Los Santos Niños en “Niños santos




Aunque parezca un juego de palabras un tanto forzado, lo cierto es que “Niños santos” es el título del libro del que he extraído este capítulo dedicado a los Santos Niños o si se prefiere, para evitar el retrúecano fácil, los santos Justo y Pastor, que es como aparece citados en el mismo. El libro, subtitulado Siluetas de vidas ejemplares para provecho de la infancia y juventud, está dedicado tal como su nombre indica a los distintos santos infantiles -y no tan infantiles, puesto que incluye también a algunos que murieron jóvenes- del santoral católico, relatando de forma resumida las vidas y los martirios de personajes tales como san Pelayo, santa Lucía, santa Eulalia, san Luis Gonzaga, santa Rosa de Lima e incluso a santa Juana de Arco, por supuesto sin olvidar a los Santos Inocentes... y por supuesto a los Santos Niños.

Su autor fue el sacerdote José Gros y Raguer, canónigo de la catedral de Barcelona, y las ilustraciones son obra de E. Girona. Fue publicado por la editorial La Hormiga de Oro, también barcelonesa, y su tercera edición, que es de la que dispongo, está fechada en 1951.

El texto del capítulo dedicado a los patrones alcalaínos es algo más largo que el de otros libros análogos y en él José Gros relata los pormenores de su martirio de una forma bastante, diríase, dramática en el sentido literario del término, es decir, mediante una redacción notoriamente imaginativa y especulativa... fruto de los tiempos que corrían entonces, cabe suponer. Como de costumbre, reproduzco a continuación tanto el texto como las ilustraciones originales, sin hacer ningún tipo de comentarios.




Santos Justo y Pastor

Día 7 de mayo de 1568. La ciudad de Alcalá de Henares, profusamente engalanada, parece vivir una gran fiesta, unas horas de regocijo y alegría. La gente circula por sus calles en animada charla, y reuniéndose en pequeños grupos, que engrosan poco a poco, se dirigen a uno de los extremos de la ciudad, a la carretera real, donde a eso de media mañana puede decirse que está toda la población apiñada.

Muchos años suspiró la villa de Henares por ver este día, y no puede dejar de exteriorizarlo aparatosamente. Parece que nadie tiene hoy más ocupación que la fiesta que se celebra, y mientras esperan impacientes en la carretera comentan lo ocurrido. El Pontífice Pío V, a instancia del Rey de las Españas Felipe II, mandó al clero de Huesca entregara a la ciudad de Henares los restos de sus santos mártires Justo y Pastor, que cuando los moros se apoderaron de Alcalá fueron escondidos en Huesca, cuyo clero y fieles se negaban hasta ahora a devolverlos... Después de un sinfín de gestiones y disgustos, hoy llegarán a Alcalá los restos de sus Mártires gloriosos, honor de la ciudad, la noble y antigua Compluto romana.

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En los últimos años del tercer siglo, el emperador Diocleciano, sintiéndose impotente para dirigir por sí solo el dilatadísimo Imperio de Roma, que se extendía a casi todo el mundo conocido, se asoció a Maximiano, partiéndose el gobierno de las extensas y numerosas provincias. Al poco tiempo, los dos se adjuntaron otros dos césares o socios en la gobernación del Irnperio: Galerio y Constando. El orbe romano era, pues, conducido por una especie de cuadrunvirato, aunque Galerio y Constancio no gozaban exactamente de la misma autoridad que Diocleciano y Maximiano, llamados Augustos.

Galerio tenía un profundo rencor al Cristianismo; y contra la primera opinión de sus tres compañeros, no cesó hasta conseguir que se decretara la persecución y que ésta se generalizara poco después por casi todas las provincias. A este efecto, se publicó, en los albores del siglo IV, un terrible decreto, que debían poner en práctica todos los prefectos que en nombre de los emperadores administraban justicia en las diversas regiones. Fue aquélla la más extensa y sangrienta de las persecuciones: la décima entre las generales, llamada también la de Diocleciano.

Nombrado Daciano para la prefectura de España, comenzó a perseguir a los fieles con una saña nunca vista. Sabido es que fueron innumerables los mártires que regaron con su sangre el suelo de nuestra Patria.


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Declina la tarde de un caluroso día de julio del año 304 en la vetusta Compluto. La ciudad está en silencio. Con desolación y terror aguarda el estallido de la tragedia; sus calles, siempre animadas y alegres, a pesar de ser la hora más agradable, permanecen desiertas; las puertas y ventanas, cerradas; parece haber desaparecido la vida de la risueña población española.

