La laguna de Somolinos





Atardecer en la laguna de Somolinos



La provincia de Guadalajara, tan parca en vías de comunicación como abundante en paisajes naturales, no cuenta precisamente con demasiados caminos que la enlacen con las vecinas provincias de Soria y Segovia atravesando las sierras del Sistema Central, la cordillera que la separa de ambas. De hecho, las carreteras principales que surcan esta región serrana son básicamente dos: La que partiendo de Jadraque conduce hasta Almazán y la que enlaza la ciudad de Sigüenza con la segoviana localidad de Ayllón. Ambas comarcales se cruzan en las cercanías de Atienza, lo que permitirá al viajero interesado en surcarlas una mayor movilidad en sus recorridos al poder éste pasar de una a la otra según sean sus conveniencias en cada momento.

La primera de estas dos rutas, la Jadraque-Almazán hasta el límite provincial, no presenta ninguna característica digna de mención en lo que al paisaje que surca se refiere: el reseco páramo castellano no ve alterada su monotonía más que por los parcos y exhaustos cursos de agua, secos en su mayoría durante los meses de estío, los cuales acaban rindiendo tributo al cercano río Salado. Cabe apuntar, a modo de curiosidad, la circunstancia de que todos -o casi todos- ellos vengan reseñados en los mapas con el calificativo de ríos, lo que contrasta llamativamente con lo magro de sus caudales.

Las estribaciones más orientales del Sistema Central, que sirven de línea divisoria entre las provincias de Soria y Guadalajara justo en la zona por la que discurre esta carretera, son apenas unos romos repechones a los que sólo con mucha benevolencia se les podría tachar de sierra, lo que no impide que, pese a lo poco significado de su orografía, sirvan no obstante de divisoria de aguas entre el Henares por un lado, a través de su afluente el Salado, y el cercano Duero por el otro, que recoge por su izquierda las aportaciones de los numerosos riachuelos que vienen a morir a él.

La segunda ruta, por el contrario, se revela mucho más interesante a consecuencia de su trazado, que discurre por la alta meseta que se abre entre el propio Sistema Central -y, más concretamente, en el tramo del mismo conocido como la Sierra de Pela- y la vertiente norte de la Sierra del Alto Rey, un ramal sureño del propio Sistema Central que resulta ser, en la práctica, mucho más agreste que la cadena principal de éste. Paralela a ambos macizos durante un buen número de kilómetros, esta carretera acabará rindiendo viaje, como ya quedó dicho, en la segoviana localidad de Ayllón, ya en la vertiente del Duero. El camino del viajero debería ir, pues, de Atienza a Ayllón, tal como ha quedado relatado; pero, dado que resulta mucho más natural descender por los ríos antes que remontarlos, permítasele por una vez invertir el sentido de su marcha iniciando la etapa en Ayllón, pequeña y recoleta villa de interesante visita para todo aquél amante del arte y de la historia, para terminarla no en Atienza -que esto ya se leerá en otro lugar- sino en las tierras en las que el Bornova deberá enfrentarse con la dura prueba de atravesar la recia serranía del Alto Rey, el obstáculo que se interpone secularmente entre él y las tierras bajas del Henares donde vendrá finalmente a morir.

Comenzada así la etapa en Ayllón, el viajero remontará durante un trecho el recoleto valle del río Aguisejo, vasallo del padre Duero, para, tras continuar por un pequeño y anónimo barranco tributario aún del anterior, cambiar casi imperceptiblemente de vertiente apenas internada la carretera en la provincia de Guadalajara. Estos primeros kilómetros recorridos por los dominios del lejano Henares discurren por unas peladas y llanas parameras de las que se derraman algunos pequeños arroyuelos que acaban vertiendo sus aguas al Sorbe por intermedio del Galve, uno de los principales colectores de la cuenca alta del mismo; en cuanto al propio Sorbe, río que nace bastante más al sur de este lugar, quedará por ello oculto a los ojos del viajero curioso, a no ser que éste decida desviarse hasta la vecina localidad de Galve de Sorbe para, una vez allí, internarse por los ásperos vericuetos por los que discurre el recién nacido río.




El nacimiento del Bornova visto desde la carretera


Pero, puesto que no es ésta la intención del viajero, sino que en esta ocasión lo que desea es alcanzar el Bornova, dejará atrás Campisábalos para continuar en dirección a Somolinos. No mucho más allá de la primera de estas dos localidades, conocida por su interesante iglesia edificada en el románico rural que salpica estas tierras castellanas, se producirá un nuevo cambio de vertiente al dejarse atrás la cuenca del Sorbe para alcanzar la del Bornova, hecho éste que difícilmente podrá pasarle desapercibido al viajero que verá cómo la carretera abandona bruscamente la horizontalidad para zambullirse en el profundo tajo de un reseco barranco que sirve de cabecera a este último río.

El paisaje que se extiende ahora ante sus ojos resulta ser, sin discusión de ningún tipo, decididamente atractivo: el cañón del barranco se ahonda cada vez más en la dura roca, cortándola limpiamente y produciendo unos llamativos acantilados que lo flanquean por ambos lados. La carretera, por su parte, serpentea a mitad de camino de la escarpada ladera, dejando entrever en sus revueltas el fondo de la reseca rambla. Algunos centenares de metros más allá un segundo barranco, también seco, confluye con el anterior, tallando entre ambos el terreno en forma de afilado espolón roquero que avanza sobre el estrecho valle a modo de fantasmal vigía.




