El Barranco de Santamera





El Salado a su paso por Santamera



De entre todos los ríos y riachuelos que contribuyen a engrosar los caudales del Henares hay uno -el Salado- sumamente peculiar por varias razones. Nacido de forma anónima en las ásperas parameras que forman la vertiente sur de los Altos de Barahona, bien se puede otorgar a este curso de agua el calificativo de río maldito; porque, cual si de una maldición bíblica se tratara, el pobre riachuelo no sólo se ve obligado a avenar las comarcas más áridas de toda la cuenca del Henares sino que, para mayor laceria, ve sus aguas cargadas de la sal que le da nombre y que las esteriliza al tiempo que las convierte paradójicamente en fuente de riqueza.

No, no se puede decir que el curso alto del Salado sea precisamente atractivo para el viajero amante de los paisajes espectaculares... Aunque este modesto riachuelo se las ingeniará más adelante para sorprender, y muy gratamente por cierto, a todos aquéllos que pensaban que su curso no era más que una sucesión de parameras y salinas.

Y es que nuestro río, privado de una cabecera montañosa que hubiera podido elevar su curso alto a la categoría de atractivo paisajístico, se verá obligado a atravesar, ya en su curso medio, las últimas estribaciones del imponente espolón rocoso que, con diferentes nombres (Sierras del Alto Rey, de la Bodera, de la Muela...), se cruza en el camino de todos los ríos principales que al Henares afluyen por la derecha. Y es precisamente aquí, en las cercanías del prácticamente deshabitado caserío de Santamera, donde el Salado consigue pasar victorioso su reválida dejando atrás la imagen de río perezoso e incapaz para enfrentarse valientemente con los duros peñascos que interrumpen su camino y que resultan limpiamente cortados por la paciente labor del inquieto riachuelo.

Pero comencemos por el principio. Santamera, como suele ocurrir tan a menudo en las comarcas de Guadalajara, no tiene un acceso fácil aunque tampoco es éste imposible; para arribar a esta pequeña aldea, el viajero deberá de tomar la carretera comarcal que enlaza Atienza con Sigüenza para, a la altura de las salinas de Imón, desviarse por una local ni mejor ni peor que otras tantas de la zona y que viene a morir justo en las primeras casas del pueblo.




El Salado al inicio del barranco de Santamera


Santamera es una pequeña aldea arracimada en la empinada ladera de una hondonada que, a modo de circo rocoso, se abre en el flanco izquierdo del hondo barranco abierto por el Salado... Barranco recién estrenado por el río puesto que, apenas unos centenares de metros aguas arriba, su valle no era más que la planicie pelada de la paramera apenas rasguñada por el insignificante cauce del mismo.

Y si llamativo es en su modestia el pueblo, trepando sus casas por la roca hasta rematar su osadía con el edificio de la pequeña iglesia situada en lo alto del mismo, no lo es menos un Salado que se adorna quizá por vez primera en todo su curso con los verdes ropajes de unas arboledas que le hacen perder la adusta desnudez a la que tenía tan acostumbrado al viajero aguas arriba de estos parajes. Pasa aquí el Salado lamiendo los pies al pequeño caserío al tiempo que le ofrece una mínima vega que no por diminuta deja de ser sumamente gratificante para los ojos de aquéllos acostumbrados a la aridez del paisaje que rodea a este casi desconocido oasis.

Pero lo mejor, el más difícil todavía, no ha llegado aún, y el viajero que se limitara a no pasar del pueblo habría cometido sin duda un craso error después de haber llegado hasta tan lejos. Por ello deberá seguir, bien andando bien en vehículo, la senda que sale del pueblo paralela al curso del río. Y allí, apenas doblado el recodo que el Salado hace a unos centenares de metros aguas abajo, podrá el viajero explayarse con la visión de unas rocas limpiamente cortadas en vertical por el travieso río que juguetonamente discurre por el fondo del estrecho cañón mientras arriba, en la parcela de cielo que asoma más allá de los riscos, una bandada de buitres planea incansable en la lejanía en busca de su lúgubre pitanza.




Cantiles del barranco de Santamera


El barranco, que se adivina largo y prometedor, se retuerce ahora en unos cerrados meandros que hacen aún más espectacular su aspecto a la par que impiden que la vista del viajero se pueda extender más allá del férreo farallón de roca que sirve de telón de fondo al limitado horizonte. Y, aún cuando el camino parece continuar a la vera del río una vez cruzado a la orilla opuesta del mismo, el viajero, que no se siente con fuerzas para hacer una caminata forzosamente con vuelta, prefiere renunciar al menos momentáneamente a la promesa de un atractivo paisaje prefiriéndolo intentar, a ser posible en vehículo, subiendo en dirección opuesta desde la confluencia del Salado y el Henares; pero esto pertenece ya a otro capítulo.



Publicado el 3-1-2010
Actualizado el 12-6-2015