Los Santos Niños en “Vidas de niños santos





Portada del libro en la edición de 1942



Dentro de los distintos libros que glosan el martirio de los Santos Niños, por lo general con bastante más imaginación y sentido dramático que rigor histórico tal como suele ocurrir con las hagiografías, se cuenta el titulado Vidas de niños santos, para mí desconocido hasta que hace poco mi amigo Tomás Polo, que por ser natural de Tielmes comparte conmigo el interés por los mártires complutenses, me pasó fotocopiadas las páginas que el citado libro dedica a los santos Justo y Pastor.

El libro, editado por el Apostolado de la Prensa, está fechado en 1942, aunque según el catálogo de la Biblioteca Nacional tuvo dos ediciones anteriores en 1912 y 1927. En la edición de 1942 no figura ningún autor, aunque en la ficha de la edición de 1912 aparece como tal Un socio del Apostolado de la Prensa, una editorial católica que figura como responsable de la publicación del libro. Las ilustraciones, por su parte, están firmadas por Arribas, sin que haya podido determinar el nombre completo del dibujante.

Tal como indica el título, el libro es una recopilación de relatos hagiográficos de niños santos, entre los que, como cabía esperar, figuran los santos Justo y Pastor.

En realidad nada hay de original en el relato del martirio de los mártires complutenses ya que el libro se limita a reproducir lo dicho por otros autores anteriores, siendo además uno de los autores que cita como referencia el nada fiable Juan Tamayo de Salazar, un escritor barroco autor de un Martirologio hispánico (Lyon, 1651 a 1659) considerado por los expertos de muy dudosa fiabilidad, ya que una de sus principales fuentes fueron los Falsos Cronicones, publicados por su contemporáneo Jerónimo Román de la Higuera, uno de los mayores falsarios de la historiografía española. No obstante, resulta cuanto menos curioso ver la interpretación claramente arcaica que hace el anónimo autor, en pleno siglo XX, del martirio de los Santos Niños.





VIDA DE LOS SANTOS JUSTO Y PASTOR
MÁRTIRES


I
El edicto de Daciano

En aquella parte del río Henares que cae a la falda de la misma cuesta de San Juan del Viso, donde hoy llaman la Huerta de las Fuentes y Fuente del Juncal, extendíase, según el M. Flórez, la antigua Compluto por la época en que sucedieron los hechos que vamos a referir. Fundada antes en lo alto de una colina, que desde el tiempo de los moros se llamó de Zulema, era como un alcázar fortificado por la naturaleza y el arte; motivo más que suficiente para que los romanos conquistadores de España, obligasen a sus habitantes a bajar de las alturas y fijar su asiento en el valle.

Pertenecía Compluto a la región que antiguamente llamaban Carpetania, y, por tanto, era parte de la provincias Tarraconense y España Citerior, desde el tiempo de Augusto, siendo uno de los pueblos que debían concurrir al Convento jurídico de Zaragoza; de modo que el límite entre los dos Conventos jurídicos de Cartagena y Zaragoza estaba entre Toledo y Compluto, perteneciendo éste a la jurisdicción de Zaragoza, y Toledo a la de Cartagena.

* * *

A fines de julio del año del Señor 304 entraba por las puertas de Compluto, escoltado de la guardia romana y montado sobre brioso corcel, el presidente de las Españas, el cruel Daciano, que, en nombre de los inmortales emperadores de Roma, pretendía nada menos que acabar con la Religión de Nuestro Señor Jesucristo.

Los cristianos que habitaban en la ciudad sabían que el feroz presidente dejaba marcado con regueros de sangre su paso por Gerona, Barcino, Valencia y Augusta, y recelaban, con razón, se repitiesen en sus calles escenas parecidas a las de estas ciudades.

La noche que siguió a la entrada de Daciano en Compluto, presentaba la ciudad en lo interior de sus casas un aspecto totalmente distinto. Mientras en el triclinio o comedor del enviado de Roma se prolongaba la cena u opíparo banquete hasta las altas horas de la noche, y, entre cantares y música, se hacían libaciones a los dioses del Imperio, se brindaba por la salud de los emperadores y se juraba el exterminio de los cristianos, éstos, recogidos en lo más secreto de sus viviendas, elevaban sus corazones al Cielo y pedían para el futuro combate valentía y esfuerzo, que siempre fue la oración la mejor armadura del cristiano.

