Carlos Condés



Carlos Condés era una buena persona. Era también otras muchas cosas: Inteligente, culto, educado, excelente amigo, buen conversador... Pero era, ante todo, una buena persona, algo cada vez más infrecuente en estos tiempos que corren.

Llegado a Alcalá hace ya un buen puñado de años, supo hacerse alcalaíno sin renunciar por ello a sus raíces palentinas, que es como lo hacen las personas inteligentes y sensibles, lejos de esa cerrazón pueblerina que, pese a todo, sigue existiendo en nuestro país y también en nuestra ciudad. Debido a sus obligaciones laborales Carlos recorrió buena parte de España, pero tras su jubilación decidió asentarse definitivamente en Alcalá, y aquí ha muerto tras haber dejado tras de sí una larga estela de amigos entre los cuales tuve el honor de contarme.

En esta sociedad mediocre y ruin en la que la frivolidad está de moda y un partido de fútbol se convierte en noticia de primera plana en periódicos y telediarios y un deportista es mucho más importante que un científico, un artista o un escritor, resulta francamente difícil encontrar a alguien que cuente con unos mínimos valores como persona. Por esta razón, y porque a los amigos de verdad hay que buscarlos como lo hacía Diógenes, con un candil, resulta enormemente satisfactorio encontrar, por desgracia muy de tarde en tarde, a alguien que merezca realmente la pena, a alguien que destaque en este mar de mediocridad general.

Yo lo encontré, hace ya varios años, en la persona de Carlos Condés, como lo había encontrado tiempo atrás en el también fallecido (otra desgraciada pérdida) José García Saldaña. Al igual que ocurriera con Pepe García la diferencia de edad entre Carlos y yo era notable, y de hecho podría haber sido prácticamente su hijo; pero esto no fue un obstáculo, sino todo lo contrario. Carlos era de espíritu joven, y encajaba perfectamente conmigo y con mis otros amigos de mi misma edad, algo que no era de extrañar puesto que, en realidad, Carlos encajaba prácticamente con todo el mundo.

Bueno, con todos no; no toleraba ni la estupidez ni, por encima de todo, la golfería, como cabía esperar de alguien que, como él, contaba con unos sólidos principios éticos y morales.

Pero la vida no es justa, y muchas veces se ceba con los mejores. Carlos llevaba bastantes años enfermo, y sabía perfectamente cuales serían las consecuencias de su enfermedad. Por desgracia se nos ha ido temprano, demasiado temprano, cuando todavía tenía muchas cosas que hacer, muchas cosas que decir, muchas cosas de que disfrutar. Carlos era plenamente consciente de la espada de Damocles que pendía sobre su cabeza, pero sin ignorarla y sin ocultarla (todos sus amigos conocíamos su delicada situación), afrontaba la vida con valentía y con alegría, con una entereza difícil de entender en una persona que se sabía sentenciada y que no obstante desbordaba vitalidad.

Carlos nos ha dejado, pero nos queda su recuerdo y la satisfacción de haber conocido a una excelente persona, una de las pocas personas que, pese a todo, te permiten seguir teniendo fe en la humanidad. Descanse en paz.


Publicado el 28-10-2000, en el nº 1.688 de Puerta de Madrid
Actualizado el 12-5-2006