El bajo Salado





Vista aérea del embalse de El Atance
Fotografía de Avioneto tomada de foros.embalses.net


El Salado, conocido principalmente gracias a la peculiaridad de sus aguas que le da nombre, es también un riachuelo cambiante y polifacético que muestra aspectos muy diferentes según la zona de su curso que se contemple. Arroyo misérrimo en la Riba y en Imón, gentil y tesonero en Santamera, parejo al Henares en Baides... De hecho, si el viajero visitara por separado estos parajes ignorante de su pertenencia a un mismo río, bien podría imaginarse que se trataba de diferentes cursos de agua sin relación alguna, tal es la diferencia existente entre los mismos.

Junto con su versatilidad el Salado presenta también la peculiaridad, esta vez compartida con varios de sus hermanos, de discurrir en buena parte por lugares recónditos y escondidos que aúnan el interés paisajístico con lo complicado del acceso a los mismos... Pero, si bien algunos de estos parajes no son accesibles sino a pie y sólo después de largas caminatas, la enrevesada red de carreteras locales de la zona permitirá alcanzar al viajero motorizado varios de estos puntos si bien, celoso el río cual si de una recatada doncella se tratara, se reservará éste sus mejores cartas escondiéndolas allá donde no pueden llegar ni la carretera ni esos monstruos de cuatro ruedas tomados por muchos como símbolo de la civilización.

Particularmente significativa en lo que respecta a estos dos apartados es la ruta que, teniendo su origen en Baides, remonta el valle del Salado hasta los pequeños caseríos de Viana de Jadraque y Huérmeces del Cerro, lugares cuyo principal interés es fundamentalmente el paisajístico, conduciendo posteriormente hasta la nueva presa de El Atance para, tras un breve retroceso, encaminarse hacia Santiuste desembocando al fin en la carretera que enlaza las localidades de Jadraque y Atienza.




El Salado en las cercanías de Viana de Jadraque


Partiendo, pues, de Baides, lugar donde el gentil Salado viene a dar al Henares, que es su morir, el viajero podrá remontar el estrecho, aunque no encajado, valle del río hasta alcanzar poco más allá la localidad de Viana. A poco de dejar atrás el pueblo, y arrimada la carretera al río, no tendrá por menos que sorprenderse al contemplar en este lugar a un brioso Salado que remansa orgulloso sus aguas en una balsa de regular tamaño, apta perfectamente para una refrescante zambullida.

Y no será eso lo que más le llame la atención si, aguzando el oído, busca el origen del sordo rumor que se percibe hacia el otro lado, aguas abajo del pequeño puente que en este lugar salva su curso: a muy pocos metros de distancia, y parcialmente velada por la abundante vegetación que festonea las riberas, podrá el viajero descubrir una pequeña e interesante cascada por la que el Salado despeña sus bulliciosas aguas con un ímpetu tal que parece como si quisiera desmentir la modestia de su origen, mostrando con lujuria la totalidad de sus acuáticos poderes.




Cascada del Salado en las cercanías de Viana de Jadraque


Puede que todo se deba a que el lecho de dura piedra en el que se asienta la cascada sustituye aquí a la permeable tierra de otros lugares de su curso menos espectaculares; pero el viajero, que no ve a los ríos como unas frías manifestaciones geológicas sino, antes bien, como a unos seres vivos provistos de alma propia, prefiere obviar tan prosaica explicación atribuyéndolo todo a la voluntad caprichosa de un riachuelo juguetón y singular.

La situación cambiará drásticamente cuando la carretera se cruce con el río poco antes de llegar a Huérmeces. A diferencia del paraje anterior, aquí el Salado se muestra vestido de nuevo con las mediocres galas que luciera allá por la lejana Imón, discurriendo por un cauce misérrimo cegado en buena parte por la abundante vegetación acuática que medra al abrigo de la humedad del mismo. Y es que, cual si de un Guadiana en miniatura se tratara, parece como si el Salado quisiera hurtar en ocasiones sus aguas, avergonzado quizá atrevimientos tales como los de Santamera, río arriba, o de Viana, río abajo, cuando osaba jugar a ser un río mayor.

Sin embargo, la decepción provocada por el río tendrá su compensación en el llamativo paisaje formado por las peñas que a uno y otro lado flanquean el valle, las cuales se hacen cada vez más agrestes río arriba anunciando el final del hondo barranco que comenzara en Santamera para venir a morir a poca distancia de aquí. Tras atravesar un estrecho portillo natural ya merecedor por sí mismo de una visita, el viajero se encontrará con un brusco recodo del río que se corresponde con una bifurcación de la carretera en dos ramales, el que conduce a la cercana presa y el que se encamina a Santiuste. Ambas carreteras son modernas, puesto que el viajero recuerda cómo no hace tantos años se vio obligado a detener sus pasos aquí; pero ahora, vencido ya este obstáculo, está dispuesto a llegar hasta el final.

En primer lugar optará por visitar la presa, una reciente construcción que ha remansado las aguas del Salado pese a las protestas de quienes argumentaban, quizá no exentos de razón, que a la tristeza de inundar el sentenciado pueblo de El Atance habría que sumar la inutilidad de remansar unas aguas que, debido a su salinidad, resultarían inútiles para el riego. Nada de esto sirvió para detener el proyecto, y hoy El Atance yace bajo las aguas mientras su iglesia, desmontada pacientemente piedra a piedra, fue trasladada a lugares más seguros.