* * *

Habían transcurrido muy pocos días desde la llegada de Daciano a Compluto, cuando una mañana apareció fijado en los puntos más visibles de la ciudad el edicto de proscripción contra los que siguiesen la ley de Jesucristo. En él se mandaba severísimamente, en su nombre: “que las iglesias fueran destruidas y entregados a las llamas los libros santos; que los cristianos fuesen despojados de todo honor y dignidad y condenados al suplicio, sin distinción de clases y categoría; que podían ser perseguidos ante los tribunales, sin que, a su vez, pudieran ellos perseguir a nadie, aun por robo o cualesquiera otras injurias; que los cristianos emancipados deberían volver a la esclavitud”, y otras cosas a este modo; tiranía insoportable con la cual se les colocaba de antemano fuera de la ley y se les condenaba a muerte, sin más delito que el de profesar la verdadera Religión y cumplir los Mandamientos de Dios. La impresión fue enorme.

Aprestábanse todos a la lucha: Daciano, a matar, instigado por el infierno; los cristianos, a ser degollados, fortalecidos por la virtud de Dios.

Dispuestos así los ánimos, plugo a Dios, Nuestro Señor, arreglar de tal manera las cosas, que el tirano, sediento de sangre y resuelto a engrosar con ella la corriente del Henares, quedase, no sólo vencido, sino también humillado; y esto por la constancia y brioso valor, no de un pueblo entero de robustos y aguerridos campeones, sino de dos tiernecitos niños que, por decirlo así, aun tenían la leche en los labios; para que se vea que, en manos de Dios, el bronce es como paja, y la caña quebrada más fuerte que el acero y el diamante.

El caso pasó de la manera siguiente:


II
El valor de dos niños

Iban a la escuela de Compluto, con otros muchachos de su misma edad, dos hermanitos carnales, hijos de padres muy cristianos, y, según refieren algunos historiadores, como el Padre Rivadeneira, de limpia sangre y nobleza. Llamábanse, como arriba dijimos, Justo y Pástor; según se cree comúnmente, tenía Justo siete años; Pástor, nueve.

En el regazo de la familia crecían como dos rosas gemelas crecen en su rosal.

Compréndese con esto fácilmente por qué Justo (que tenía dos años menos que su hermano Pástor), apenas vio el edicto de Daciano, o conoció la persecución que les amenazaba, al primer pensamiento que tuvo, cuando aún no había formulado por completo su idea y todavía estaba como elaborándola, hizo al instante partícipe de ella a Pástor y le comunicó sus nacientes impresiones, como se las comunicaría a su propio corazón.

-¿No sabes, Pástor -le dijo-, la idea que en este momento me asalta?

-¿Cuál? -preguntó el hermano mayor.

-¿No has visto u oído el edicto que el presidente romano ha puesto contra los cristianos?

-Sí; es cruel e inicuo.

-¿Qué piensas hacer?

-Pues no obedecerlo.

-A mí se me ocurre ir a decirle que obra mal en perseguir a Nuestro Señor Jesucristo; que sus dioses no son verdaderos dioses, sino demonios, y que hacemos bien los cristianos en no quererlos adorar; ¿no te parece a ti lo mismo?

-Enteramente lo mismo.

Y animados del espíritu de fortaleza que enseñoreaba sus almas juveniles, arrojan en la escuela las cartillas que llevaban, y sin decir nada a nadie, ni detenerse en casa o pasar por ella a comunicar sus pensamientos a sus padres y deudos, movidos de celestial impulso, se encaminan derechamente al alojamiento de Daciano, y encarándose con uno de los oficiales del presidente, encargado de despachar sus negocios, hácenle saber que tienen noticias del edicto de proscripción contra los cristianos; que les ha parecido inicuo y cruel, dictado por el odio infernal contra una gente que no ha cometido ningún delito, ni ellos, los romanos, se lo podrían probar; que esos a quienes llaman dioses no son sino simulacros de piedra o figuras de madera hechas por mano de hombres, y que representan a unos monstruos cubiertos con todos los vicios; que no hay más que un solo Dios, Criador del Cielo y de la tierra, castigador de malos y remunerador de buenos.

