El Henares complutense (I)
De la Oruga a la presa de Cayo



Alcalá y el Henares, la ciudad y su río. Simbiosis perfecta y milenaria de dos entes vivos y cambiantes acostumbrados desde siempre a confraternizar durante centurias y centurias sin que nadie pueda, en justicia, imaginar la existencia por separado de cualquiera de ambos... Porque Alcalá, la vieja Compluto, la mítica Iplacea, jamás hubiera podido ser como es hoy, como ha sido siempre, sin el abrazo cariñoso de su río, al tiempo que el jovial y juguetón Henares siempre hubiera necesitado el asentamiento de una importante ciudad en su generosa vega a modo de justificación de su labor fertilizadora de las siempre adustas tierras castellanas por las que el destino quiso que discurriera.

Matrimonio secular, pues, el de la ciudad y su río apenas alterado por las periódicas y a veces destructoras avenidas que, a modo de discusiones familiares, han venido jalonando la historia conjunta de ambos y que, de modo similar al de las desavenencias conyugales, nunca han pasado de ser unos breves paréntesis dentro de una relación mutua felizmente provechosa.

Y es que el Henares es, sin ningún tipo de dudas, un río hecho a la medida justa de una ciudad, para suerte y beneficio de Alcalá: Ni demasiado pequeño como para sentirse aplastado por la urbe, ni demasiado grande como para constituirse en barrera y obstáculo antes que en compañero y amigo, el Henares se ha cuidado además de no atravesar Alcalá discurriendo lo suficientemente cerca de ella como para permitir el deleite secular de los alcalaínos pero, al mismo tiempo, lo suficientemente lejos de la misma como para poder exigirle respeto para sus aún vírgenes riberas. De hecho, y de no ser por la inexcusable certidumbre de la mayor antigüedad del río en relación con la ciudad, podríase pensar que éste ha preferido describir voluntariamente una amplia y generosa curva orlada de meandros en cuyo seno, acariciada que no atenazada por sus aguas, se habría de encontrar asentada desde tiempos inmemoriales la ciudad... Imagen pueril por lo disparatado, pero ciertamente poética y, como tal, sumamente grata a la imaginación del que aquí, antes que viajero, se puede intitular con satisfacción como natural de este milenario solar.

No, evidentemente no ha sido el Henares quien ha esquivado a la ciudad sino que, muy al contrario, ha sido ésta quien buscando el cobijo de sus riberas ha venido a resguardarse al amparo de su generoso recodo, lo que hace que el tramo complutense del Henares se extienda a lo largo de varios kilómetros desde la Oruga hasta el Juncal retorciéndose perezoso en torno a la ciudad y jugando con los meandros, las presas y los remansos que jalonan este todavía hoy deleitoso paraje.




El Henares junto al puente de la Oruga


Y por cierto que el Henares parece querer ponerse de largo cuando, allá por los parajes de la Oruga, pise por primera vez el umbral de la vieja Compluto. Estrecho y poco profundo, famélico casi en aguas no mucho más arriba de su curso, se remansará aquí sintiéndose ancho y poderoso cual si ponerse quisiera a la altura de la linajuda ciudad a cuyos primeros edificios ahora se aproxima. En realidad, la única responsable de tan súbita mutación no es otra que la inmediata presa de la Esgaravita, que todavía hoy cumple, aunque rota desde hace años, con su misión de derivar parte de las aguas hasta el inmediato caz pese a que ésta no sean aprovechadas ya por ningún molino, pues éste fue bárbaramente demolido sin que nadie se preocupara por su conservación... muestra, sin duda, del inexorable e implacable discurrir de los tiempos.

Por si fuera poco, también aquí se separará momentáneamente el Henares de su tradicional abrigo de los cerros para ofrecer a los ojos del viajero la tentación de una ribera izquierda cuajada de verdor y convertida en un agradable soto que contrasta vivamente con la patética desnudez de la degradada margen opuesta, recorrida por un polvoriento camino. Para más inri, la reciente construcción, entre el río y la carretera, de un moderno centro comercial y una ciudad deportiva, que éstos son el pan y el circo de nuestros días, no sólo no ha supuesto la regeneración de esta orilla sino que, probablemente, ha incrementado todavía más su ya tradicional deterioro al facilitar el acceso a la misma a un elevado número de personas que, como suele ocurrir en casi todas las ocasiones, no han sido capaces de respetar como es debido un entorno natural que por lo demás podría llegar a ser, convenientemente cuidado, un lugar sumamente interesante.

La existencia de un puente sobre el río incitará necesariamente al viajero a atravesarlo en búsqueda del bucólico paisaje que se anuncia al otro lado del mismo; mas una cancela que lo cierra a cal y canto en su otro extremo le hará desistir forzosamente de sus deseos aún cuando sea plenamente consciente de la condición de terreno público que abarca a todas las riberas fluviales... Aunque, eso sí, el puente es tan privado como la finca a la que conduce. Y, puesto que el viajero no se atreve a cruzar el Henares de ninguna otra manera, forzosamente más accidentada e incómoda, prefiere renunciar a sus intentos optando por continuar la marcha, río abajo, siempre por la orilla derecha.