Al extremo de una antigua calleja, el edificio ocupado por la escuela, a que asisten casi todos !os niños de Compluto, sigue con sus aparente tranquilidad, dejando escapar por ventanales las charlas de los niños que, ajenos al dolor de los mayores, terminada la clase, se disponen a regresar a sus casas. Por unos momentos la alegría de los niños se comunica a la calle, que pronto recobra su anterior aspecto.

Algo retrasados quedan en la escuela dos hermanitos, que al salir no pueden dejar de admirarse del aspecto de desolación que presenta la ciudad y, dirigiéndose a su casa, no tardan en fijarse en un Bando del prefecto romano que está colocado en las calles principales. Pronto se dan cuenta de que el Bando es la causa de la tristeza que se respira en el ambiente.

-¿Leíste ese edicto, Pastor? -pregunta el más pequeño, que apenas cuenta nueve años, a su hermano, que los cumplió ya.

-Sí, Justo, y me parece criminal y sin razón.

-¿Y qué piensas hacer?

-Yo creo que debíamos presentarnos al prefecto y decirle que no está bien ese decreto, que no puede perseguir a los cristianos y que mande retirar el edicto.

Y aquellos dos niñitos, sin detenerse un momento, tiran al suelo sus cartapacios y cuadernos y se dirigen al alojamiento del prefecto romano.

Momentos más tarde, encarándose con el oficial jefe de la guardia del prefecto, le dicen que el decreto del presidente es indigno, injusto y redactado por el demonio; que ningún cristiano ni hombre alguno debe adorar a los dioses del Imperio, que no son otra cosa que pedazos de piedra o de madera construidos por los hombres; que el único Dios es el que los cristianos adoran, y es el que lo hizo todo y el que premia a los buenos y castiga a los malos... Y fueron exponiendo ante el asombrado oficial los fundamentos del Cristianismo y terminaron pidiéndole que les dejase entrar o que él mismo comunicara todo aquello al prefecto, y añadiera que sí a pesar de ello seguía en su criminal propósito de perseguir a los cristianos hasta darles muerte, ya podía empezar, pues que allí tenía dos, dispuestos al sacrificio.

Atónito quedó el presidente con el recado de su ministro. Aquellos chiquitines le recordaban a aquella niña de catorce años, Eulalia, que en Barcelona se presentó a su tribunal a desafiarle, y a la que no consiguió doblegar con todo su poder, promesas y amenazas.

Pero el caso es quizá más insólito; no ha terminado de publicarse el edicto y ya están dos niños diciéndole que es injusto y que lo retire... El presidente no sale de su estupor. ¡Qué fe encuentra en España!

Pero no quiere exponerse a otro fracaso como el de Eulalia, y manda que no se les deje entrar, pero que secretamente los azoten en el patio de la cárcel.

Y mientras se cumple la sentencia, el presidente, desde su tribunal, se estremece de rencor al escuchar los cánticos de acción de gracias y mutuas exhortaciones que arrancan a los niños los terribles latigazos de los sayones.

A la vista de aquel espectáculo, Daciano, viendo que todo su poder y toda su fuerza se estrella contra la constancia y la fe de aquellos niños, manda que sean decapitados fuera de la ciudad.

Cerrada la noche, un piquete de soldados, con los dos niños, cruzan la ciudad y se dirigen por el Oriente al Campo Loable, destinado para ejecutar la sentencia.

A pesar de los insultos de los soldados, los dos hermanitos no dejan un momento de cantar las glorias de Jesús y de dirigirse el uno al otro frases de despedida y felicitación porque el Señor quiere aceptar sus vidas.

Colocados sobre una dura piedra, el verdugo descarga un terrible golpe sobre sus cuellos, y sus cabecitas separadas del tronco ruedan por el suelo. Pero Jesús quiso dejar un recuerdo en el lugar donde por Él sufrieron el martirio sus pequeños atletas, y sobre la dura piedra los soldados romanos contemplan aterrorizados la marca de las rodillas de los niños. La piedra, menos dura que sus corazones, guardará para siempre impresas las señales de los mártires de Cristo.


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Bien puede estar de fiesta y alegría la ciudad del Henares; el día no es para menos. Regresan a ella los cuerpecitos de sus dos protomártires en la persecución de Daciano, y regresan para no salir más de Alcalá; la ciudad que se levanta sobre la antigua Compluto ya tendrá para siempre a sus protectores, que seguirán defendiéndola contra todos los peligros espirituales y materiales.

Los santos niños Justo y Pastor obtengan a su villa natal y a toda España su fe, constancia y heroísmo.


Publicado el 16-2-2009