-Nosotros -dijo Pástor- a este solo Dios vivo y verdadero, que ahora nos está mirando y oyendo, a este solo Dios adoramos, y a Jesucristo, su único Hijo, nuestro adorable Redentor, Dios con el Padre, que por librarnos de la esclavitud del demonio se hizo hombre por nosotros, murió en una cruz, resucitó de entre los muertos, vive ahora triunfante en el Cielo, y ha de venir más tarde con gloria y majestad a juzgarnos a todos, dando a los justos el premio por las buenas obras que hicieron, y a los malos el castigo por los pecados y crímenes que cometieron; premio y castigo que durará, no lo olvidéis, para siempre. Ésta es nuestra fe; a confesarla hemos venido. Decid al presidente que si ha puesto el edicto para extirparla de esta tierra; si, contra toda justicia, quiere llevar adelante su intento de matar a los cristianos, aquí tiene dos dispuestos a morir por Nuestro Señor Jesucristo; comience por nosotros.

Y en diciendo esto, puestos de pie, con semblante sereno y varonil, aquellos dos héroes en cuerpo de niños callaron, aguardando la respuesta.

Atónito el ministro de Daciano, y sin poder darse cuenta de lo que acababa de oír, pasó recado al presidente. Aunque éste, en su tránsito por la España Citerior había tenido sobradas ocasiones de admirar el valor indomable de los cristianos españoles, era, con todo, a todas luces sorprendente el hecho de que dos niños, a las pocas horas de haberse publicado el edicto se presentasen de su propia voluntad, sin preceder ningún género de pesquisas ni de delaciones.

Sin embargo, para manifestar que no daba importancia al suceso, y que lo juzgaba por “liviandad y muchachería”, dio orden de que los azotasen secretamente, añadiendo que con este castigo, que es tan propio de aquella edad, esperaba amedrentarlos.

No fue el mandato de flagelar a los santos niños tan secreto que no se supiese por la ciudad.

En cuanto a los niños, cuenta San Isidoro que mutuamente se animaban al tiempo que los llevaban al tormento; y Justo, que era el menor, temiendo, por ventura, que su hermano, por verle de tan poca edad, estaría con algún recelo de su constancia, le habló primero, y le dijo:

-No temas, hermano Pástor, esta muerte del cuerpo que se nos prepara; no te espanten los tormentos, pensando que no los podrás sufrir por ser de tan poca y tierna edad; ni hagas caso del cuchillo que ha de atravesar tu garganta, porque Dios, que nos hace merced que .miramos por Él, nos dará todo el esfuerzo necesario para que podamos morir y alcanzar la palma del martirio; Él nos dará fortaleza para que no desmayemos en esta flaca edad, y para que lleguemos a la bienaventuranza que tienen los ángeles en el Cielo y todos sus escogidos.

Quedó Pástor con estas palabras de Justo lleno de maravillosa dulzura, y con acento suave le contestó:

-¡Oh hermano mío Justo! Hablas como un justo queriendo que yo lo sea. Ligera cosa me será morir contigo por ganar a Jesucristo en tu compañía. No temeré morir y ofrecer en sacrificio a Dios este mi tierno cuerpo, viendo con cuánta alegría tú has de ofrecer el tuyo; ni derramar mi sangre por aquel Señor que derramó la suya por mí, y por verle en el Cielo y gozar para siempre de su gloria.

Esta concordia de sentimientos y voluntades y uniformidad de palabras, movió a un poeta a que dijese de estos santos niños:


Lo que ama o quiere Pástor,
esto quiere también Justo;
lo que a éste le da disgusto,
también disgusta al mayor.
Sola un alma hace el amor:
si el uno al martirio aspira,
por morir otro suspira;
y al cruel cuchillo los dos
el cuello ofrecen por Dios,
que desde el Cielo los mira.