Manantial del Bornova


Simultáneamente el fondo del barranco, hasta entonces desnudo y polvoriento, se poblará de repente con una densa arboleda que, a partir de entonces, lo festoneará en todo su descenso; se trata del nacimiento del Bornova, un generoso manantial velado hasta hace poco a los ojos curiosos del viajero cuando éste intentaba contemplarlo desde la alta carretera, aunque fácilmente accesible remontando a pie la vaguada desde el frondoso soto donde tiene su origen el río, llamado aquí por algunos autores -y ciertamente con bastante razón- río del Manadero. Claro está que, desde que fuera ensanchada la carretera, las cosas resultan ser bastante más sencillas, puesto que ya no es preciso apartarse de ella para contemplar con toda comodidad la hondonada en la que tiene su asiento el manantial. En cualquier caso, goza el Bornova del privilegio, raro por las tierras del Henares, de poder presumir de un nacimiento llamativo y bien localizado cuando, por lo general, la mayor parte de sus hermanos de cuenca se forman a partir de la reunión de varios arroyos anónimos; y es su manantial, en el que el agua brota con glotonería y, casi diríase, con ansias de recorrer mundo, uno de tantos lugares de la provincia de Guadalajara que merece la pena visitar.

Más adelante la carretera desciende hasta el fondo del vallejo, cruzándose al fin con el breve y saltarín curso del recién nacido Bornova, apenas un arroyuelo brioso y entusiasta que corre hacia su lejano final ajeno por completo a los rigores de una pertinaz sequía estival que parece no haber hecho aún acto de presencia por estos alejados y frescos pagos, a juzgar por el verdor que alientan las aguas del río. No mucho más allá el reverbero de la sanguinolenta luz del atardecer sobre una tersa lámina de agua que se entrevé entre la espesura anuncia al viajero la presencia de un amplio remansamiento del Bornova, la afamada laguna de Somolinos.




El recién nacido Bornova antes de llegar a la laguna de Somolinos


La laguna, pequeña en términos absolutos, representa no obstante un notable ensanchamiento del cauce del Bornova, el cual parece querer regodearse en este lago en miniatura de varios centenares de metros de longitud por quizá unos ochenta o cien de anchura; laguna de formación natural, puesto que el río se ha limitado a rellenar con sus aguas la amplia y profunda fosa que se interpone en su camino desde tiempos anteriores a los que el hombre guarda recuerdo. Las ásperas escarpas que la rodean por ambos lados parecen querer indicar la existencia en el pasado de tiempos mejores en los que la dura climatología castellana no se mostraba tan cicatera a la hora de regalar a los campos con el fértil rocío de las nubes, de manera que el nivel de las aguas pudiera alcanzar cotas más elevadas que las actuales; aunque quizá tan sólo se trate de la imaginación desbordada del viajero y, en el fondo, el nivel de la laguna se haya mantenido invariable a lo largo de los siglos, como parece querer indicar el recio y vetusto caserón, probablemente un antiguo molino, que con su mole parece querer cerrar la salida del estrecho valle allá donde las aguas de la laguna embocan el resurgido cauce del Bornova, pasadas ya sus momentáneas efusiones.

El lugar, arropadas la amplias riberas por una densa y fresca arboleda que parece querer proteger a la laguna defendiéndola del duro estío que azota con fuerza a los alrededores, presenta un aire mágico y ensoñador que hace aparecer a este pequeño microcosmos como un enclave irreal rodeado de un aura fugaz e intangible que impele al viajero a comprender y a compartir aquellos conocidos versos de Fray Luis de León que invitan al recogimiento y a la vida tranquila y sencilla del campo. Pero eso no es todo. Al parecer, corren entre los lugareños antiguas leyendas que afirman que la laguna carece de fondo cual si de una sima infernal se tratara; afirmación que, aunque negada por la ciencia, ayuda asimismo a que el viajero imagine, siquiera por un instante, a la profunda laguna como escondido refugio de alguna desconocida náyade huida del descreimiento materialista de los tiempos modernos.




Vista general de la laguna de Somolinos. Fotografía tomada de agricultura.jccm.es


Pero no. La profundidad media de la laguna es de tan sólo unos doce metros, y sus únicos habitantes son las truchas y los pájaros que pueblan sus riberas; mas tan prosaica realidad no impide que el viajero se sienta embargado por una sensación de placentero gozo fácilmente comprensible para todo aquél que se acerque hasta las tranquilas orillas de este pequeño regalo de la naturaleza y deje volar su imaginación olvidándose por unos instantes del mundo en el que realmente vive.

Dicen los libros que, apenas salido de la laguna, el Bornova cae por un desnivel de diez metros de altura, lo que hace suponer al viajero la existencia de una pequeña cascada; mas para su decepción, aunque puede comprobar con facilidad que el río corre efectivamente a una cota sensiblemente inferior una vez rebasado el antiguo molino que se interpone en su camino, el lugar preciso en el que el Bornova salva el brusco desnivel queda completa y pudorosamente oculto por éste, dejando así al viajero ayuno de la visión de este interesante accidente geográfico.

Por tal motivo habrá de seguir el viajero su camino sin haber podido saciar por completo su curiosidad, continuando por la carretera que, tras marchar paralela a la laguna primero y al curso del río después, se aparta definitivamente de este último apenas rebasada la localidad de Somolinos, dejándole una última visión del río serpenteando plácidamente por el pequeño valle. Más adelante acariciará el Bornova la bella ermita románica de Santa Coloma, allá por tierras de Albendiego, y más adelante aún se verá obligado a afrontar, allá por las tierras mineras de Hiendelaencina, la dura prueba que supone atravesar la recia sierra del Alto Rey interpuesta en su camino merced a un capricho de la naturaleza... Pero tente, pluma, que esto no corresponde decirlo aquí.



Publicado el 3-1-2010
Actualizado el 3-7-2015