Guadalajara, la ciudad con nombre de río



Sin duda es a su llegada a Guadalajara cuando el Henares experimenta una de las mayores transformaciones de todo su curso, alteración que le habrá de acompañar ya durante el resto del camino hasta el momento de su desembocadura. No es la naturaleza la que modifica de forma tan drástica a nuestro río, ya que este cambio no es ni paisajístico, ni climático, ni tan siquiera etnográfico; es el hombre, quien lejos de convivir armoniosamente con su entorno lo altera, y no precisamente para bien, ensuciándolo y creando en tantas y tantas ocasiones fealdad donde antes tan sólo hubiera belleza.




Bucólico aspecto que presenta el Henares a su paso por el puente árabe de Guadalajara


Porque el Henares, ese río limpio y vivo que naciera más allá de la vieja ciudad de Sigüenza, ese río arcilloso que hasta en su turbiedad proclamaba lo impoluto de sus aguas, se convierte aquí en un río urbano sufriendo la primera de las agresiones que a partir de ahora irán alterando su naturaleza. Aunque Guadalajara no será la única ni, tan siquiera, la principal agresora; tan sólo se trata, por azares de la geografía, del primer hito de una larga serie de injurias infligidas a nuestro río, ya que después de ella habrán de venir Alovera, Azuqueca, Alcalá, Torrejón... núcleos urbanos e industriales que vacían sus intestinos en el antaño cantarín Henares convertido, hasta hace unos años, en un emponzoñado albañal en el que la vida apenas era ya posible. Y aunque hoy en día su estado ha mejorado considerablemente, las cosas nunca podrán volver a ser igual que antes. Éste es el enorme tributo que habrá de pagar nuestro río antes de rendir sus agotadas aguas al no menos vapuleado Jarama.

A diferencia de Alcalá, lánguidamente recostada en la suave ribera derecha del Henares, Guadalajara se atalaya en la margen opuesta, tan distinta y tan complementaria, donde los ásperos estribos de la Alcarria se desploman sobre las aguas que las hermanan. Es por ello por lo que, a pesar de heredar de él el antiguo nombre árabe de Río de las Piedras, Guadalajara le ha dado tradicionalmente la espalda, no siendo sino hasta mediados del siglo XIX cuando, forzada por la construcción de la estación de ferrocarril, saltó por vez primera, de forma tímida, a la otra orilla. Es por ello por lo que durante mucho tiempo tan sólo fueron dos los puentes que cruzaban su cauce, el conocido popularmente como romano -en realidad árabe- y el de la autovía A-2, mucho más moderno y feote, que bordea a la ciudad por el sur. A ellos se sumaría, ya a mediados de la década de los ochenta del siglo XX y entre medias de ambos, el de los Manantiales; y no se precisaba de más, puesto que en la margen derecha del Henares tan sólo se asentaban, hasta hace pocos años, los barrios de la Estación y de los Manantiales, junto con algún polígono industrial.




El moderno puente Arriaca, sobre el Henares
Fotografía de Sonsaz tomada de la Wikipedia


Ahora, por el contrario, la situación ha cambiado por completo ya que, al socaire del crecimiento de la ciudad, al Henares le han crecido varios puentes nuevos. El de la autopista de peaje, construido en 2003, es el primero con el que se encontrará nuestro río poco antes de llegar a Guadalajara; funcional y antipático, salvará su cauce desdeñándolo y sin molestarse siquiera en anunciarlo. Aguas abajo los nuevos barrios crecidos al norte de la ciudad le darán la bienvenida con el puente Arriaca, un flamante puente atirantado por el que desde 2006 cruza la Ronda Norte. Continuará adelante salvando ahora una pasarela peatonal, junto a la desembocadura del barranco del Alamín, para llegar finalmente hasta el puente árabe, el más antiguo de la ciudad aunque su edad real se remonte tan sólo, que no es poco, hasta la Edad Media. A éste le nació en 2008 un hermano para servirle de desahogo, más funcional sin duda pero también menos bonito a juicio del viajero. Tras discurrir bajo el puente de los Manantiales, el de la autovía y el de la Barca, frontero al anterior, Guadalajara dirá finalmente adiós a su río mientras éste sigue adelante, imperturbable en su discurrir secular, camino de Azuqueca y, más allá, de Alcalá y del Jarama.

Sin embargo, aunque todos estos puentes son miradores privilegiados sobre su curso, en casi ninguno de ellos mostrará nuestro río un aspecto sugerente. Parécele al viajero como si el Henares hubiera decidido renunciar a expansiones de cualquier tipo encogiéndose medroso en un cauce gris y tristón, avergonzado quizá de haber perdido de forma tan brusca su prístina virginidad. ¡Cuán diferente es ahora nuestro río de la majestuosa corriente de agua que discurriera orgullosa apenas algunos kilómetros curso arriba, por tierras de Fontanar! Lo que allí era grandeza es aquí parvedad, sustituida la pasada altivez por la modestia actual de un Henares que tan sólo en contadas ocasiones osará hinchar sus habitualmente tranquilas aguas para demostrar que, a pesar de su mansedumbre, es capaz de demostrar, siempre que lo desee, que sigue siendo un río serio merecedor de respeto.

La única excepción a esta indiferencia será aguas arriba del puente árabe, donde su cauce se abre sembrándose de árboles mientras sus aguas serpentean perezosas apenas por una estrecha porción del mismo. Es justo aquí, lugar en el que durante siglos Guadalajara le diera la bienvenida, donde muestra toda su dignidad, labrando unos llamativos cortados en su margen izquierda aún más marcados merced al profundo tajo con que los secciona el barranco del Alamín, la roma dentellada en las tierras de la Alcarria que hasta hace poco sirviera de límite urbano por el norte y hoy completamente desbordado por el crecimiento de la capital alcarreña.

Pasados los dos puentes hermanos el Henares, quizá avergonzado por su anterior expansión, volverá a recogerse sobre sí mismo, de modo que cuando poco después llegue hasta el funcional puente de Los Manantiales lo hará de nuevo bajo una forma anodina que nada vendrá a aportar al viajero, acostumbrado como está a disfrutar de parajes en los que éste se mostraba mucho más majestuoso. Esta modestia ya no le abandonará en el tramo que aún le queda por recorrer antes de despedirse definitivamente de Guadalajara una vez salvados los dos últimos puentes con los que la ciudad le abraza; una modestia, por cierto, que al viajero se le antojará impropia de un río orgulloso.




Así se despide el Henares de Guadalajara tras cruzar bajo la autovía A-2


Así, al contemplar su mermado curso de agua le parecerá como si una deidad adversa hubiera hincado sus implacables garras en los líquidos caudales del indefenso río, sorbiéndoselos cruelmente hasta convertirlo en una distorsionada caricatura de sí mismo. Tal metamorfosis no existe evidentemente sino en la exaltada mente del viajero, que aun siendo consciente de la inmutabilidad de los procesos geológicos frente a la efímera brevedad de la vida humana, no podrá evitar marcharse de Guadalajara con la imagen grabada en su mente de un Henares entristecido por saber que nunca más podrá volver a ser ya el mismo.



Publicado el 3-1-2010
Actualizado el 25-8-2015