El suplicio de los azotes fue terrible. Lleváronlos a la cárcel, que no estaría muy apartada de las habitaciones del pretor, y mandáronles que se desnudasen las espaldas. Al ver los dos hermanos los instrumentos con que los habían de azotar, ellos, que estaban aparejados a dar sus cabezas al verdugo, se ofrecieron con gran valor a este tormento, gozosos de que se presentase ocasión de imitar al hijo de Dios, que antes de ser crucificado en el Calvario, fue azotado en el Pretorio.

Levantaron aquellos bárbaros atormentadores sus membrudos brazos, y ahora fuese con flexibles y tiernas varas, ahora con retorcidos cordeles, comenzaron a menudear y llover recios golpes sobre las blancas y delicadas carnes de los dos angelitos. Pronto se rasgó la piel y brotó de los hondos surcos que abrían las heridas un río de sangre, que, bajando por las espaldas, regaba el suelo y lo dejaba empapado con tan precioso licor. ¡Quién hubiese podido entonces recoger siquiera unas gotas y teñir con la púrpura de esta sangre sus mejores vestiduras!

Tamayo Salazar trae unos elegantes versos latinos, en los cuales se describe la pasión de nuestros mártires. Dicen sobre este paso, traducidos libremente a nuestra lengua:


No quiere el cruel Daciano
que a su presencia lleguen
los tiernos campeones
atletas de la Cruz;
porque recela, acaso,
que nunca se dobleguen,
y él quede confundido
del Cielo con la luz.

En calabozo obscuro
taimado los encierra,
y manda a los sayones
los hieran sin piedad.

De azotes densa lluvia,
ni un punto les aterra,
y entre los golpes cantan
al Dios de majestad.

A más crueles suplicios
intrépidos se animan:
la misma muerte es dulce
a Justo y a Pástor;
y cuando los verdugos
esperan que, al fin, giman,
un grito de victoria
alza infantil valor.

-¡Qué vida nos aguarda!
-exclama Justo bello-.
¡Qué gloria inmarcesible
nos seguirá después
si a la cuchilla aguda
rendimos nuestro cuello,
y por Jesús nos tronchan
cual segador la mies!

¡Sayones!, ¿qué os detiene?
¿Quién ata vuestros brazos?
Corremos presurosos
de eterna vida en pos.
Segad nuestras cabezas,
romped mortales lazos:
¡Cuán dulce es y cuán bello
morir por Cristo Dios!



III
Sacrificio y corona

Las varoniles exhortaciones que mutuamente se dirigían los dos hermanos y la alegría toda del Cielo en que rebosaban sus almas, debieran haber bastado al ministro de los Césares “divinos e inmortales”, al “ilustrado” presidente de esa nación que apellidaba bárbaros a los demás pueblos, para que abriese los ojos y conociese que “valor y alegría tan extraordinarios en niños de tan corta edad, excedían las fuerzas de la naturaleza y que no podían provenir sino de Dios, por quien padecían, que en medio de sus tormentos los alentaba”.

Mas no fue así.

Montó en cólera Daciano, y temiendo, por una parte, su derrota si daba publicidad al caso, y no queriendo, por otra, que aquellos inocentes corderos se escapasen de sus garras, mandó a sus ministros que, sin meter ruido y alboroto, los sacasen cuanto antes de la ciudad y los degollasen en un lugar algo apartado. Invención peregrina, que demuestra, a la vez, no menor crueldad que cobardía.

Es muy probable, y así lo persuaden varias pinturas, que los ministros de Daciano aguardasen el silencio y soledad de la noche para ejecutar la sentencia del presidente.

Los dos hermanos, gozosos por la ocasión que les deparaba el Cielo de sellar con su sangre la fe que profesaban, se encaminaron con paso ligero al lugar de su suplicio.

Si pasaron por delante de su casa, que estaría ya cerrada a aquellas horas, debieron, sin duda, con el pensamiento, enviar un último adiós a sus padres y darles la enhorabuena por la singular ventura que les cabía de tener dos hijos mártires.

Alegres y fortalecidos con el poder de Dios, entre sabrosas pláticas llenas de suavísimos afectos, llegaron al Campo Loable, distante entonces de Compluto como una milla, al oriente de la ciudad. Aquí debían ser sacrificadas aquellas inocentes víctimas. Era ya entrada la noche, para que el pueblo no se removiese, ni los cristianos se alborotasen; la quietud era muy grande, como en despoblado; el campo, llano y abierto, sin ninguna cerca: Nulla, obstante macerie.