El Henares en la presa de la Esgaravita


Lamentablemente, ésta tampoco le resultará accesible a partir de la inmediata presa a causa de la existencia del caz que, conjuntamente con el Henares, forma una isla sobre la que se asienta la vecina finca de la Esgaravita, finca que por circunstancias análogas a las de la Oruga resulta asimismo complicado visitar; y privado así de la visión de uno de los, por lo recóndito del mismo, más interesantes tramos fluviales con que cuenta Alcalá, tendrá que limitarse el viajero a seguir la umbrosa ribera del profundo caz hasta alcanzar finalmente la confluencia de éste con el Henares, un Henares que vuelve a recobrar aquí su aspecto más característico -y por ende escasamente espectacular- con sus más bien tirando a magros caudales lamiendo, diríase que amorosamente, los afilados escarpes que vuelven a conformar en este lugar su característica orilla izquierda y que, en forma de varios cortados sucesivos, sirven de avanzadilla a la majestuosa mole del cerro de la Vera Cruz o del Ecce Homo, que por ambos nombres se ha conocido a este secular vigilante de la feraz campiña del Henares.

La orilla opuesta, la única practicable de hecho para el viajero, presenta por el contrario una suavidad únicamente interrumpida por el reciente y nada estético, aunque sin ningún género de duda extremadamente útil, muro de contención construido a raíz de la imponente riada de 1970, la última hasta el momento. Se trata, en definitiva, de una muestra palpable más de la famosa disimetría del valle del Henares, una curiosidad geológica que a decir de los entendidos constituye una peculiaridad sin parangón en todo nuestro país.




El Henares en las proximidades de la ermita del Val


El camino río abajo resultará ahora sumamente cómodo para todo aquél que desee dejarse llevar por la recta margen derecha del río, un río en su inicio somero y que irá poco a poco entrando en aguas hasta acabar adquiriendo un aspecto bastante más que respetable. Al otro lado del mismo alternarán los cortados de aspecto singular con los barrancos de torturado perfil, sin faltar tampoco alguna que otra desafortunada intervención humana en forma de mural presuntamente pictórico que alguien con ínfulas de artista tuvo el descaro de hacer hace varios años a costa del destrozo de una de las mejores terreras de la zona... Desaguisado que al viajero le gustaría ver desaparecido de una manera definitiva y que, afortunadamente, la activa erosión de la zona se viene encargando de borrar poco a poco.

No mucho más allá el Henares flanqueará sendos hitos de la historia complutense: a su derecha la ermita de la Virgen del Val, reciente en su arquitectura aunque antigua en devoción; a su izquierda, la mellada, pero aún enhiesta, torre albarrana que antaño perteneciera a la orgullosa fortaleza de Alcalá la Vieja y que hoy, triste y aislado muñón todavía en pie más por milagro que por respeto, parece continuar vigilando la llegada de un inexistente enemigo al tiempo que contempla insensible cómo del antiguo baluarte militar del que otrora formara parte tan sólo restan hoy unas tristes y misérrimas ruinas sepultadas en su mayor parte por el polvo y el olvido de los siglos.

El viajero recuerda cómo en los años de su niñez existía en este lugar un puente colgante que permitía atravesar, con bastante miedo por cierto, las que entonces se le mostraban como procelosas aguas, pudiendo así acceder con toda facilidad a la escarpada y un punto misteriosa ribera opuesta... Puente que se llevó por delante la riada de 1970 sin que nadie se molestara posteriormente en rehacerlo, puente del que hoy sólo queda, a modo de reliquia, el estribo de la orilla de acá, desaparecido su compañero a manos de las entonces embravecidas aguas.

Y así, el viajero continuará adelante, dejando atrás aquel lugar de hondos recuerdos infantiles en busca de la ya cercana presa de Cayo. Camina, como siempre, por la orilla derecha del río atravesando la frondosa, aunque breve, alameda que cubre el espacio existente entre la orilla y el muro, al tiempo que al otro lado del cada vez más anchuroso Henares los cerros retroceden hasta un discreto segundo plano, apenas lo suficiente eso sí como para permitir la existencia de una estrecha y humilde vega. En cuanto al lado de acá, por su parte, pronto habrán de cambiar las tornas en menoscabo de la alameda ya que, en un tramo de varios centenares de metros, la actividad humana ha destrozado completamente el aspecto original del río arrasando sin compasión su antigua ribera para transformarla en una insulsa y a todas luces fuera de lugar escollera que, por si fuera poco, resulta ser tan artificial como inhóspita... Herida sangrante que viene a sumarse a la ya antigua del muro de contención, que también en este lugar se aproxima hasta el punto de rozar casi la misma margen del río, sirviendo a la vez de límite a la moderna ciudad deportiva alzada justo en el lugar en el que el viajero recuerda la existencia de un vasto y hoy desaparecido campo de junqueras.




El Henares en la presa de Cayo un año de crecida


Y por fin la presa de Cayo, un bálsamo para los ojos doloridos ante tanto destrozo y lugar donde el Henares describe una brusca curva de noventa grados apoyándose en la ciclópea bisagra del cerro del Malvecino, uno de los más característicos hitos de la topografía complutense y al cual el Henares se complace en lamerle sus laderas suavemente sumergidas, casi sin solución de continuidad, en el propio lecho del río... Allá donde un Henares remansado, domesticado casi, se vuelca impetuoso a través de una presa durante mucho tiempo destrozada y hoy felizmente recompuesta que vuelve a enviar agua al antiguo caz por más que el molino no sea hoy sino un conjunto de arruinadas paredes víctimas primero del abandono y posteriormente de un incendio que vino a acabar con el honrado edificio. Es esta presa lugar de hondos recuerdos infantiles para un viajero que, allá cuando era solamente un niño y las piscinas representaban todavía un lujo exótico, acostumbraba a bañarse una y otra vez en las aguas del manso Henares antes de que la contaminación hincara sus crueles garras en él... Pero esos tiempos están ya muy olvidados, y nada más lejos de su intención que sumergirse en unas aguas completamente desiertas de bañistas, por lo demás, aun en lo más caluroso del verano; y es que, sospecha, por algo será. El progreso, es de suponer.



Publicado el 3-1-2010
Actualizado el 10-12-2020