole al frustrado viajero como si un Henares celoso de su intimidad velara cuidadosamente sus secretos.

No mucho después, tras pasar bajo el arco triunfal de un airoso viaducto de reciente construcción, arribará nuestro río, de la mano del ferrocarril, a la altiva villa de Jadraque, engrosado ya notablemente su caudal aun cuando no haya tenido lugar todavía la confluencia de sus dos principales afluentes, el Bornova y el Sorbe, que lo harán aguas debajo de la villa jadraqueña.




Castillo de Jadraque. Fotografía tomada de la Wikipedia


Jadraque, recostada en un romo cerrete cuyos pies lame el Henares, es población importante situada a mitad de camino entre la Alcarria y la Campiña como símbolo vivo de la perfecta simbiosis existente desde siempre entre ambas comarcas. A un lado se alza la agreste escarpadura de la Alcarria, muestra patente de la callada, pero tenaz, labor de zapa que el Henares ha venido realizando a lo largo de milenios, coronándose la villa con el altivo castillo que, situado allá en lo alto, ha oficiado de vigilante secular de las tierras medias del Henares siendo hoy, desaparecidos tiempo ha los enemigos que justificaron su razón de ser, signo de identidad del que se muestra orgulloso el pueblo entero. Al otro lado se muestra, en llamativo contraste, la feraz llanura que permite a la vista perderse en una lejanía limitada tan sólo por el azulenco cordón de la distante sierra. Y en mitad de ambos el Henares, un Henares que surca ahora uno de los parajes más amables de todo su curso, un Henares en definitiva todavía pequeño, pero que gusta de arropar sus riberas con sendas hileras de prietos árboles que contribuyen a alegrar con su lozanía la parda monotonía de la dura tierra castellana.

Mas el viajero es esclavo de su medio de locomoción, nada sensible a la poesía del paisaje, por lo que se verá obligado muy a su pesar a continuar con su incansable camino río abajo; y verá, apenas abandonado Jadraque, cómo el Henares comienza a divagar formando meandros cada vez más amplios que tan pronto lo alejan de su camino como lo acercan, algunos centenares de metros más allá, hasta parecer estar al alcance de la mano... Pura ilusión, claro está; el viajero permanece, mal que le pese, atado por completo al imperturbable vagón de ferrocarril que le transporta y encierra, privado pues de todo contacto con el exterior a excepción del estrictamente visual, lo que no es poco.




Puente del ferrocarril sobre el Henares, pasado Jadraque en dirección a Carrascosa
Fotografía tomada de www.fcmaf.es


A pesar de todas estas limitaciones, no por ello se ha de ver el viaje privado ni mucho menos de interés; de acuerdo con los planos se aproxima el cruce con el río Bornova, uno de los grandes afluentes del Henares, anunciado ya de lejos por la doble hilera verde que protege sus márgenes; porque en este caso, y a diferencia de lo que ocurriera con el Dulce y el Cañamares, el Bornova desemboca por el lado de acá de la vía en vez de hacerlo por la margen opuesta del Henares.

De poco servirá al viajero, no obstante, la fugaz mirada que pueda lanzar a este pequeño, aunque alegre curso de agua, antes de que éste se pierda irremisiblemente en la lejanía; decepción que se verá incrementada cuando éste intente infructuosamente vislumbrar su desembocadura... Aunque en esta ocasión la responsabilidad sea exclusivamente de la distancia que le separa de ella, demasiado grande como para poder fijar su mirada con el necesario detenimiento a la velocidad con que en estos momentos se desplaza el tren. Y es que el Henares, saboreando gozoso su cada vez más amplio valle, se permite el lujo en este lugar de desviarse más de un kilómetro del siempre sobrio tendido del ferrocarril.

No ha de cambiar mucho el paisaje una vez rebasada la oculta desembocadura del Bornova. La vía inicia ahora una larga recta mientras el río, jugando a ser mayor, describe amplios meandros siempre a la izquierda de la misma, ora acercándose a ella ora alejándose para lamer las últimas estribaciones de la Alcarria que sirven de frontera meridional a sus dominios. Pasada Carrascosa y cercana ya Espinosa, ambas apellidadas de Henares, la nueva carretera que enlaza Jadraque con Humanes se convierte en compañera momentánea del ferrocarril; pero no será ésta la que despierte el interés del viajero. De repente, y casi sin previo aviso, el tren atraviesa un pequeño puente bajo el cual discurre un reseco cauce que desemboca, poco más allá, en el ahora inmediato Henares. Consultados los planos podrá comprobar que se trata del modesto Aliendre, víctima sin duda de los rigores de uno de los veranos más secos de los últimos años. Poco más allá el tren se detiene en Espinosa, y a partir de allí iniciará, siempre siguiendo fielmente el incansable curso del Henares, una amplia curva que le encamina hacia el sur.