En cuanto al martirio de los niños, fue así, según refiere Ambrosio de Morales:

“Para esta cruel carnicería pusieron a los santos niños sobre una muy grande y dura piedra, en la cual quedaron dos grandes señales hundidas, donde o tendieron sus cabezas o pusieron las rodillas. Quiso Dios mostrar, para gloria de sus mártires, cuán más duras eran las fieras entrañas de aquellos malditos verdugos, que no las piedras, pues ellas se ablandaban y enternecían, cuando sus ánimos estaban endurecidos con la mayor fiereza para ejecutar la abominable crueldad. Esto de la piedra, que así quedó señalada, no lo leemos en los libros, vérnoslo con los ojos, habiendo sido servido Nuestro Señor que, para mayor gloria de estos Santos y regalo espiritual de sus devotos, se conservase hasta ahora esta bendita piedra en su santa capilla, con tal manera de hundimientos en las dos señales, que ningún hombre podrá juzgar fueron hechas por manos de hombres. También es tradición antiquísima y muy continuada, de creerse esto así devotamente. Y, además de esto, la devoción y respeto que la gloriosa piedra pone a quien con les ojos del alma la mira cuando la ve con los del cuerpo, es tal, que se muestra bien ser cosa del Cielo su labor.”

Cuentan los historiadores que, apenas hubieron expirado los mártires, se oyeron en los aires suavísimas y acordadas músicas de ángeles que venían a recibir a los triunfadores, saliéndose al encuentro el mismo Rey de todos, Nuestro Señor Jesucristo, acompañado de innumerables mártires, gozosos de la victoria de nuestros héroes.

Según Ambrosio de Morales, “eran muy niños, sin duda, cuando padecieron estos Santos, como en sus benditos huesos ahora se ve, y como San Isidoro, en su Misal y en su Breviario, mucho celebra. Unas veces los llama niños; otras, chiquitos, y siempre hace muy gran cuenta de su ternura por la poca edad; y así, dice que fuera imposible tener tal vigor en los cuerpos si de dentro no se le diera Dios muy entero en el espíritu.

”El Breve de nuestro muy Santo Padre Pío V, que dio para su postrera traslación, dice que era el uno de nueve años y el otro de siete; y cierto, según lo que San Isidoro encarece de su niñez, esto se puede muy bien creer, y cuando se dijo en el Breve, se ha de tener por cierto que se tuvo muy buena noticia de ello por algún buen original de donde se sacó.

’’San Pastor era mayor que San Justo, porque, habiéndose conservado mucho la distinción en los santos cuerpecitos, se ve notablemente ser algo mayores los miembrecitos de San Pastor. Y hay dos razones por que comúnmente se nombra primeramente San Justo, siendo el menor. Dicen que San Justo padeció y fue degollado primero. Dicen también, y esto tiene más fuerza de probabilidad, que, como San Justo comenzó primero a hablar y a amonestar a su hermano cuando los llevaban al martirio, así se quedó en el uso nombrarlo primero. Y hay una piadosa consideración para pensar que, siendo el menor San Justo, se anticipase a hablar y amonestar a su hermano mayor, aunque parezca más puesto en razón y comedimiento lo contrario. Pudo justamente pensar el santo niño Justo que su hermano Pástor, viéndole tan pequeño y tierno, podía temer de él que desfalleciera en la constancia, desmayando en los tormentos. Por esto se dio prisa a mostrar que no había para qué tuviese aquella congoja, si acaso le fatigaba.”

Padecieron el martirio estos atletas de la fe el 6 de agosto del año 304, según Flórez y La Fuente (don Vicente), aunque Morales es de parecer que murieron el año del Señor 307.

* * *

En el sitio donde estos valerosos atletas padecieron martirio erigieron los cristianos una capilla, levantando dos altares, uno sobre el cuerpo de Justo y otro sobre el de Pástor, como testifican las Actas. No debió ser fábrica muy sólida; porque si bien San Paulino de Nola, que estuvo casado en Compluto por los años 394, dejó escrito que enterró a un hijo suyo pequeñito junto a los cuerpos de los santos mártires, esto, según la más probable opinión, debe entenderse moralmente y con alguna latitud, sin notar el lugar preciso, sobre el que ya había obscuridad y dudas.