La presa del embalse de El Atance


La carretera de la derecha imita al Salado en su grácil curva, salvándolo por un funcional puente vecina del cual se atisba una estación de aforo. Remonta a continuación el valle aguas arriba aunque, eso sí, sin arrimarse demasiado al mancillado río, en un alejamiento indudablemente casual pero que al viajero le gusta imaginar como una imposible muestra de respeto. Tras un recorrido de quizá unos dos kilómetros se atisba finalmente, camuflada en un recodo del valle, la controvertida presa.

Su tamaño es pequeño, acorde con la estrechez del terreno, y tampoco su altura llama especialmente la atención. A diferencia de sus hermanas de Beleña y Alcorlo, construidas con tierra, ésta es de hormigón, lo que le asemeja más a la de Pálmaces pese a tratarse, respectivamente, de la más moderna y la más antigua de las que se alzan en las tierras del Henares. Con una superficie escalonada que le dota de una curiosa semejanza con ciertas pirámides egipcias, la presa muestra ya, pese a lo reciente de su construcción, una llamativa apariencia de decrepitud, acrecentada todavía más por el abandono en el que se encuentran sus alrededores y la profusión de diferentes cachivaches de indeterminada utilidad que invaden su cúspide pareciendo denunciar mudamente, aunque quizá se trate tan sólo de la imaginación desbocada del viajero, posibles problemas de diseño.




El embalse de El Atance visto desde la presa


Desde lo alto de la presa se atisba el valle inundado del Salado, y allá donde antaño se encontrara El Atance hoy tan sólo se atisba una estrecha y alargada lámina de agua... Agua que, lejos de mostrar el vivo color azul que adorna a los vecinos pantanos, presenta un feo color verde turbio que sorprende desagradablemente al viajero, el cual no puede evitar preguntarse si la empecinada construcción de este embalse no pudiera ser, tal como pronosticaron algunos, un irreparable error...

Pero el viajero carece de datos suficientes para poder enjuiciarlo objetivamente, razón por la cual, tras proceder a un filosófico encogimiento de hombros, da media vuelta para vislumbrar el aspecto que presenta el domeñado río aguas abajo de la presa... Lo cual le supone una nueva decepción, ya que es apenas un mísero cauce lo que se asoma bajo sus pies, pálida sombra de un Salado que, junto con su caudal, parece haber perdido incluso su dignidad.




El Salado a la salida de la presa


Apenado por tan triste espectáculo el viajero decide dar por terminada la visita, razón por la cual se vuelve sobre sus pasos retornando al lugar del que parte la carretera de Santiuste. Una vez allí, al dirigir una postrera mirada a la curva del río descubre con sorpresa cómo su caudal se muestra aquí digno dentro de su modestia, a diferencia de lo que ocurría tan sólo algo más allá aguas arriba. Una consulta al mapa le explica la razón de esta esperanzadora metamorfosis: entre este lugar y la presa se encuentra la desembocadura del río Regacho, el cual aporta íntegros sus magros caudales al Salado compensando así, siquiera parcialmente, la feroz sangría a la que se ha visto sometido su hermano mayor. Esta desembocadura le ha pasado desapercibida al viajero por encontrarse al otro lado de la carretera, pero tras sus iniciales dudas decide finalmente no retroceder para buscarla, dado que la jornada se presenta larga y todavía le queda mucho camino por recorrer. Así pues encaminará sus pasos hacia la siguiente etapa, que será el cercano caserío de Santiuste.

La ruta, inédita para él debido a lo novedoso de la carretera, remonta a decir de los mapas el modesto valle del Regacho siguiendo el trazado de un secular camino, aunque el curso del río apenas se entrevé en el fondo del valle mientras el viajero lo recorre a mitad de ladera. Poco más allá alcanzará al fin Santiuste, que en su nombre refleja de forma patente su vinculación medieval con los patronos de su Alcalá natal aunque, por mor de las veleidades del destino, los naturales del pueblo haga siglos que hayan perdido el recuerdo de la razón de su origen. Como suele ser habitual por estos pagos el caserío se alza en una profunda hondonada colgado sobre el río, al que hay que descender recorriendo apenas unos centenares de metros. El Regacho, al que evidentemente le viene grande el ampuloso calificativo de río, es poco más que un brioso arroyo que discurre, eso sí con fuerza, por un estrecho cauce vestido con una abundante vegetación de ribera, desnuda todavía en esta incipiente primavera pero que augura una futura orgía de verdor en ese apartado rincón de la paramera castellana.

Todavía tendrá ocasión de atisbar el viajero otras dos veces el curso del Regacho aguas arriba de Santiuste, la primera en Riofrío del Llano y la segunda en la bifurcación de la carretera que conduce a Sigüenza, pero en ambos casos su curso anónimo, que apenas se atreve a arañar tímidamente la paramera y carente incluso de escolta vegetal, no será digno de mayor atención a causa de su extremada modestia. El Regacho no se hace mayor hasta que se decide a excavar su propio valle ya en las cercanías de Santiuste, y si bien sus inicios decepcionarán al viajero, éste ha de convenir que el modesto tributario se redime finalmente cuando ofrece generoso sus caudales a un Salado que se ha visto privado de los suyos propios a causa de la avidez humana, que bien está lo que bien acaba.



Publicado el 2-1-2010
Actualizado el 12-6-2015