Puente del ferrocarril sobre el Aliendre. Fotografía tomada de www.fcmaf.es


Continúa nuestro río jugueteando con su sempiterna compañera, a la que volverá a cruzar en dos ocasiones más, que el viajero avisado sabe serán ya las últimas en las que podrá verlo pasar bajo sus pies: la primera al sur de Montarrón y la segunda en las cercanías de Cerezo de Mohernando, en ambas ocasiones mediante puentes de recia fábrica, pues el Henares es aquí todo un señor río que merece ser tratado con respeto. Sin embargo, aún le quedará por ver una visión interesante: El cruce con el río Sorbe, principal afluente del Henares, que, moribundo ya, pasará bajo sus pies en busca de un cercano final invisible para los viajeros del ferrocarril merced a la conjunción de una relativa lejanía con la frondosidad de las riberas de ambos ríos.

Pero aun esta satisfacción será fugaz; el Sorbe, parco todavía en caudal en este primerizo otoño, se aleja bruscamente, tras cruzar bajo la trinchera del ferrocarril, en busca de un Henares que no volverá ya a acercarse a la que hasta entonces hubiera sido su fiel compañera... Porque a partir de ahora ambos discurrirán siempre paralelos pero siempre distanciados, separados por una amplia faja de terreno que impedirá totalmente la visión aún fugaz, del ya maduro río; y al viajero, afectado por su pizquita de romanticismo, se le antojará que río y ferrocarril parecen estar señalados por una maldición mitológica que les condena a discurrir juntos al tiempo que les prohíbe contemplarse siquiera fugazmente.




Puente del ferrocarril sobre el Sorbe. Fotografía tomada de www.fcmaf.es


Poco le quedará ya por contemplar al viajero una vez rebasada la inmediata estación de Humanes; el Henares se adivina merced a la larga dentellada inferida a los cerros, en realidad un brusco talud antes que cordillera en miniatura; tan sólo el cruce con el canal homónimo del río, insensible sangría destinada a saciar la sed de los ávidos terrenos de la Campiña Alta, parece querer recordarnos que nuestro Henares continúa hacia delante, aunque sensiblemente mermado en sus caudales, recogiendo discretamente las poco abundantes aguas que le rinde el Badiel, su último afluente de cierta importancia que, tras disecar los páramos alcarreños, le desemboca anónimamente por la lejana y abrupta ribera izquierda.

Y luego... Rápidamente llega Guadalajara y, no mucho más tarde, el gallardo cerro del Ecce Homo anuncia en la lejanía la presencia de Alcalá, que se interpone entre el viajero y el río. Otro cerro no menos majestuoso que el anterior, el del Viso, le dará la despedida a la salida de la antigua Compluto, mientras el tren cruza el exiguo curso del Torote por un largo y a todas luces desproporcionado puente metálico camino ya de Torrejón. La maciza mole del Viso supondrá, asimismo, el broche final a la larga serie de cerros que hasta entonces habían adornado la ribera opuesta del ya moribundo río; porque, arribado el tren a la cercana villa del Ardoz, la vista se podrá extender sin obstáculos, prácticamente por vez primera en todo el viaje, hacia el suave y dilatado paraje que se muestra a la izquierda del viajero, con un Henares libre de la barrera que le constreñía alejándose aún más del ferrocarril hasta perderse en la llanura sin más límite que los romos taludes que en este lugar adoptan las postreras estribaciones de la Alcarria. Y es que parece como si nuestro río, avergonzado ante su ya inminente final, quisiera morir en soledad lejos de las miradas curiosas de aquéllos que le vieron nacer en la ya lejana Sierra Ministra, los mismos a quienes acompañara a lo largo de todo su viaje, a lo largo, en definitiva, de toda su vida.

Cuando minutos después el tren cruza por encima del advenedizo Jarama, convertido en padre río sin que en justicia se lo merezca, el viajero no podrá evitar que un punto de tristeza le embargue el ánimo al intuir cómo en la lejanía se pierde para siempre su amable compañero, a las puertas mismas de la gris e informe metrópoli en la que muere a su vez el ferrocarril, ingente Babel devoradora a su vez de varios ríos moribundos, cuando no muertos, en aras de su insaciable sed. A partir de este lugar el Henares, bucólico y sencillo, ya no existe como tal; sus aguas, confundidas con las del Jarama, cantan ya otra canción.



Publicado el 3-1-2010
Actualizado el 25-6-2017