IV
El tesoro

En el siglo V de la Era Cristiana, Asturio, que ocupaba la Silla de Toledo, tuvo cierta noche una admirable visión acerca del sitio preciso donde descansaban los cuerpos de los mártires.

Fue el Prelado a Compluto, apartó las ruinas que cubrían el antiguo sepulcro, reconoció las sagradas reliquias, y, sin tardanza, dio orden y disposición para que se levantase un magnífico templo en honra de los bienaventurados mártires.

Tan grande fue el gozo del santo Obispo con el hallazgo de los cuerpos de los mártires, tanta la devoción que les cobró y tanto lo que se enamoró del sitio donde descansaba el sagrado tesoro, que, renunciando, a lo que parece, a la Silla metropolitana de Toledo, resolvió quedarse en Compluto, entregado totalmente a la piedad y cuidado del culto y esplendor de los santos niños, de cuyo lado no se sabía apartar.

Por otra parte, fue tal el número de prodigios y excelentes favores del Cielo, obrados u obtenidos por la intercesión de los Santos Justo y Pástor, que inspiraron a la cristiana piedad esta inscripción, que pusieron encima de su sepulcro:


EN ESTE SITIO DESCANSAN
LOS SAGRADOS PIADOSOS CUERPOS
DE JUSTO Y PÁSTOR, HERMANOS
A QUIENES JUNTÓ CON UNA MISMA FE SU AMOR
ENTRAÑABLE.
LOS MUCHOS MILAGROS QUE OBRAN
EN FAVOR DE LOS ENFERMOS
Y LA TUTELA QUE DISPENSAN A SUS
CONCIUDADANOS
HÁCENLOS CADA DÍA MÁS ESCLARECIDOS


* * *

Sepultado en las aguas del río Guadalete el cetro de los godos, y ondeando triunfante sobre las más hermosas ciudades de España la enseña maldita de Mahoma, no se eximió Compluto del común cautiverio y vasallaje que sufría, en castigo de sus pecados, nuestra pobre y desventurada Patria.

Apoderados los moros de la ciudad, perdió esta en el uso vulgar su antiguo nombre; más tarde, los musulmanes levantaron allí cerca un castillo o fortaleza, al cual denominaron con el nombre genérico de Al-ka-ala, que en su lengua árabe significa el castillo, nombre que en el siglo xi se había comunicado también como propio a la ciudad. Los árabes le dieron además el nombre de Nahar (río) para distinguirla de otras muchas Alkalás, de donde quedó al río su nombre Nahar, Nahares, y, por último, Henares, tomado igualmente por los cristianos como propio el apelativo Nahar, si bien por mucho tiempo la distinguieron más bien llamándola del Campo Laudable y de Santiuste, o de San Justo, por el martirio dado en ella a los santos niños.

Así prevaleció el nombre moderno de Alcalá, con el que comúnmente es conocida la antigua Compluto.

Las reliquias de los santos mártires, que permanecieron ocultas muchos años en las montañas de Huesca, fueron al fin trasladadas a Alcalá, gracias a la mediación de Felipe II, cuya inflexibilidad y poderío hizo que tomase a pechos el negocio y tratase con el Sumo Pontífice Pío V para que diese apretadas órdenes al clero de Huesca, a fin de que cediera parte de sus reliquias y se dividiera, como era razón, aquel preciosísimo tesoro entre las dos ciudades, que cifran en la protección de loa santos niños una de sus mayores esperanzas de prosperidad y ventura.

El 7 de marzo de 1568 entraron en Alcalá las preciosas reliquias, con un triunfo tan magnífico, como se puede imaginar, o, por mejor decir, como no se puede idear sino leyendo la relación que de todo hizo Ambrosio de Morales en el libro particular sobre este asunto, y hasta hoy es memorable aquel día en Alcalá, pues se celebra cada año solemnemente por el gozo de su traslación.


Publicado el 31-8-2014